El Gran Cañón de Arizona es la versión geográfica de una droga enteógena, un catalizador de mitos y de sensaciones que oscilan entre la grandiosidad del mundo y la insignificancia del ser humano. No en vano, para muchas tribus nativas americanas, desde los havasupai hasta los zuñi, el Gran Cañón es un lugar sagrado.
Es natural que sea así, porque si te tumbas en su borde, contemplando el cielo nocturno, puedes distinguir la Vía Láctea: «Siendo testigo de una escena que ocurrió hace mil años, el momento en el que la luz inició su largo recorrido para atravesar mis pupilas e iluminar mis retinas», como escribió Richard Dawkins en La ciencia en el alma. De igual modo, si te asomas al borde, centrándose en el fondo del cañón, entonces experimentarás otra clase de vértigo, y también viajarás en el tiempo: observarás otro pasado. «En este caso, dos mil millones de años atrás, en la época en la que solo los microbios se revolvían invisibles bajo la Vía Láctea».
Contemplar, sumergirse y dejarse llevar por la naturaleza en todo su esplendor puede inocular el síndrome de Stendhal en las personas más sensibles, pero también desencadenar sensaciones de conexión íntima a nivel emocional, de disolución del Yo, de que formamos parte de algo mucho más grande que nosotros mismos. Estas sensaciones, que en manos de algún vendedor de humo pudieran catalogarse de autoayuda barata, también pueden obrar cambios neuroquímicos y hormonales beneficiosos en nuestro organismo.
Paseo con cinco sentidos
Recogiendo los últimos hallazgos científicos al respecto, los baños de bosque son una actividad «eco» que empiezan a venderse en los paquetes turísticos occidentales, pero que es un hábito popular en Japón y el Extremo Oriente, donde se la conoce en japonés como shinrin-yoku.
A grandes rasgos, pudiera recordarnos al senderismo o el excursionismo, pero con una salvedad: uno debe sumergirse con los cinco sentidos en el bosque. No se trata tanto de una actividad física o lúdica, donde hacer fotos que luego subiremos a Instagram, como de un paseo sosegado por el bosque, donde eventualmente se tienen que realizar ejercicios de respiración guiados por un monitor. No es una caminata, es un paseo meditativo y terapéutico. A ser posible, sin teléfono móvil.
España, y especialmente Cataluña, es uno de los primeros países de la Unión Europea que promueve los baños de bosque. Algunos de los enclaves más importantes son los hayedos de la Fageda d´en Jordà, en Girona, el Bosque de Oma, en Vizcaya, el Hayedo de Montejo, en Madrid, o los bosques de encinas y alcornoques del Parque Natural de Sierra de Aracena y Picos de Aroche, en Huelva. En Asturias es particularmente importante el bosque de Muniellos, que se encuentra en el Parque Natural de las Fuentes del Narcea, y que es una de las joyas forestales más importantes de Europa y el mayor robledal de España.
Son diversos los investigadores que apoyan la validez científica de los baños de bosque, apelando a que evolutivamente somos criaturas que procedemos de entornos naturales prístinos. También se han medido descensos de cortisol (una hormona del estrés) en la saliva de individuos que se han expuesto en el ambiente de un bosque, como sugiere uno de los estudios más recientes al respecto, de MaryCarol Hunter, profesora asociada de La Universidad de Michigan. Sin embargo, hay que matizar que estas afirmaciones son en parte ciertas, pero son imprecisas y exageradas en varios de sus supuestos y conclusiones.
Sobrecogimiento, estrés y exageraciones
Evolutivamente procedemos de la Sabana africana, no de un bosque verde y frondoso como los anteriormente citados. Los ancestros del ser humano y sus parientes simios evolucionaron durante los últimos seis millones de años en hábitats abiertos y de escasa densidad de árboles. Por consiguiente, si somos estrictos con el argumento evolutivo, los baños no deberían ser tanto de bosque como de sabanas cubiertas de pasto y salpicadas puntualmente de árboles.
O dicho de otro modo: es probable que el efecto beneficioso de pasear relajado por un entorno natural sea bueno en sí mismo por la sencilla razón de que se realiza fuera del caótico, ruidoso y contaminado ambiente de una ciudad. No importa si damos un paseo por el bosque: lo relevante es acudir a un sitio menos estresante que una calle en hora punta. El simple hecho de movernos en un entorno así ya propiciará una mejora en nuestra salud.
Por otro lado, a pesar de que se han invertido grandes medios en investigar científicamente los efectos terapéuticos de los bosques, los datos todavía son preliminares, escasos y ni mucho menos pueden generalizarse.
Uno de los investigadores más preeminentes en este campo es del antropólogo y fisiólogo Yoshifumi Miyazaki, de la Universidad de Chiba, en Japón, que ha encontrado correlaciones fisiológicas y psicológicas sobre los beneficios de los bosques. Pero son correlaciones que no distan mucho de las que podemos encontrar en cualquier otra actividad que nos resulte relajante o pausada, como hacer una siesta, escuchar música clásica, tomar un baño de espuma o llevar a cabo manualidades.
Eso no significa que un baño de bosque no sea útil, sino que no debemos mitificar esta actividad por encima de otras, ni atribuirle un poder especial por el simple hecho de que sea «natural» (hay que recordar que, evolutivamente, la naturaleza siempre ha sido el peor enemigo de nuestros antepasados, y que ésta era una fuente continua de estrés en forma de eventos meteorológicos impredecibles, depredadores, enfermedades o escasez de comida). Es decir, que un baño de bosque no es un regreso a nuestra naturaleza ancestral, sino la recreación de un locus amoenus, un lugar idealizado, como pudiera serlo un spa. Un lugar más apacible que cualquier ambiente urbanita.
Pasear por el bosque (o por un parque) es más relajante que hacerlo por la calle básicamente porque es un lugar más silencioso y tranquilo, lo que no debe conducirnos a otorgar un poder sobrenatural al bosque, y mucho menos a los árboles, como llega a afirmar Matthew Silverstone en su libro Blinded by Science: un compendio de datos, citas y referencias entre las que se mezcla ciencia y pseudociencia que, entre otras cosas, habla de los beneficios psicológicos de abrazar a un árbol.
Hechas estas salvedades, los baños de bosque son una actividad beneficiosa porque reduce los niveles de cortisol y nos permite hacer una actividad al aire libre que mejora nuestra condición cardiovascular.
Además, pasear por un bosque poniendo en ello los cinco sentidos frente a hacerlo en cualquier otro lugar ofrece otra ventaja que podemos hallar en entornos naturales magnos, como el Gran Cañón, o no naturales, como una catedral. Esta ventaja es la grandiosidad.
En tal caso, no importa tanto que nos relacionemos con la naturaleza, sino que admiremos algo sobrecogedor. Cuando experimentamos sobrecogimiento, cuando nos sentimos admirados e inspirados por grandes proezas del ser humano o grandes despliegues del poder de la naturaleza, entonces se reduce nuestro Yo.
Al empequeñecerse nuestro Yo frente a lo colosal que nos rodea, sentimos la necesidad de formar parte de un grupo más amplio. Por eso no es extraño que el neurocientífico Michiel van Elk, de la Universidad de Ámsterdam, Países Bajos, descubriera que las personas que miraban escenas sobrecogedoras informaran de que sus cuerpos eran físicamente más pequeños que los que veían vídeos graciosos o neutros. Esto sucedería porque se anula parte del Yo, la voz en tu cabeza, el interés propio, la autoconciencia. Como resultado, nos sentimos más conectados con colectivos y grupos más grandes, y también que formamos parte de lo que nos rodea.
Ni siquiera es siempre necesario que estemos allí para experimentar esta sensación. También nos puede inundar si acudimos al cine. El psicólogo Dacher Keltner, de la Universidad de California, Berkeley, demostró en un estudio que visionar un vídeo de naturaleza que suscite estas emociones es suficiente para que las personas sean más éticas, más generosas y se describan a sí mismas como más conectadas a la gente en general. Es decir, que los hallazgos sobre la importancia del asombro y la sensación de maravilla, como los de Paul Piff, de la Universidad de California, nos permiten afirmar que estas sensaciones favorecen las conductas prosociales acentuando la empatía, la capacidad de ponernos en la piel de los demás.
Como él mismo señala como conclusión a sus investigaciones: Al desviar la atención hacia entidades más grandes y disminuir el énfasis en el yo individual, el sobrecogimiento desencadenaría tendencias a involucrarse en comportamientos prosociales que pueden ser costosos para uno mismo pero que benefician y ayudan a los demás.
La investigación futura debería basarse en estos hallazgos iniciales, para descubrir las formas en que el sobrecogimiento permite que las personas dejen de ser el centro de sus propios mundos. Hasta que esos datos lleguen, vale la pena tratar de fijarnos más en nuestro entorno, desconectarnos durante un rato de internet y del smartphone, y dejarnos inundar de la sublimidad que a veces nos rodea: un bosque, la sabana, el Gran Cañón, una catedral o cualquier otro lugar que nos infunda paz y belleza.
Sergio Parra
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Las Merindades ( Burgos) 🌳Fui el verano de 2019 cuando acababa de perder a un ser querido y fue la mejor terapia.⚘