Así trabaja un arrocero en el delta del Ebro, antes de que se hunda
Escrito por
17.09.2021
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Dani Forcadell se descalza, se remanga los pantalones y entra en el arrozal. Los pies se le hunden en un fango suave, verdoso, nutritivo, de olor dulzón muy penetrante. El agua tibia le cubre los tobillos. Con los pies en el barro y la cabeza en el cielo mediterráneo, abarca toda la vertical del delta del Ebro. Forcadell mide 1,75 metros: entre los pies y la cabeza le cabe el mundo, un mundo, su mundo.
Es un mundo a punto de desaparecer. Desde una línea de costa más o menos rectilínea, irrumpe un territorio como una punta de flecha que se adentra en las aguas, una llanura alfombrada de verde, un tapete de billar de 320 kilómetros cuadrados. El delta del Ebro es un territorio dudoso, una capa de sedimentos a ras de mar. No contiene una sola piedra. No se levanta más de un metro, ciertas dunas llegan a dos hasta que el viento las va sometiendo, hay un promontorio de cinco en el que instalaron placas y estatuas de vírgenes como si fuera la cumbre del Everest. Sin las tierras que antaño aportaba el río, ahora retenidas en los pantanos de Mequinenza y Ribarroja, el delta va menguando y a veces desaparece entre las olas. En enero de 2020, durante la borrasca Gloria, aullaron vientos, rugieron oleajes y el mar sumergió grandes partes del delta durante varios días. Tuvieron que echarlo atrás con mucho trabajo y mucha paciencia. Bombas de achique, canales, cordones de tierra.
Tarde larga de julio, las hojas acarician los pies del arrocero.
—Mira, de un grano de arroz brotaron estos seis brazos —Dani se agacha, desentierra las raíces y saca la planta al aire—. Cada uno de estos brazos se convertirá en una espiga y se llenará de almidón. De cada espiga saldrán ochenta, cien, ciento cincuenta granos de arroz. Echa el cálculo: cada grano da seiscientos, ochocientos granos nuevos.
Sumerge de nuevo las raíces en el barro, fija la planta y pasa la mano por las hojas como si acariciara a un hijo. Lleva veinte años en los arrozales y sigue entusiasmado con el milagro cotidiano de su trabajo en el fin del mundo.
AGRICULTORES CON LÁSER
Dani Forcadell tiene 48 años que se revelan en las canas de su barba revuelta; por lo demás parece un chaval, con su camiseta deportiva, sus pantalones cortos, sus sandalias y sus permanentes gafas de sol que quizá sean las pequeñas placas fotovoltaicas con las que obtiene la electricidad para desplegarse en tantas actividades a todas horas: recorre sin parar los campos de arroz para comprobar el nivel exacto del agua o la amenaza de las plagas (“conduzco mil quinientos kilómetros semanales sin salir del delta”), trabaja en el sindicato Uniò de Pagesos, tiene familia y dos hijos, divulga las fases de su trabajo en Twitter (@daniforcadell) y planta batalla contra la dejadez y el abandono en el que a menudo se sienten los agricultores. Los arrozales no pueden descuidarse ni un día. Solo en invierno, cuando los campos vacíos descansan, Forcadell se permite alguna semana sin reparar la maquinaria, sin hacer gestiones ni papeleos, sin asistir a reuniones, y se marcha por ejemplo unos días al País Vasco.
—Cuando estoy en aquellos valles estrechos, entre montañas, sin ver el horizonte, me da claustrofobia. Si voy a Barcelona, igual. ¿Pero cómo pueden vivir aquí tan apretados? En cuanto llevo unos días fuera del delta, me siento raro.
Este nativo de un país horizontal nació en Amposta (Tarragona), pueblo apoyado en las últimas rocas del continente, de puntillas sobre el Ebro y las primeras zonas pantanosas. Su abuelo carpintero vino de Ulldecona a montar los bancos de la iglesia y se quedó a vivir en Amposta porque vio futuro en los arrozales: construyó maquinaria de madera y así fue uno de los primeros en mecanizar la cosecha. De ahí le viene a Dani la pasión por la tecnología aplicada a la agricultura.
—Mi abuelo y mi padre eran arroceros, pero en casa me dijeron que debía ir a la universidad. Eso era típico: los campesinos intentaban que sus hijos estudiasen una carrera, que aprendieran otro oficio, para sacarlos del trabajo tan duro del campo. Estudié Ingeniería Informática, pero lo dejé poco antes de acabar porque no me gustaba. Ya con veintipocos años hice un curso de agricultura.
Forcadell recuerda una frase que le lanzaban:
—Vols ser un pagesot?
“¿Quieres ser un campesino?”, de manera despectiva. Estaba mal visto ser agricultor y lo sigue estando, dice.
—Todavía se considera un oficio para el que no sabe hacer otra cosa, para el chaval que abandona los estudios y se mete a paleta en la construcción o a trabajar en el campo porque no le queda otro remedio. Muchos aún nos ven como payeses con azada y sombrero de paja. Con todo mi respeto para los que trabajan con la azada, mi oficio no tiene nada que ver con eso. Soy agricultor, gestor, empresario, me gusta seguir todo el proceso. Trabajo con palas láser, localización por satélite, trampas con hormonas sexuales para atraer a los insectos que perforan el arroz. Antaño las avionetas fumigaban con veneno todo el delta, ahora somos mucho más cuidadosos, usamos productos biodegradables, herbicidas inocuos. No somos un sector viejo y tradicional. Somos muy dinámicos, nos rompemos la cabeza para conseguir una agricultura cada vez más rentable y más sostenible. Mi tractor tiene más tecnología que cualquier coche.
El ciclo empieza a finales de febrero. Forcadell rompe el terreno con el tractor, tritura la tierra, la voltea para que quede suelta y se repartan bien los nutrientes. Luego pasa el láser.
—En cada parcela tendrá que haber una lámina de agua de cuatro o cinco centímetros. Si la planta de arroz nace en una protuberancia de la tierra, sobresaldrá demasiado y se secará. Si nace en una hondonada, se quedará debajo del agua y se ahogará. Debemos igualar la tierra con mucha exactitud, para que todas las plantas estén en el nivel idóneo, para que crezcan bien en toda la superficie y no nos queden calvas. Así aumenta el rendimiento de cada arrozal. El tractor tiene una pala láser: le marcas un nivel con una precisión de milímetros y va aplanando los montículos de tierra y rellenando los huecos, hasta lograr una superficie lisa. Mira, desde esta orilla del arrozal hasta la otra no habrá ni medio centímetro de desnivel.
A principios de abril abona la tierra, a finales abre las compuertas del canal que trae agua del Ebro para anegar el terreno. Esparce las semillas con una máquina centrifugadora y empieza la vigilancia obsesiva:
—El primer mes tienes que controlar el agua a diario, tienes que quitar una pizca o añadir una pizca, para acompasarla con la altura exacta que necesita la planta en cada momento.
A finales de julio sale la espiga, en agosto va madurando, en septiembre se cosecha.
Las angustias se prolongan todo el año: hay poca agua, hay demasiada agua, crecen las malas hierbas, proliferan los hongos, unos lepidópteros minúsculos perforan el grano de arroz, el terrible caracol manzana deposita sus huevos y destruye los tallos, los patos y los flamencos chapotean en busca de gusanitos que zamparse y machacan las plantas recién germinadas.
—El arroz es un cereal muy difícil, tienes que mimarlo todos los días hasta la siega. Y los agricultores sufrimos. Si un día el viento seco está machacando el arroz, yo esa noche no duermo. Me dicen: “Hombre, descansa, que tú ya no puedes hacer nada, mañana se verá”. Ya. Es como si tu hijo tiene fiebre: tampoco puedes hacer nada, pero no duermes.
El delta se hunde
Forcadell suma otra preocupación: nota que la tierra se hunde bajo sus pies.
—Hace veinticinco años vaciábamos las parcelas sin ningún problema: abríamos los pasos y el agua fluía hacia el mar. Ahora eso es imposible. Cuando quiero sacar agua, tengo que bombearla, porque nos estamos quedando bajo el nivel del océano.
El delta se hunde por la falta de sedimentos. El nivel de los mares sube por el calentamiento global. Los canales del Ebro traen cada vez menos agua dulce. La consecuencia es que el salitre avanza, se filtra en las capas freáticas, está cada vez más cerca de la superficie cultivada, de las raíces de las plantas.
—La sal nos acosa.
Con el impulso de la borrasca Gloria, el mar rebosó las playas, avanzó llanura adentro y anegó miles de hectáreas. Los medios publicaron unas fotos aéreas apocalípticas, un anticipo de la desaparición del delta.
—Algunos ecologistas y políticos dicen que bueno, que la naturaleza sigue su curso, que no debemos rehacer artificialmente los terrenos que va reconquistando el mar. Pero es un argumento tramposo: el mar avanza porque desde hace medio siglo los sedimentos del río se quedan en los pantanos, ese también es un factor artificial.
No se puede entender el delta sin las intervenciones humanas. A finales de la Edad Media, el crecimiento demográfico obligó a talar bosques en el valle del Ebro para cultivar campos, para proporcionar madera a la construcción y leña a los hogares. La erosión arrastró las tierras al río, esos sedimentos se fueron acumulando en la desembocadura y el delta se extendió mucho más rápido que en los siglos anteriores.
Aquel territorio de aluvión era una jungla de cañas, juncos y carrizos, un caos de lagunas, islotes y marismas, un territorio de lobos, jabalíes y zorros en el que solo se adentraban los cazadores. A mediados del siglo XIX abrieron canales para tomar agua del Ebro y repartirla por una intrincada red de acequias que regaban la llanura deltaica. Sebastià Juan Arbó, novelista de la cercana Sant Carles de la Ràpita, narró la odisea de los hombres y las mujeres que se instalaron en aquella selva para desbrozarla, ararla, sembrarla y segarla, para convertir la marisma en huerta y arrozal. Levantaron barracas de caña y barro por todo el delta. Llegaron valencianos, aragoneses, incluso andaluces, con sus carros remotos, sus esperanzas y sus temores. Trabajaron como bestias, con el agua hasta la cintura, agachados de sol a sol, manejando azadas y hoces. El delta era un hervidero de mosquitos, un infierno de malaria. Arbó describe a los campesinos tras la cosecha arruinada por un temporal, flacos, hambrientos, roídos por el viento y la humedad, consumidos por las fiebres palúdicas, explotados por patrones y usureros. En las novelas de Arbó fluye una corriente de rabia subterránea que a veces explota en violencias memorables.
Lo reivindica uno de sus personajes, el maestro Pere Franch: “Ellos y ellas obraron el milagro de esta ribera. Cuando puedas, sube al Montsià y desde lo alto de la sierra te darás cuenta de lo que hicieron”.
A los pies del Montsià se extiende este espectáculo de la geometría humana, que nos emparenta con los insectos. El delta es un mosaico de parcelas, delimitadas por caminos y canales, que van cambiando de tono con las estaciones: marrón agotado en invierno, espejos acuosos en primavera, esplendor verde en verano, hasta que las cosechadoras irrumpen en los rectángulos con su invasión estruendosa. El corazón del delta está ocupado por dos pueblos, Deltebre y Sant Jaume d’Enveja, que se extienden por las orillas del Ebro. En los bordes de los campos se diseminan las barracas blancas, junto al capricho vertical de una palmera. Y salpicadas por la llanura resisten las lagunas, con sus festivales de patos, garzas y flamencos que a veces se reúnen de mil en mil, amenazados por un mar que avanza sobre estos oasis. El delta se disuelve en una última frontera débil y arenosa, en playas salvajes azotadas por el vendaval, en cordones de dunas ceñidas por plantas desmelenadas, en bahías superficiales donde brillan los espejismos. El faro de Buda no es una visión: en 1864 lo construyeron en tierra firme y ahora sus restos yacen tres kilómetros mar adentro.
—El paisaje del delta debe mucho a los agricultores —dice Forcadell—. Los arrozales atraen a las aves, aquí encuentran sus gusanitos, sus gambitas, buena parte de su alimento. Cuando entra el mar, nosotros trabajamos para recuperar el terreno. La borrasca Gloria destrozó la costa y rompió la barra del Trabucador [una finísima lengua de arena de seis kilómetros que protege la bahía de los Alfaques, un ecosistema frágil de juncales, pantanos y albuferas]. Debemos rehacer la barra y consolidarla, para que no se pierda toda esa diversidad, debemos instalar diques flotantes para que rompan las olas, para que el mar no siga comiéndose el delta.
Este territorio tan bravo tiene una ventaja:
—Vivimos en uno de los pocos lugares del Mediterráneo donde no ha cuajado el turismo masivo. Las playas son salvajes, soplan unos vendavales tremendos, tenemos mosquitos feroces. A veces me dicen que organice visitas, paseos guiados por los arrozales, ya hay gente que lo hace pero a mí no me interesa el turismo. No sé por qué todos tenemos que dedicarnos al turismo, yo me dedico a producir arroz. Y no quiero que el delta se convierta en un parque temático.
En Forcadell se mezclan el entusiasmo por las tecnologías y un espíritu parecido al de los campesinos pioneros del delta. Si el entorno es tan frágil y tan hostil, si el cultivo del arroz trae preocupaciones sin descanso, ¿por qué le gusta tanto su trabajo? Responde en el coche, conduciendo por las pistas de regreso a Amposta.
—Yo estoy acostumbrado a salir al campo, a padecer el viento, el agua y las plagas, mi vida está ahí fuera en el delta. Sueño con el año en que me salga todo perfecto: nivelar bien el terreno, acertar con el abono, mantener todos los días el nivel de agua exacto, controlar los hongos, producir más arroz y de mejor calidad que nunca. Este oficio siempre tiene un toque artesano, yo le pongo mucho cariño. No es solo un empleo, es mi vida. Y ese es el objetivo: mejorar nuestra tierra.
Este reportaje se publicó originalmente en Revista Salvaje.
Ander Izagirre
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