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Muchos vecinos de la Cumbre, la zona central y elevada de la isla de Gran Canaria, siguen viviendo en las cuevas que excavaron los aborígenes en las murallas volcánicas. Ellos nos guían por este mundo antiguo y actual de pueblos subterráneos, con sus santuarios rupestres, observatorios solares y hasta una especie de sala de cine prehistórica.
El Hornillo es un pueblo de cuevas excavadas en una pared volcánica que se va desmigajando. Cuelgan 750 metros sobre el nivel del mar, que reluce allá al fondo, en la desembocadura del barranco verde de Agaete.
—A mí no me suena que ningún vecino haya muerto aplastado por un derrumbe —me dice Nicola—. Despeñados sí. Una señora estaba trabajando en su huerta ahí arriba, en ese andén, y el burro la tiró hasta el fondo.
—Vaya.
En Gran Canaria llaman andenes a las estrechas repisas de los barrancos, donde los vecinos cultivaban sus hortalizas o soltaban las cabras para que pastaran. Aquí las cabras se andenan.
—Hubo otros casos —sigue Nicola—. Una boda de sangre. Una boda de hace cien años, en la cueva más alta del pueblo. ¿Ves allá arriba, una fila de cuevas encaladas? Las llaman el Campanario, porque son las más altas. Pues allí celebraron la boda. Parece que bebieron mucho, hubo una pelea, un chico se cayó por el barranco y lo encontraron con la cabeza destrozada. Acusaron a otros dos chicos de haberlo tirado, los metieron en la cárcel pero al final los soltaron, parece que no habían sido ellos, o que había sido un accidente. Ah, bueno, y luego está lo del coche que cayó del cielo.
Paseo por este poblado troglodita en el que aún viven quince personas. Solo seis permanecen aquí arriba todo el año. Los aborígenes canarios excavaron docenas de cuevas en esta pared vertical, de toba volcánica ocre que se deshace entre las manos, y algunas aún se utilizan como viviendas. La mayoría están abandonadas, medio ocultas por matorrales y derrumbes, llenas de cajas de plástico, chapas oxidadas, somieres retorcidos, un frigorífico despanzurrado. El Hornillo tuvo trescientos habitantes a mediados del siglo XX. Los pocos que aún resisten aquí, todo el año o por temporadas, aprovecharon los mínimos resaltes del barranco para construirse extensiones en la boca de sus cuevas: una estrecha terraza con barandilla, una pérgola, incluso alguna casita exenta, blanca, reluciente, con espacio para una sala y una cocina, pero con los dormitorios prehispánicos siempre frescos en la entraña del volcán.
La única calle es un sendero enlosado con barandilla que serpentea de cueva en cueva, entre el precipicio y el paredón amenazante con sus extraplomados y sus huecos de derrumbes que parecen recientes. Llego a una modesta casa blanca: la de Carmita Guillén, donde aterrizó el coche caído del cielo. En los días anteriores alguien notó que un hombre daba vueltas con su todoterreno Mitsubishi por la parte alta de la montaña, justo encima de El Hornillo, y después dedujeron que estaba eligiendo el sitio para saltar: pues menuda puntería. “El coche saltó cincuenta metros desde lo alto del risco”, contó Carmita Guillén a sus 89 años, en una entrevista que le hizo el diario La Provincia en 2002. “Entró zumbando y me cayó en la puerta del baño. Yo estaba acurrucada en la alcoba, gracias a Dios, porque si veo a aquel hombre me desalo”. Tuvieron que recoger el cuerpo destrozado y desguazar el todoterreno para sacarlo de allí. Carmita decía que aún tenía “los hierros” guardados en una cueva.
El sendero termina, se disuelve en una trocha que baja hacia el fondo del barranco, y yo ya me vuelvo al refugio. Son las diez de la mañana, no veo a nadie, me ladra un perro atado. A las cuatro de la tarde, cuando yo ya no esté aquí, se desprenderán unos peñascos que bloquearán el camino, romperán la barandilla y caerán veinte metros hasta el cauce de un arroyo.
—Es el cuarto derrumbe en seis meses —me explicará Nicola—. Hemos hablado con las autoridades, les hemos pedido un estudio geológico para ver la estabilidad del risco, que pongan alguna contención, porque si no el pueblo va a desaparecer definitivamente. Ya has visto todo lo que han hecho, ¿no?
Me indica una señal que plantaron en el inicio del camino: peligro por derrumbes.
Como guirres vivís
Hace más de cien años, un niño bajó los nueve kilómetros de barranco hasta el pueblo costero de Agaete, al que pertenecen las cuevas, para pedirle al cura que subiera a administrar los santos sacramentos a su abuelo moribundo. El cura era un catalán, don Juan Valls y Roca, que había pedido el traslado a las Canarias creyendo que aquí se le mejoraría la tuberculosis. Los habitantes de El Hornillo lo reclamaban de vez en cuando, al menos para dar la comunión y confesar a los enfermos, y a él no le hacía ninguna gracia trepar por aquellos riscos, pero esta vez aceptó: no podía dejar de asistir a un alma en su camino hacia el Señor. Así que el cura salió de Agaete, detrás de un monaguillo que iba tocando la campanilla para advertir del paso del Santo Viático. Subieron por el fondo del valle, dejaron atrás El Sao, el último barrio de casas campesinas, treparon por senderos escarpados hacia la base del murallón volcánico y el cura preguntó, mosqueado, dónde vivía el moribundo. El niño señaló las bocas de las cuevas encaladas, allá arriba, abiertas en la pared. Y el cura se negó a seguir. Lanzó su bendición hacia las alturas y dijo:
—¡Como guirres vivís…
(Los guirres son los alimoches, aves rapaces ya extinguidas en Gran Canaria).
—…y como guirres morís!
Si vivían como guirres, no era por capricho.
—Aquí los terratenientes se quedaron con los mejores terrenos de los valles y los campesinos tuvieron que buscarse la vida en los barrancos —dice Nicola, un hombre en la cincuentena, alto, espigado, con gafas y pelo canoso revuelto, un amante de las letras y las montañas, de frases cortas y silencios largos.
Nicola Baccino es genovés, como aquellos comerciantes que vinieron a las islas Canarias hace cinco siglos a buscar la orchilla: el liquen del que se obtenía un tinte violeta muy apreciado por las fábricas textiles europeas. Él llegó al interior de esta isla en 2013, quedó seducido por el paisaje y los latidos de un mundo antiguo en vías de extinción y en 2016 obtuvo la concesión de un edificio de dos pisos en el borde del barranco: la vieja escuela unitaria, en la que estudiaban los niños y niñas de todas las edades de El Hornillo, cuando en El Hornillo había niñas y niños. A principios de los años 80 dejó de haberlos y la escuela cerró. Baccino la ha convertido en un refugio agradable. Y ha querido conservar su memoria: en las paredes de la sala cuelgan fotos en blanco y negro de niños que se afanan en un pupitre de madera junto a un globo terráqueo, de las mujeres que bajaban descalzas hasta la costa con una docena de tinajas de loza amarradas a la cabeza, como insectos mitológicos, para trucarlas por telas o sardinas.
—Ahora la vida en este pueblo es una maravilla —me dice Pilar, una de las niñas que posa en las fotos escolares de hace sesenta o setenta años, y que se me aparece, ya en color, en la puerta de una casita exenta junto al refugio—. Aquí no nos enteramos de nada. Lo poco que vemos por la tele y nada más.
En realidad ya hace mucho que Pilar se mudó con su marido a Santa Brígida, un pueblo en el este de la isla, en busca de trabajo, escuelas, servicios. Pero mantienen esta casa familiar en el barranco y vienen a pasar temporadas largas. Sobre todo en la pandemia, cuando hasta aquí no llegaba el mundo.
—Usted ve ahora todo esto vacío de gente, pero cuando yo era niña, ¡buenooo…! Entonces las familias no tenían un hijo o dos, ¿eh? Nosotros éramos once hermanos. Vivíamos en aquella cueva, ¿la ve usted, aquella de arriba? No, más arriba, más arriba. ¿La ve? ¿Sí? Pues en aquellos tiempos estaban todas las cuevas llenas de familias numerosas. Imagínese.
—¿Y de qué vivían?
—De las huertas. Ahora los bancales están tapados de cañas y maleza, pero entonces estaba todo cultivado hasta el último centímetro. También se trabajaba para otros, en la construcción de las presas o en la zafra del tomate. Y sobre todo vivíamos de la pinocha.
La pinocha es la hoja seca de los pinos, que alfombra los pinares, y que era muy demandada para rellenar las cajas de plátanos que se exportaban desde las Canarias, para acolcharlos y protegerlos. También la usaban para el relleno de los colchones. Cuando dejó de emplearse, las familias perdieron buena parte de sus ingresos y en los años 70 emigraron a las ciudades costeras, a trabajar en la construcción y el turismo. Caminaron barranco abajo, porque carretera no había, y dejaron atrás una aldea troglodita sin agua corriente ni electricidad. Los niños desaparecieron. La escuela cerró.
Ahora solo quedan esos seis vecinos permanentes, seis corazones que dan los penúltimos latidos de una cultura aborigen que se refugió en estas cuevas durante mil quinientos o dos mil años. El arqueólogo Julio Cuenca, descubridor de sus huellas más conmovedoras, cree que más.
El templo perdido de los canarios
A mediados de los años 90, Cuenca visitó un conjunto de cuevas artificiales en Barranco Hondo, a solo dos kilómetros de El Hornillo. Las habían construido los aborígenes canarios y se habían utilizado durante siglos como viviendas, establos, graneros, pajares, hasta que las abandonaron alrededor de 1950. En esa época los vecinos notaron que el risco cedía, las puertas de las cuevas ya no cerraban, las paredes se movían, aumentaban los derrumbes. En la zona todavía se cuenta la historia nebulosa de una familia sepultada hace muchos años, unos dicen que nunca pudieron rescatarlos y que allí deben de seguir sus huesos, otros dicen que sí recuperaron los cadáveres; hay quien habla de una niña que se quedó castigada en la cueva y de la madre desesperada cuando volvió y se encontró con el risco derruido. Una de las últimas vecinas siguió guardando sus cabras en una cueva: un día fue a atenderlas y murió aplastada por un desprendimiento. El arqueólogo Cuenca contó veintiún cuevas artificiales en ese paraje que por algo se llama Risco Caído.
Las investigó durante años y una de ellas le llamó mucho la atención. Un campesino la usaba como pajar para su caballo, estaba llena de pasto seco, pero le pareció que en épocas remotas debió de cumplir alguna función más misteriosa. Presentaba una forma insólita: era una cueva de planta circular rematada por una bóveda exquisitamente tallada. En el suelo encontró las habituales cazoletas (huecos perforados) en las que los aborígenes derramaban leche de cabra y manteca durante los rituales. Cuenca también descubrió un friso de triángulos equiláteros invertidos (los triángulos púbicos que aparecen como símbolo de fertilidad en muchos templos rupestres de las Canarias). Lo más curioso es que estaban grabados en una pared donde incidían los rayos del sol en algunas épocas del año, a través de un conducto estrecho que los antiguos constructores habían horadado en la parte alta de la cueva. En 2009 Cuenca tuvo una intuición. En el solsticio de verano, asistió al amanecer en el interior de la cueva y se quedó maravillado: un rayo solar penetró por el orificio, iluminó la pared, fue bajando poco a poco durante un par de horas, hasta que entró en uno de los triángulos púbicos por su muesca central, lo bañó de luz durante unos minutos y se apagó.
Entendió que estaba ante un calendario astronómico: la cueva redondeada, el conducto de la luz y los grabados estaban diseñados de tal manera que los aborígenes sabían, al ver aquella vulva simbólica inundada de luz, que ya era el solsticio de verano.
La cueva, como comprobaron en los siguientes años, constituye un calendario aún más complejo. Permanece a oscuras durante el invierno. La primera luz entra en el equinoccio de primavera, hacia el 20 de marzo, y recorre la pared durante unos pocos minutos. Luego se proyecta unos minutos más cada día, va ampliando su recorrido, se va agrandando, va bañando los triángulos púbicos de la pared como si los fuera fertilizando, hasta que inunda de luz el gran triángulo del solsticio hacia el 21 de junio. Entonces los aborígenes comprendían que los días empezarían a acortarse. A partir de ese momento la luz sigue un recorrido inverso, cada vez más corto, cada vez menos luminoso, hasta alcanzar otro triángulo púbico en el equinoccio de otoño hacia el 22 de septiembre. A partir de entonces la luz del sol desaparece. Solo la luna ilumina el interior de la cueva durante los siguientes seis meses.
Con este calendario astronómico, los aborígenes conocían el momento del año en el que se encontraban y cuándo tocaba la siembra, la cosecha, el nacimiento de las crías del ganado. También parece un santuario religioso, para propiciar la fertilidad de las mujeres y de la madre tierra con las ofrendas de leche, incluso una sala de cine prehistórica: la luz proyectada sobre la pared va representando distintas formas en cada momento del año, empieza como un punto que algunos interpretan como una semilla, toma una forma alargada que podría interpretarse como un pene que va fecundando los triángulos púbicos y adquiere al fin la figura de una mujer embarazada. Son puras interpretaciones, porque tampoco se sabe si el hueco tuvo siempre esa forma, si se alteró con el paso de los siglos, si existe alguna intención, pero Cuenca está convencido de que esas luces que van encendiendo los triángulos púbicos y otras muescas artificiales en la pared narran un relato con imágenes en movimiento: una película que diseñaron los aborígenes canarios y que ha seguido proyectándose año tras año, durante siglos, hasta nuestros días.
—Lo llamamos el templo perdido porque ya nadie recordaba que aquello fuera un almogarén —explica Cuenca en el documental Canarias amazigh. Los almogarenes eran los santuarios aborígenes.
Tras la conquista castellana, los canarios mantuvieron el templo en secreto. En un documento notarial del siglo XVII, un descendiente de los aborígenes legó una cueva de Barranco Hondo a su hermano con condiciones estrictas: no podía venderla ni alterarla, solo podría cederla a su sobrina, y debía depositar una fianza como garantía de estas cláusulas. Con ninguna otra cueva se tomaron tantos escrúpulos. Cuenca interpreta que se trataba de esta cueva santuario y que querían mantenerla siempre en manos de aborígenes que velaran por su carácter sagrado. Ese conocimiento se fue disolviendo con los siglos. La cueva se convirtió en un pajar y se conservó en bastante buen estado, a pesar de ciertas intervenciones de los pastores, hasta que llegaron los arqueólogos a finales del siglo XX.
En 2020 inauguraron una réplica exacta de la cueva en el centro de interpretación de Artenara. La original no se puede visitar desde hace años, desde que el Cabildo de Gran Canaria prohibió el acceso por el peligro de desprendimientos. El 10 de octubre de 2022, Julio Cuenca escribió un artículo en eldiario.es para denunciar el abandono en el que se encuentran el templo observatorio y el conjunto de Risco Caído. Mencionó caídas recientes de piedras, incluso habló de un serio riesgo de colapso porque los trabajos de conservación están “paralizados sin justificación” desde 2015. Este es uno de los enclaves más valiosos del Paisaje Cultural de Risco Caído y las Montañas Sagradas de Gran Canaria, así nombrado por la Unesco como patrimonio de la humanidad, con sus exigencias de preservación, pero el arqueólogo afirma que durante la visita en 2017 de una inspectora para valorar la candidatura se hicieron “filigranas” para que “no viera lo que no tenía que ver, esto es: la ruina y la desolación que rodeaban al almogarén de Risco Caído” y “otros complejos arqueológicos que forman parte de la candidatura, como la Mesa de Acusa y el roque de Cuevas del Rey”.
En esta zona de Barranco Hondo, El Tablado, Juncalillo y Lugarejos existen muchísimas cuevas excavadas en la montaña desde tiempos prehispánicos. Cuenca cree que todo este conjunto debió de ser Artevigua, la gran población troglodita de la que hablan las crónicas castellanas.
Los antiguos canarios provenían del norte de África, donde las culturas amazighs también mantuvieron la costumbre de vivir en cuevas, pero este urbanismo vertical alcanzó un desarrollo extraordinario en Gran Canaria. En la Cumbre, la zona central y elevada de la isla, los canarios excavaron en las laderas volcánicas un inmenso complejo de viviendas, establos, graneros, santuarios, cisternas, canales, pasadizos, túneles, escaleras, ventanas colgadas en el precipicio, toda una vida troglodita y campesina que perdura hasta nuestros días. Estudios genéticos demostraron que los agricultores actuales cosechan el mismo linaje de cebada que trajeron los amazighs a las islas hace dos mil años, una continuidad vegetal tan longeva como solo ocurre en tres o cuatro lugares del planeta.
En 1773, tres siglos después de la conquista castellana, el historiador Viera y Clavijo relataba que los habitantes de las montañas seguían viviendo “en agujeros, a manera de nidos de aves”. En 1883, cuatro siglos después, la viajera inglesa Olivia Stone escribió que los vecinos de Artenara eran “respetables agricultores” que vivían en “cuevas de todas clases, tamaños y formas que abundan por doquier; solo dejan el espacio justo entre ellas para que las paredes sean lo suficientemente gruesas y los techos seguros”. Describió cuevas en las que guardaban cabras y vacas; cuevas-vivienda limpias y cómodas con una sala principal, que solía tener el piso cubierto con esteras de palma para sentarse a comer, alacenas talladas en las paredes y tres o cuatro cuartitos con camas y cortinas blancas; le sorprendió que incluso la escuela de Artenara estuviera en una cueva.
La maestra de Artenara
Artenara es el pueblo más alto de Gran Canaria: está a 1.250 metros de altitud, asomado a la cuenca de Tejeda, una hoya descomunal que se formó por el colapso de una montaña volcánica de cuatro mil metros de altitud. La erosión tajó barrancos profundos y dejó un perfil erizado de crestas, agujas y pitones como el Roque Nublo o el Roque Bentayga.
Isabel Romero fue maestra de Artenara a partir de la década de 1940. La escuela ya no estaba en una cueva, pero sus alumnos y alumnas sí que vivían en ellas, por supuesto.
—Venían de familias pobres, de agricultores, pastores, algunos se marchaban por temporadas a la costa a trabajar en la zafra del tomate. O a Cuba, a Venezuela. Mucha gente de la Cumbre emigró. Porque hubo años de no llover, la agricultura no rendía. Y se marchaban a montones. ¿No sabe usted eso de que los canarios llegaban a Cuba con alpargatas que solo tenían la parte de arriba? Ya ni suela les quedaba, pisaban descalzos.
Romero tiene 93 años. Es una mujer pequeña, vivaracha, que se ríe mucho y achina los ojos tras sus gafas amplias de mariposa. La peluquera le acaba de hacer la permanente con un tono castaño claro, porque dentro de unas horas tiene que bajar a Las Palmas a visitar al médico. Ha salido a la puerta de su casa a recibirme, me ha llevado a la sala con pasos cortos y rápidos, se ha sentado en su sillón, se ha tapado el regazo con una manta y se ha puesto a recordar sus tiempos de maestra.
—Aquí en el casco de Artenara no teníamos una escuela sino dos. Una de niños y otra de niñas. Esto estaba lleno de vida.
Ahora solo quedan diez alumnos, sumando los de primaria y secundaria. Artenara rondó los dos mil habitantes a mediados del siglo XX, luego sus vecinos emigraron a Cuba, a Venezuela, a la costa grancanaria para recoger tomates en las fincas del conde y luego para trabajar de peones en la construcción y el turismo.
Alicia, hermana de Isabel, entra a la sala y se une a la conversación. Es más joven, tiene media melena gris, ojos claros, vestido estampado de hojas y flores rojas, verdes, amarillas.
—Qué tristeza nos daba cuando las familias se iban a la zafra del tomate —dice—. Se subían todos a las cajas de los camiones como si fueran ganado, un montón de matrimonios jóvenes con los niños, con los macutos de ropa, con un pan y un queso. Se llevaban los colchones de pinocha, porque allá en la costa los metían a vivir en unos cuartuchos, unos habitáculos con números, sin cama ni baño ni nada. Se marchaban cantando, pero a nosotros se nos quedaba una angustia cuando se iban… Los camiones eran del conde de la Vega Grande, el propietario de las plantaciones de tomate. Las familias se iban en septiembre, trabajaban hasta mayo recogiendo tomates y volvían. Traían cosas nuevas de la costa. Me acuerdo mucho de los platos y las cucharas de aluminio. Eran un progreso. Aquí ni eso tenían. Igual alguna vez conseguían una lata de sardinas, se comían las sardinas y la lata se la guardaban como recipiente, esa era toda la vajilla.
Se marchaban los del pueblo, llegaban los primeros grupos de forasteros:
—¡Los turistas! Nos quedábamos con la boca abierta mirándolos. Venían en guaguas pequeñas y se bajaban en pantalón corto y camiseta corta aunque fuera invierno. Nosotras salíamos heladas de la escuela y eso es lo que más nos impresionaba: eran altos, rubios, pálidos, sabíamos que venían de países del norte de Europa y que por eso nunca tenían frío. A veces nos ofrecían comida pero nosotras no la aceptábamos. Estábamos enseñadas de casa: no teníamos que coger lo que nos dieran extraños.
Alicia cuenta que la llegada de los turistas sirvió para abrir el mundo a algunos jóvenes de Artenara: escucharon otros idiomas, entendieron que había otras vidas y otras costumbres, vislumbraron posibilidades. Muchos quisieron salir del pueblo a estudiar, a trabajar, al menos a Las Palmas.
—Los que emigraron eran muy adelantados.
—¿En qué sentido? —le pregunto.
—Adelantados en inteligencia. Veían más allá. Aquí no había agua, ni electricidad, ni teléfono ni nada, esto era un pueblo perdido en el monte, tercermundista, pero había gente que desde Artenara veía más allá del horizonte y veía Cuba. Se marcharon porque esto era una pobreza extrema. A muchos otros les hubiera gustado irse pero no se atrevieron.
—Un tío nuestro se fue a Cuba y tuvo nueve hijos —dice Isabel—. Todos hicieron carrera: uno médico, otro abogado…
—Nuestra madre se murió con la pena de no aprender inglés y todas las lenguas de España —dice Alicia—. Esa gente, nuestros antepasados, tenían una luz. Buscaban crecer en sabiduría. Desde la Cumbre muchos salieron a estudiar como pudieron. Se iban andando, porque aquí no había carretera. Iban caminando por las veredas hasta el pinar de Gáldar, a ocho kilómetros de Artenara, allí llegaba la carretera y ya podían podían tomar las guaguas para bajar a la ciudad.
—Hasta Carlota salió caminando —dice Isabel—. ¡Carlota de la Quintana, la primera médica de España! Era de Artenara, ¿lo sabías?
Carlota de la Quintana era hija de un abogado y de una astrónoma de familia aristocrática. Estudió el bachillerato en Las Palmas y la carrera de Medicina en Madrid, en los años 30, donde era la única mujer y se topó con mil obstáculos y burlas. Si no la primera, fue una de las primeras médicas de España, la primera canaria. Enviudó joven, con dos niñas, pero siguió estudiando en Francia, Inglaterra, Rusia, Estados Unidos, y regresó a Las Palmas para abrir su propia consulta. Sus paisanos la adoran porque visitaba los barrios de los pobres y los atendía sin cobrarles.
—Yo no sé qué inquietud había en Artenara —sigue Isabel—. De familias pobres salieron un montón de médicos, maestros, abogados… Querían progresar, porque esto era muy retrógado. Vivíamos como los guanches.
—Isabel, ¿en la escuela se enseñaba algo sobre los antiguos canarios?
—No, de eso no se hablaba entonces. Sabíamos que hubo una raza de aquí, que ellos hicieron las cuevas de Artenara donde vivía todo el mundo, pero poquito más. En el pueblo había un hombre que tenía la piel bastante negra y los labios gordos y se decía que era de la raza antigua, de los negros de África…
Las mezclas se confunden en la memoria popular. Los colonos castellanos introdujeron la caña de azúcar en Canarias y trajeron esclavos africanos para trabajarla. Su presencia en las islas durante siglos dejó una marca genética apreciable en la población, según investigadores de la Universidad de La Laguna (Tenerife), aunque los componentes genéticos principales son el europeo y el norteafricano. Los primeros pobladores de las islas Canarias compartían cultura con el mundo amazigh o bereber, llegaron del norte de África pero no está claro cuándo. Algunos apuntan a que los romanos deportaron a poblaciones rebeldes a las islas, pero el arqueólogo Cuenca no lo cree probable: aquellos primeros colonos no llegaron de manera abrupta, expulsados repentinamente, sino que se organizaron para traer los animales y las semillas que necesitaban para extender la ganadería y la agricultura en estas islas volcánicas. Tampoco dejaron ninguna huella técnica o cultural que indicara la influencia de la civilización romana. Sí que dejaron, en cambio, la mayor densidad mundial de grabados rupestres con forma de triángulos púbicos: un símbolo de fertilidad que los humanos representaron ya desde hace treinta mil años.
—Sabíamos que Artenara era un poblado aborigen y que en Acusa encontraron las famosas momias en las cuevas —dice Isabel—. También se contaba que en la cueva de los Candiles vivían brujas, que de ahí salían a hacer sus trastadas y no sé qué cuentos…
Esa cueva de los Candiles, reutilizada por los pastores hasta mediados del siglo XX, es uno de los santuarios más llamativos de la Cumbre de Gran Canaria: presenta nada menos que 348 triángulos púbicos grabados en sus paredes. Quizá marcaban así los nacimientos, los embarazos; quizá, aventuran expertos, era una sala de engorde prenupcial: donde encerraban a las mujeres para que ganaran peso antes de procrear. Antes de la arqueología, las leyendas populares explicaban ese misterio rupestre femenino como podían: con brujas.
La Iglesia católica también reinterpretó las creencias aborígenes. Dado que los canarios eran animistas y adoraban a los elementos más destacados del paisaje, como un inmenso pino en Teror, la Virgen se apareció entre las ramas de ese mismo pino en 1481, durante la conquista castellana, y así continuó el culto pero ya adaptado al cristianismo. Y si los antiguos pobladores de la Cumbre bajaban con ramas de pinos hasta la costa, se alineaban en la orilla y azotaban el mar para invocar la lluvia en pleno solsticio de verano, el padre de Isabel y Alicia pedía permiso al guarda forestal para cortar ramas en esas mismas fechas:
—Porque los muchachos bajaban desde el monte hasta el pueblo bailando las ramas, con una banda de música —explica Isabel—, para celebrar las fiestas de San Juan.
Orgullo troglodita
—A mí me da mucha pena que se liquidara ese mundo espiritual y que se perdiera la lengua amazigh —dice Daniel González—. Ahora hay canarios que la estudian. Hace tres meses se organizó aquí un encuentro entre jóvenes canarios y norteafricanos de cultura amazigh, estudiantes de Antropología, Arqueología, Lingüística, Historia… Yo ya no cuento como joven —se ríe— pero me acerqué a conocerlos y a caminar con ellos. Les decía nombres de plantas endémicas, como el bejeque, y ellos los reconocían como palabras amazighs.
Daniel González es un naturalista de 35 años, fundador de Azaenegue Naturalistas, una iniciativa para promover el conocimiento del medio grancanario, un chico tranquilo cuando pasea observando el entorno, buscando fósiles vegetales en los estratos volcánicos, hiperactivo cuando se lanza a sus tareas: acaba de recoger muestras de plantas en el archipiélago de Cabo Verde para entregarlas en el Jardín Botánico de Las Palmas, se dedica al seguimiento de la población de pinzones azules en los pinares de Gran Canaria y queda conmigo por las tardes porque dedica las mañanas a trabajar su finca de árboles frutales. Vive por supuesto en una casa cueva de Artenara y conoce la isla palmo a palmo. Con sus botas y sus prismáticos al cuello, me lleva durante tres tardes a recorrer los riscos, barrancos y bosques de la Cumbre, a conocer el mundo troglodita de los canarios. En esas tres tardes entro a más cuevas que en el resto de mi vida.
En la cueva del Guayre, Daniel recrea ese mundo perdido.
—¡Más misterio! —dice, orgulloso ante mi pasmo cuando yo ya me sentía incapaz de ningún pasmo, tras visitar cuevas y más cuevas, viviendas subterráneas, establos subterráneos, enormes graneros subterráneos que despliegan sus silos como un intrincado sistema alveolar comunicado por escaleras, pasadizos y andenes, siempre al filo del abismo. Pero me pasmo, vaya si me pasmo, porque la cueva del Guayre es una especie de sala de palacio rupestre, pintada con franjas rojas, blancas y negras. Es una estancia de planta rectangular, paredes y techos labrados con una suavidad extraordinaria. Aquí no hay aristas, salientes ni puntas. El suelo aparece perforado por canales y cazoletas, como es habitual en otras cuevas, pero en este caso trazan una red más densa y compleja. Quizá servían para derramar la leche de las ofrendas religiosas, quizá para sostener alguna tarima en la que se sentaban los personajes notables en sus reuniones con el guayre. En el momento de la conquista, en Gran Canaria había doce guayres, jefes comarcales, lugartenientes del guanarteme, de su rey.
—Imagínate esta cueva recién pintada, reluciente de rojo, blanco y negro, con pieles en las paredes, con alfombras de pieles o un suelo de esteras. Aquí te puedes imaginar las reuniones de los jefes o las ceremonias religiosas. Me fastidia mucho que liquidaran todo ese mundo.
La cueva del Guayre está en la sierra de Bentayga, un espinazo que divide la cuenca volcánica de Tejeda en dos, de este a oeste. Daniel cree que sería más apropiado llamarla cuenca de Bentayga, por respetar ese antiguo topónimo canario. De ese espinazo brota el Roque Bentayga, un colmillo descomunal de tonos ocres y anaranjados que se eleva desde la entraña oscura de los barrancos hacia la luz (o para ser más preciso: un colmillo que la erosión aún no ha rendido al fondo de los barrancos). Una hipótesis sugiere que su nombre amazigh significa “lugar que sostiene”. Y que los antiguos canarios veían en este roque el axis mundi, el eje del mundo presente en muchas culturas, la columna que sostiene el cielo. La cuenca de Bentayga se abre como un inmenso ombligo con esa columna en el centro y la idea suena convincente.
En cualquier caso, no cabe duda de la importancia simbólica que le dieron los canarios: en el Bentayga y en otros roques menores de la misma sierra abundan los templos rupestres, las cuevas de enterramiento, incluso un delicado observatorio astronómico tallado en la piedra.
Daniel me sube por un sendero pedregoso entre tabaibas, esos arbustos que se abren como paraguas, hasta que nos topamos de frente con una modesta muralla de rocas negras apiladas: son los restos de las fortificaciones que levantaban los canarios y que probablemente reutilizaron ante la invasión castellana. Una repisa artificial, reforzada con muretes, rodea el perímetro del roque de Bentayga. Tiene toda la pinta de un camino de ronda, desde el que vigilaban la cuenca entera.
—El Roque Bentayga fue uno de los penúltimos núcleos de resistencia —dice Daniel. Según las crónicas, las tropas castellanas lo asediaron para intentar rendirlos por hambre, “pero ellos tenían proveimiento para muchos meses”. Cuando subieron a reducirlos por la fuerza, “se defendieron con valor (…) arrojando grandes piedras por los riscos abajo. Aquí mataron los canarios a muchos soldados e hirieron a tantos”.
En 1483, a los pies de la fortaleza aborigen de Ajodar, las tropas castellanas sufrieron la peor derrota de los cinco años que duró la conquista de Gran Canaria. Los canarios atrajeron a las alturas al ejército invasor y le soltaron un alud de piedras que habían acumulado en las laderas más verticales: allí murieron sepultados doscientos o trescientos ballesteros vizcaínos, cuyos huesos y armaduras siguen buscando por la isla. El arqueólogo Cuenca sitúa esa batalla en la Mesa del Junquillo, una montaña prominente en el oeste de esta cuenca de Tejeda, pero Daniel parece dispuesto a repetir la escena aquí, en el Roque Bentayga: me espera en lo alto de la muralla y me amenaza, otra vez el nativo canario contra el vasco invasor, alzando una roca invisible sobre su cabeza.
Por suerte, Daniel se distrae enseguida. Ve tesoros por todas partes. Entre las rocas distingue unos fragmentos minúsculos de cerámica roja, coloreada con almagre por los aborígenes. Un poco más adelante me enseña una pared con petroglifos: son cuatro signos de un alfabeto líbico-amazigh, formados por cruces, rectángulos, círculos y rayas, junto a otras incisiones que forman estrellas. Quedan muy cerca del almogarén de Bentayga, santuario, observatorio solar: es una pequeña plataforma tallada en el roque, al pie de una roca vertical de cinco metros de alto, a la que le abrieron una muesca en forma de uve. En los equinoccios, el primer rayo del amanecer atraviesa esa muesca y cae sobre un círculo excavado en el centro del almogarén.
El roque Bentayga era, desde luego, un reloj del mundo.
Señalaba los ritmos a los cientos de personas que vivían encaramados en esta montaña. La cara sur del roque aparece perforada por más de cien cuevas que fueron habitaciones, templos, silos, establos, reutilizados hasta nuestros días. Daniel avanza como una cabra por los bordes del roque, en el filo del precipicio, y me va señalando semicuevas que se quedaron boquiabiertas allá arriba en mitad de un paredón vertical, aisladas tras algún derrumbe, inalcanzables ahora. Trepa por pequeñas chimeneas rocosas, sus pies no dudan, recuerdan cada amontonamiento de rocas colocadas ahí para apoyar el paso y subir a la entrada de cualquier covacha.
Daniel ve lo grande y lo pequeño, entiende la importancia de lo enorme y lo minúsculo. Interpreta el movimiento de los astros y la grieta en una covacha que alguien talló a mano, sin metales, hace quinientos, ochocientos, mil quinientos años: en el techo de esta gruta me señala unas manchas blancuzcas minúsculas, en las que yo jamás habría reparado.
—Es argamasa —me explica—. Los aborígenes mezclaban semillas, cenizas, agua, y con esa pasta iban sellando las grietas de la cueva para que no se filtrara ninguna humedad ni entraran los gorgojos. Así conservaban el trigo o la cebada durante mucho tiempo.
Señala, en la argamasa, una zona levemente ahuecada de unos dos centímetros: se distingue una huella digital.
—La marca de la persona que selló esta cueva.
Daniel la mira en silencio. Aquí, en esta covacha al borde del abismo, percibe la mano que construyó el mundo de los canarios.
Ander Izagirre
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He disfrutado mucho no sólo de toda la información contenida en el artículo sino sobretodo de la forma narrativa clara y comprensible del autor, que tiene gran habilidad para contar la historia, al punto de transportarte dentro de ella como si fueras uno de sus integrantes, con sus vivencias y creencias para hacerte apreciar un mundo lejano pero presente en la memoria; hasta hacerte empatizar con la difícil vida de esos pueblos . Muchas gracias por compartir esta experiencia con los lectores.