La isla desconocida de Cataluña que está en peligro de extinción
Escrito por
22.08.2022
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Solo hay una forma de acceder a la isla de Buda y es haciendo turismo rural
Buda es una isla prácticamente desconocida. Pregunto a mis conocidos de Barcelona: quiere sonarles, pero no han oído hablar mucho de ella. Es curioso, todos han estado en el Delta del Ebro y allí es donde se encuentra, en el extremo oriental. ¿Por qué nadie parece conocer la isla más grande de Cataluña?
Una barra cilíndrica levadiza situada al norte de la playa Migjorn -en pleno delta y que colinda con la playa Illa de Buda- impide el paso de vehículos. Justo al lado un cartel nos advierte que el acceso está restringido. Es principios de junio, un lunes festivo en Cataluña y, a pesar del calor que anuncia la inminente llegada del verano, sorprende ver que aquella playa salvaje no está masificada. A los que vivimos en Barcelona eso nos llama especialmente la atención, pues estamos acostumbrados a que en el litoral barcelonés ni en primavera hay hueco para estirar la toalla. Aquello era un regalo de la naturaleza.
Desde el aparcamiento que hay junto a la playa, un hombre de mediana estatura, de ojos sonrientes y vestido con un polo azul eléctrico nos hace aspavientos para llamar nuestra atención. Es Guillermo Borés, el dueño de la mitad de la isla. La otra parte fue vendida por una de sus tías al Departamento de Medio Ambiente de la Generalitat de Cataluña.
– ¿Veis aquel faro en medio del mar?- nos pregunta al acercarnos a su coche mientras señala los más de 3 kilómetros que lo separan del litoral.
– Antiguamente estaba a pie de playa. El mar se ha tragado parte de la costa- nos dice mientras eleva el paso que da acceso a Buda, una isla marítima fluvial que conforma uno de los humedales mejor conservados de España y que, debido al cambio climático y a la acumulación de sedimentos en los embalses, está a punto de desaparecer.
La gran fiesta que duró 100 años
A través de un largo camino de tierra, rodeado de arrozales y alguna pequeña laguna, donde se pueden ver flamencos y caballos, llegamos hasta la masía Isla de Buda. Una casa rural de estilo valenciano construida a finales del s. XIX con 3 alturas. “Desde 2010 la estamos alquilando en régimen de masoveria (para el turismo rural)” , nos explica Borés. La casa tiene capacidad para unas 15 personas y su alquiler es la única forma de acceder y recorrer esta isla privada.
“Mis antepasados, concretamente mi abuelo y su hermano, compraron la isla de Buda en 1924”, dice mientras inspeccionamos el terreno. La masía, cuya construcción es anterior a la llegada de sus familiares, fue el centro neurálgico de un pueblo que a mediados del siglo XIX albergó hasta 450 personas. Muchos vivían en los alrededores, en chozas, en casas hechas de caña y barro que fueron desapareciendo con el paso del tiempo.
Unas 65 familias se instalaron en Buda para trabajar en los arrozales, una actividad que es la seña de identidad del Delta del Ebro y que Borés sigue manteniendo viva en sus 160 hectáreas de arrozales. En ellas cultivan dos variedades: marisma y bomba. Las dos están en el mercado bajo el nombre de Illa de Buda o Isla de Buda, en los dos idiomas. Los habitantes de la isla, en cambio, se han ido.
“Yo siempre explico que en la isla de Buda vivimos una gran fiesta que duró 100 años. Empezó a mediados del siglo XIX, cuando se comenzó a cultivar arroz en el delta, y duró hasta mediados del siglo XX”, nos explica Guillermo Borés con nostalgia.
Nos señala la esquina de la masía. Allí había un bar, una taberna grande que servía como punto de reunión para los habitantes de la isla. Encajada en el centro del complejo, justo al lado de los graneros y almacenes, sobresale la iglesia. En aquella época, “Bajaba un sacerdote de Tortosa los domingos a oficiar la santa misa”, nos explica Borés mientras contemplamos su fachada, de color blanco roto. Entre semana, las mesas se convertían en pupitres reclinables y el templo funcionaba de escuela. Buda tenía una maestra que vivía en la masía.
“Fue una fiesta muy bonita. La gente se quería, se respetaba. Cantaban, había alegría y felicidad. No había dinero, sobre todo en la posguerra, pero nunca faltaron recursos de ningún tipo”, recuerda. “Fíjate si se sentía orgullosa la gente que había vivido, nacido o trabajado aquí, que todas esas personas tienen la honra de llamarse buderos. Es uno de los pocos lugares que, sin ser un municipio o una ciudad, mantiene el gentilicio de la zona”. La isla de Buda pertenece al municipio de Sant Jaume d’Enveja, en la comarca del Montsià.
Para salir de la isla, Borés explica que antiguamente había una barcaza que atravesaba el río de una orilla a otra. Estaba compuesta por tres laúdes: la Niña, la Pinta y la Santa María, tres barcos que eran la base de la flotación. Sobre ellas se colocó una plataforma de madera y una barandilla para evitar que los vecinos se cayesen al agua. La barcaza estaba motorizada, por lo que también sirvió para transportar el arroz que producían, así como para bajar el abono y otras materias primas que necesitaban.
Estas embarcaciones se dejaron de utilizar con la mejora de las carreteras y el transporte. La gente empezó a entrar y salir de Buda con motos, coches, tractores… Por lo que dejaron de tener la necesidad de vivir en la isla y comenzaron a habitar los pueblos de los alrededores.
En aquella época la tierra era muy fértil. Había huertas, frutales, ganado y en las lagunas se hacían trabajos piscícolas que servían para alimentar a toda la isla. “No lo es ahora, por culpa de la sal que ha ido subiendo”, se queja Borés. “Ahora no plantes una tomatera porque no va a hacer flor. En 70 años todo esto ha cambiado”, explica. “Se está salinizando el acuífero y esto se resiente incluso en el arroz. No es una finca que produzca grandes cantidades de arroz, aunque sí es de gran calidad”.
El faro que alumbra la desaparición de Buda
Desde las inmediaciones del litoral de la isla de Buda, Guillermo Borés nos vuelve a señalar el faro. Está tan lejos que con los destellos del sol cuesta avistarlo. “El faro de Buda fue la estructura metálica más alta del mundo en sus tiempos”, nos dice. Tenía 53 metros de altura.
Fue construido en 1864 en Birmingham -en aquella época era la ciudad de la metalurgia por excelencia en Europa- por el ingeniero John Porter y el arquitecto español Lucio del Valle. Sin embargo, el que apenas podemos intuir en el horizonte no es el original, sino un sustituto.
El gigante de hierro se hundió en el mar durante un temporal en 1961. “Duró casi 100 años, se cayó el día de Navidad, el 25 de diciembre, como consecuencia de la regresión de la costa que ahora tanto nos hace sufrir. Cayó y ahora duerme el sueño de los justos a diez metros de profundidad y tres kilómetros de la actual costa”, lamenta Borés. Formaba parte de un sistema de faros cuya misión era alumbrar la desembocadura del Ebro.
Desde entonces, el Mediterráneo no ha parado de ganar terreno. “En los años 40-50 se construyeron los pantanos en la cuenca del Ebro, en especial los de Ribarroja y Mequinenza que son los que más sedimentos retuvieron. Esta retención de los sedimentos en la cuenca ha sido la consecuencia de que el delta esté en regresión. Aquel pulso que durante muchos años mantuvieron el río y el mar, y que siempre ganaba el río porque era capaz de aportar más sedimentos que el mar de erosionarlos, este pulso ahora lo gana el mar”.
A la isla de Buda le quedan 5 o 10 años de vida, nada más
Guillermo Borés
Propietario de la mitad de la isla de Buda
Este fenómeno regresivo es un drama para la isla, pues en las zonas inundables el cambio climático está ocasionando una mayor frecuencia de temporales. En 2017 la tempestad se llevó por delante arrozales, inundó fincas, destrozó caminos y se tragó parte de las playas del litoral.
La tragedia provocó, según Borés, un estrés osmótico que es cuando hay un aumento brusco de la salinidad del agua y que afecta a las plantas, algas y a los animales que habitan las lagunas de agua dulce. La mayor parte de estos seres vivos sufren una muerte súbita, se rompe la cadena trófica y las aves emigran. “Esto es muy grave porque la isla de Buda contiene un 45% de la fauna ornítica del Delta del Ebro”, nos dice.
Para Guillermo Borés, una de las soluciones es devolver a las playas su función medioambiental. Actualmente, están tan deterioradas que cualquier temporal de media o baja intensidad ya produce la intrusión marina abriendo golas, gargantas que conectan directamente las lagunas con el mar. La única defensa son las carreteras elevadas de fango y arcilla que pueden ser erosionadas con facilidad si el mar es muy bravo.
Después de 15 años alertando del problema sin obtener respuesta, el empresario considera que no es la naturaleza la que ha provocado el fenómeno regresivo del delta. “Estamos hablando de presas que retienen sedimentos del cauce del río y del cambio climático por culpa del hombre, por lo que es el hombre el que tiene que poner solución y arreglar lo que estropea”, dice con indignación.
Si no se actúa, las consecuencias pueden ser devastadoras. Según Borés, “A la isla de Buda le quedan 5 o 10 años de vida, nada más”.
Laura Fernández
Periodista, blogger y viajera. No necesariamente en ese orden. En ocasiones me despierto sin saber dónde estoy. Adicta a los cómics y a los noodles con salsa de cacahuete. Redactora en @escapadarural, colaboradora en la Conde Nast Traveler y en la Divinity. Mi casa: Meridiano180.
Es una verdadera pena,es un lugar maravilloso que no se debería dejar perder..
Tiene tanta historia detrás y la fauna que habita en ella!!
De los lugares más bonitos que he visitado lleno de paz …
Están pidiendo a gritos una solución ya hace mucho tiempo..por favor no hagamos oídos sordos,no se puede perder un lugar asi..
il faut lui redonnez une vie elle le merite ! c’est une perle rare qu’il faut sauver
Que haya islas privadas siempre me sorprende. El suelo calificado como urbanizable también debería ser público, eso abarataría muchísimo la vivienda, dado que el suelo es lo más caro, y además debería ser de todos, como el sol o las nubes. El colmo de la especulación son las islas privadas, para mí es inconcebible que se llegue a esos extremos.