La conciencia medioambiental es una virtud que surgió hace relativamente poco tiempo. A pesar de que en tiempos pretéritos ha habido sociedades que han mostrado respeto por algunos rasgos de la naturaleza, nunca ha existido una idea de conjunto, en la que cada una de las decisiones del ser humano pudiera originar eventuales cataclismos medioambientales.
Por contrapartida, ahora la conciencia medioambiental es tan acentuada que incluso medimos lo que se contamina cada vez que vemos un vídeo online en Netflix o YouTube (todos los vídeos online que se ven en el mundo tienen una huella de CO2 debido a la energía que se requiere): es más que todo el CO2 que emite Bélgica.
Por esa razón, podemos afirmar que un humano de la Edad de Hierro contaminaba más que un humano contemporáneo, tal y como sostiene el paleoclimatólogo William Ruddiman. Si ahora el problema medioambiental es más acuciante que antes, no se debe a que contaminemos más, sino a que somos muchísimas más personas contaminando menos.
La idea de que el mundo puede irse al garete si no evaluamos nuestros actos, uno a uno, pues, no solo es reciente, sino que en muchas ocasiones ha tenido que ser inoculada a la fuerza, como la vacuna que el niño no quiere recibir entre lloros y súplicas.
De gatos bailarines y otros efectos
La enfermedad de Minamata fue un síndrome neurológico grave causado por el envenenamiento por mercurio que tuvo lugar en Minamata, la región japonesa que le dio nombre, y en Niigata, en la década de 1950. Una gran compañía dedicada a la producción de fertilizantes, Chisso, estaba detrás de aquel envenenamiento masivo.
Lo que había hecho Chisso, entonces conocida como Nippon Nitrogen Fertilizer Corporation, fue arrojar seiscientas toneladas de mercurio a una bahía poco profunda. En primer lugar, se dañó el entorno natural, pero no tardaron en quedar contaminados también el marisco y el pescado. El más inquietante efecto llegó un poco más tarde, cuando los habitantes de un pequeño pueblo de pescadores, al sur de la isla japonesa de Kyushu, descubrieron sorprendidos cómo había cada vez más gatos que desarrollaban temblores y movimientos descoordinados después de husmear en los lugares donde se descargaba pescado.
Kyushu es la tercera isla más grande de Japón, ubicada al sur del archipiélago. Es considerada la cuna de la civilización japonesa. El terreno de la isla es montañoso y cuenta con el volcán activo más grande de Japón, el monte Aso, que tiene una altitud de 1.592 metros. La industria pesada se encuentra en el norte alrededor de Kitakyushu y Oita. Estas industrias están compuestas principalmente de plantas que procesan químicos y metales. Minamata, de la Prefectura de Kumamoto, era una pequeña ciudad del sur de la isla de Kyushu. Cerca de aquí queda Nagasaki, que no hacía ni una década había sido víctima de una bomba nuclear lanzada por el ejército estadounidense en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial, la llamada Fat Man, que era incluso más potente que la lanzada en Hiroshima. Todavía recuperándose de aquella pesadilla, nadie podía imaginar que aquellas industrias estuvieran detrás del comportamiento anómalo de los gatos.
Progresivamente, además, aquella especie de conjuro demoníaco contra los felinos de la isla no tardó en trasladarse también a los seres humanos, que también consumían ese pescado contaminado. Las primeras sospechas de que Chisso estaba detrás de esta contaminación propició a que la compañía, en diciembre de 1959, firmara un acuerdo con los pescadores e instalara una depuradora. También compensó económicamente a los primeros enfermos, pero siempre advirtiendo que lo hacían por simpatía a los ciudadanos, no porque verdaderamente se sintieran responsables (además, la compensación llevaba aparejada una cláusula en la que se prohibía a las familias realizar cualquier otra reclamación en el futuro). En una escenificación que rozaba lo grotesco, el presidente de Chisso organizó un acto público en el que bebió un vaso del agua depurada delante de los pescadores y la administración para demostrar que ya no había riesgo.
Sin embargo, el riesgo persistía.
Todo conectado con todo
Las medidas de Chisso fueron más cosméticas que efectivas. Los casos continuaron produciéndose, a la vez que los científicos seguían estudiando los efectos del mercurio en la salud del ecosistema. La contaminación incluso había llegado a los bebés que pronto nacerían, como explica Florentino Rodao en La soledad del país vulnerable: «los cordones umbilicales fueron el cauce para que el mineral pasara a las placentas y provocara, sobre todo, alteraciones neuronales en los fetos, que tuvieron como consecuencia el nacimiento de niños con manos engarfiadas y bocas babeantes, entre otros síntomas»
La justicia no sentenció que Chisso era el único responsable de todo aquel desastre hasta el año 1975. Justo después de que la exhaustiva investigación científica probara cómo había tenido lugar la contaminación, paso a paso.
Aquel tóxico metal había alcanzado la cadena trófica a través de las algas, que sirvieron de pasarela para acceder a los peces, y de estos, finalmente, alcanzó a gatos y humanos, originando la muerte de 1.784 personas en la isla de Kyushu, con casi diez mil afectados, y otras 690 víctimas en Niigata. Se constataba así que todo estaba conectado con todo, como en una larga hilera de fichas del Dominó, y que uno no puede destruir el medio ambiente sin destruirse a sí mismo. El aire, el agua, las plantas, los animales, todos acaban por formar parte de nuestros cuerpos, como reflejó poéticamente Lewis Dartnell en Orígenes:
El agua de nuestro cuerpo fluyó una vez Nilo abajo, cayó como lluvia monzónica sobre India y se arremolinó alrededor del Pacífico; el carbono presente en las moléculas orgánicas de nuestras células fue extraído de la atmósfera por las plantas que comemos; la sal de nuestro sudor y nuestras lágrimas, el calcio de nuestros huesos y el hierro en nuestra sangre surgieron por erosión de las rocas de la corteza terrestre…
La asunción de esta idea holística fue poderosamente incentivada por «las muertes, las fotos impactantes, el recuento de los hechos y las manifestaciones de pescadores entonando «canciones de muertos» y proclamando abiertamente su «rencor»», como escribe Rodao. Dentro de lo terrible de aquellos hechos, pues, al menos el caso sirvió para que la sociedad nipona se sensibilizara ante las consecuencias de no respetar el medio ambiente, porque nosotros también vivimos en él y formamos parte de él.
A estos hechos se le sumaron dos siniestros más que avivaron la llama de la indignación: el asma de Yokkaichi (las chimeneas de 13 empresas del complejo petroquímico de la ciudad de Yokkaichi produjo asma bronquial, bronquitis asmática, bronquitis crónica, enfisema pulmonar y otras afecciones respiratorias) y la enfermedad itai-itai («itai-itai» significa «¡ay, ay!»; se puso ese nombre a la enfermedad por los gritos de dolor que emitían los afectados de la cuenca del río Jinzū, donde se manifestaría por primera vez una intoxicación masiva por cadmio en campesinos productores de arroz debido a la explotaciones mineras de la prefectura de Toyama).
La primera reacción legislativa tuvo lugar en 1969, con la Ley Básica para el control de la Contaminación ambiental. En 1971, finalmente, nacería la Agencia del Medio Ambiente. Ahora, gracias en parte a aquel hecho luctuoso, Japón apenas produce el 4 por ciento de las emisiones globales de CO2, frente al 20 por ciento de China o Estados Unidos, y el consumo de energía de sus fábricas se ha mantenido estable aunque en los últimos treinta años el producto nacional bruto del país se haya multiplicado por dos.
La catástrofe propiciada por Chiiso fue tan impactante que cambió el paradigma cultural de Japón en relación al medio ambiente y, tras un pequeño salto metonímico, ahora el síndrome neurológico grave y permanente causado por un envenenamiento por mercurio se denomina así Enfermedad de Minamata. La señal que nos aleccionó a todos sobre nuestro impacto en el lugar en el que vivimos.
Sergio Parra