El arqueólogo que persigue a los santos fugitivos por la ribera del Sil

Escrito por

17.05.2021

|

31min. de lectura

El arqueólogo Xurxo Ayán deja que los ancianos y las ancianas de la Tierra de Lemos decidan en asamblea dónde se harán las siguientes excavaciones. Las misteriosas fugas de los santos, las leyendas de seres fantásticos y las viejas canciones dan pistas: siguiéndolas, Ayán y sus colegas han descubierto los orígenes del paisaje de monasterios y viñedos en las riberas del Miño y el Sil, los poblados prehistóricos, las ermitas medievales y las terrazas agrícolas de esto que algunos venden como Ribeira Sacra.

ribera del sil
Xurxo Ayán descubrió los restos de un templo medieval en las terrazas vinícolas del Sil. Por Ander Izagirre.

San Lorenzo se escapa de la iglesia, sube al monte y allí se queda, entre rocas y matorrales, enfadado porque los vecinos no pagan el tributo para su culto. Los vecinos organizan entonces una procesión. Salen a buscar al santo sin demasiado apuro, porque conocen perfectamente el rincón donde suele refugiarse, y salen con mucha benevolencia, porque saben que monta estos pequeños dramas para llamar la atención y pedir un poco de cariño. Suben a buscarlo y le van cantando una letanía: “San Lourenzo, ven a nós! O ferrado das fabas pagámolo nos!”. 

Vuelve, san Lorenzo, que ya hemos pagado las fabas, las alubias, la contribución para sostener tu culto.

San Lorenzo es un poco inseguro y picajoso, pero buen tipo. Los vecinos de esta aldea de Cereixa, municipio de A Pobra do Brollón, provincia de Lugo, lo tienen arrinconado en un extremo del retablo, relegado por los santos y las vírgenes que trajeron los obispos, santos con más caché como san Pedro, guardián del cielo, vírgenes como la del Rosario, que dio la victoria a los cristianos contra los turcos en Lepanto, mientras que él, pobre san Lorenzo, santiño de aldea, murió achicharrado en una parrilla por orden del emperador romano. Este san Lorenzo, una talla de madera policromada de hace cuatrocientos años, mide poco más de un metro de alto. Tiene cara de niño, con el pelo rizado, los mofletes sonrosados y la punta de la nariz rojiza, como si hubiera echado unos tragos de vino a escondidas en las bodegas de la ribera del Sil. Viste una casulla roja con detalles dorados, en la mano izquierda sostiene una palma (símbolo de su martirio) y con la derecha levanta algún objeto que desapareció (probablemente la parrilla en la que lo asaron). Es buen tipo, decíamos: hace llover cuando lo sacan de procesión en tiempos de sequía.

Esto resulta muy curioso, dice el nativo Xurxo Ayán, porque san Lorenzo es una figura asociada al fuego de la parrilla pero lo invocan para traer agua. Aquí hay un juego antiguo entre elementos opuestos. Una creencia relacionada con los genios tutelares, aquellos espíritus que protegían el territorio en tiempos romanos, luego sustituidos por los santos cristianos. Los campesinos de Cereixa guardan en su iglesia un buen arsenal defensivo: san Sebastián contra las pestes, santa Bárbara contra tormentas y pedriscos, san Blas contra los males de garganta y otros achaques invernales, san Antón para proteger el ganado…y nuestro san Lorenzo contra la sequía.

San Lorenzo, el santo que huye de la iglesia al castro. Por Ander Izagirre.

El nativo Xurxo Ayán es arqueólogo. Un arqueólogo muy peculiar. Se dedica a perseguir a los santos que huyen de la iglesia al monte, pero no para capturarlos y devolverlos a sus retablos, sino para descubrir qué tienen de especial esos sitios a los que huyen una y otra vez, con tanto empeño, en estos parajes de Galicia.

Combina la prospección geofísica con las leyendas, el mito con la ciencia. Dice que practica la arqueología comunitaria, la arqueología rural, la arqueología poética. Y la arquelogía de urgencia, porque se le van muriendo los ancianos y las ancianas que lo guían en sus excavaciones. Esta comarca gallega mantenía una continuidad cultural de mil años que se quebró en la década de 1960 con las máquinas, los pantanos y la emigración, y ahora se van muriendo los últimos viejillos y las últimas viejillas que relatan las historias antiguas, las fugas de los santos, los tesoros subterráneos de los mouros, la memoria del paisaje. 

Ayán intuyó que si un santo se fuga siempre a la cumbre de una colina, allí arriba debe de haber algo importante. Subió con sus colegas, pasó varias campañas excavando el terreno y logró descubrimientos extraordinarios. 

El pueblo subterráneo de los moros

Castro de la Edad de Hierro en Arxeriz, asomado al río Miño. Por Ander Izagirre.

El primer descubrimiento lo hizo a los 11 años. Se fue en bici con su padre Xulio, profesor de Literatura, a visitar precisamente esa colina en las afueras de Cereixa. Su padre sabía, con información científica, que aquella loma con fosos y parapetos había sido un castro de la Edad de Hierro. Su madre Eloína sabía, con información mítica, que allí seguían viviendo bajo tierra los mouros, los habitantes primitivos de Galicia. Su bisabuela contaba la historia de la niña Mariquiña, que subió a la colina con el ganado y se encontró con una mora hermosa que atendía un tenderete lleno de objetos de oro. La mora le pidió que no se lo contara a nadie. Pero Mariquiña le contó el chisme a una amiga y desapareció. Cuando su familia, angustiada, subió a buscar a Mariquiña y la llamaba a gritos, oyeron una voz que salía desde lo más profundo de la tierra:

—¡Ni qué Mariquiña, ni qué Maricuela, por ser lengoreta está en la cazuela!

La voz salía del Burato dos Mouros, que es el agujero de los moros o una galería minera prehistórica al pie del castro: dos relatos de una misma verdad.

El bisabuelo de Ayán regresaba una vez de la feria de Monforte con un hombre que de pronto, al llegar al castro, desapareció. Era un mouro. Se había escabullido por alguna de las entradas secretas a su pueblo subterráneo. Los cristianos de Cereixa veían a veces las sábanas de seda que las moras tendían al sol, después de lavarlas en el río, pero si se acercaban a ellas, desaparecían. Y los pocos que se atrevían a buscar los tesoros de los moros encontraban pruebas de su existencia: desenterraban fragmentos de vasijas, monedas, piedras labradas.

En aquella primera visita a los 11 años, Ayán descubrió una piedra con un hueco rectangular, cincelado posiblemente para sostener alguna columna de madera, y se lo llevó en la parrilla de su bici Orbea. 

—Fue un atentado al patrimonio cultural —dice ahora, entre risas. Se lo llevó a la cabaña de bambú y paja que había construido para imitar a los celtas, en la que solía montar guardia con una lanza y una tapa de olla a modo de escudo.

En aquellos tiempos, Ayán era monaguillo en la iglesia de San Pedro de Cereixa. El cura don Antonino (“un facha muy culto que los domingos iba por los prados con una pistola para llevarse a la gente a misa”) le contó que la imagen de san Lorenzo venía de una capilla que antaño existió en el castro. Y que los paisanos solían llevarlo en procesión hasta allá arriba para pedirle lluvia. Las huidas del santo insistían en la misma dirección. 

También a Ayán le entró la fiebre por excavar el terreno, según la tradición de sus paisanos curiosos, buscatesoros y zahoríes, pero recurriendo a lo que él llama “una magia nueva”: la ciencia arqueológica, con sus teledetecciones, sus gradiómetros y su carbono catorce. A partir de 2016 dirigió una de las campañas más emotivas para él: la excavación del castro de San Lorenzo, a cuatro pasos de su casa natal, en busca de los orígenes milenarios de su propia comunidad.

La memoria es una vacuna

Una bala de la batalla de Repil, donde los guardias civiles mataron a tres guerrilleros antifranquistas en 1949. Por Ander Izagirre.

Visitamos el castro en la primavera de 2021, en una época de despoblación y pandemia que a Ayán le recuerda el ambiente apocalíptico del año mil, cuando todas las señales anunciaban el fin del mundo. El coronavirus ha dejado muertos y enfermos, nos ha encerrado en las casas y los pueblos, ha interrumpido la vida cotidiana. Un vendaval derribó un alcornoque centenario sobre las tumbas de los ancestros. Se suspendió la romería. Por la escasez de feligreses y el miedo al virus, ya no hay misas dominicales en la iglesia de Cereixa: una ruptura insólita en una continuidad de siglos.

—Pero la memoria es una vacuna —dice Ayán—. Esta pequeña comunidad rural ha sobrevivido a siglos de guerras, explotaciones y pestes, la prueba está ahí arriba, en el castro. Por eso es tan importante. Porque el pasado sirve para construir el futuro.

Xurxo Ayán es un hombre de 45 años, cara redonda, ojos inquietos detrás de las gafas, melena de oleaje empezando a blanquear, que pasea por su propio pueblo con el asombro divertido de quien acaba de aterrizar en Marte. Se ríe a menudo. Sigue siendo el chavalote del Xulio y la Eloína que saluda a los vecinos mientras caminamos hacia el castro, aquel monaguillo espabilado que salió a estudiar, volvió arqueólogo y se ganó el aprecio de todos con su trabajo comunitario. Él repasa una galería de hombres y mujeres del pueblo, presentes y pasados, cuyas aventuras relata con devoción: el modesto bodeguero que de joven emigró a Venezuela y descubrió con estupor que allí se vendimia todo el año, que luego trabajó en Francia y tuvo que encerrarse en una caja fuerte de su oficina en los Campos Elíseos para que no lo zurraran los piquetes de mayo del 68; el cura que en 1949 acogió a un guerrillero comunista herido a tiros por la Guardia Civil y que como represalia fue destinado al Amazonas; el otro emigrante que volvió de Venezuela copiando la idea del churrasco, montó un restaurante exitoso y consiguió que sus humildes tablas para la carne y las salsas se expusieran junto a pinturas renacentistas en una exposición sobre las relaciones entre Galicia y las Américas…

—Es que no somos ni la Galicia profunda, ni la España vacía ni nada de eso. Somos una pequeña aldea conectada con el resto del planeta.  Aquí muchos paisanos emigraron, hablan tres o cuatro idiomas, volvieron con ideas nuevas, con proyectos, con mucho mundo. Eso dio vigor a la comunidad.

En las afueras del pueblo, subimos por una pista que abrieron para extraer arena de estas colinas en las décadas de 1960 y 1970, durante la construcción de la carretera nacional N-120.

—Estuvieron a punto de destruir el castro. Las excavadoras llegaron hasta la misma base, pero Xerardo, el dueño del terreno, no les dio permiso. No sé si porque no quería molestar a los moros o porque esta colina era el territorio de juegos de su infancia, pero impidió la destrucción. Y a los arqueólogos sí que nos dio permiso. 

Ayán y sus colegas desbrozaron la colina en junio de 2016 y empezaron las excavaciones, ante el escepticismo y la preocupación de buena parte del pueblo.

—Algunos mayores decían que si destruíamos la casa a los mouros, ¿adónde iban a ir? ¿Se vengarían de nosotros? Otros nos decían que en el castro nunca hubo nada, que perdíamos el tiempo. Pero enseguida encontramos las ruinas de una ermita medieval y varias cabañas prerromanas. Ya empezaron a tomarnos en serio. 

En la segunda campaña, en 2017, sacaron a la luz todo un poblado de cabañas rectangulares de la Edad del Hierro, anteriores a los romanos, en las que quedaban huellas de actividad metalúrgica (rastros de combustión, escorias, estructuras de hornos). El último día estalló la revolución. O el milagro. En vísperas de volver a su casa, el arqueólogo portugués Rui Gomes Coelho compró un cirio y lo encendió en la cabecera de las ruinas de la ermita.

—Rui, menudo personaje: un comunista que va por ahí poniendo velas a los santos —dice Xurxo Ayán, entre risas.

—Los santos representan a la comunidad —les explicó el portugués—, y si nos olvidamos de los santos, la comunidad desaparece. En mi pueblo tenemos una ermita alejada, ya casi nadie va, robaron hasta los azulejos. Una mujer se encargaba de las llaves, como habían hecho su madre y su abuela, pero el obispo le obligó a entregarlas a la parroquia. Es una ermita común, sin título de propiedad, pero el pueblo la va dejando perder… Yo vivo en el extranjero. Cada vez que vuelvo, me paso por la ermita y le pongo un cirio a san Román. Es una manera de asegurar que mi pueblo seguirá ahí, que tendré un sitio al que volver.

Xurxo Ayán, arqueólogo tan comunista y tan santero como Rui Gomes, explica el milagro con los ojos muy abiertos:

—Fue un verano muy caluroso en el año más seco de la historia, nos achicharramos vivos toda la campaña. El penúltimo día Rui llevó el cirio a la antigua ermita de San Lorenzo, lo encendió… y al día siguiente llovió por primera vez. 

El agua lavó la tierra recién excavada, reveló nuevos tonos, nuevos contrastes, y uno de los arqueólogos se fijó en lo que parecían marcas de una estructura. Rascó un poco… 

—Eh, chavales, aquí hay dos tumbas.

Encontraron cinco sepulturas cristianas, orientadas de oeste a este, con huesos del siglo X. En las siguientes campañas descubrieron hasta 65 tumbas de personas humildes (enterramientos sencillos y homogéneos, sin ajuares ni armas que indicaran rangos sociales) y así confirmaron que hace mil años unos campesinos medievales construyeron su aldea en esta misma colina de los antepasados metalúrgicos prerromanos.

—Organizamos visitas guiadas y vinieron muchísimos paisanos de Cereixa —cuenta Xurxo Ayán—. Algunos se quedaban mirando a los esqueletos y se echaban a llorar: estaban viendo a sus bisabuelos, aunque tuvieran mil años.

En las sepulturas del siglo X encontraron huellas de rituales todavía paganos, como las ofrendas de dientes de animales, fragmentos de sílex o cuentas de collares, incluso restos de pequeñas hogueras, con las que los vivos quizá iluminaban el camino a los muertos. A partir del siglo XII, la Iglesia quiso eliminar las “supersticiones del vulgo” y regló las ceremonias fúnebres: a partir de entonces los esqueletos yacen con los brazos cruzados, desaparecen las ofrendas, los vivos ya no conviven con los muertos, porque el cuerpo pasa a considerarse un resto sin valor, un despojo del alma. 

Esos cambios marcan una nueva época: se instauró el feudalismo. Los nobles, obispos y abades de los monasterios dominaron el territorio con el apoyo de la Corona, establecieron sus normas y sometieron a los campesinos. Los habitantes de Cereixa, que hasta entonces se manejaban con autonomía, pasaron a ser vasallos de su señor feudal, el obispo de Lugo. Un documento menciona este pueblo por primera vez en 1221, precisamente cuando el obispo manda construir la iglesia de San Pedro de Cereixa abajo en el valle.

Casi nada, la decisión: un nuevo emplazamiento para el pueblo (junto al río, abandonando el castro), un nuevo templo (para sustituir la ermita, demasiado impregnada de rituales paganos) y una nueva advocación (san Pedro, primer obispo de Roma, como seña de quién manda ahora aquí, en sustitución de las advocaciones más tempranas y populares, como las de san Blas o nuestro amigo san Lorenzo).

El obispo, señor feudal, mandaba en Cereixa. Pero los campesinos nunca olvidaron sus orígenes castreños. Dos siglos más tarde, cuando el cementerio ya estaba en el fondo del valle, un hombre de cierta posición social ordenó que lo enterraran arriba, en la antigua necrópolis del castro, en una tierra por la que sentía devoción. Lo sabemos porque Ayán y sus colegas encontraron un esqueleto del siglo XV, el famoso Atilano, que ocupó portadas en Galicia como una estrella de fútbol, y que tenía a su lado un pasador de hierro para sujetar un cinto, una olla de cerámica con restos orgánicos y fibras de plantas aromáticas quemadas. 

Atilano se empeñó en que lo enterraran en el castro, el humilde san Lorenzo se escapaba de la nueva iglesia para subir al castro, los vecinos caminaban en procesión hasta el castro para pedir lluvias. 

Así que en 2016 los arqueólogos decidieron retomar la costumbre interrumpida hacía más de un siglo: propusieron subir a san Lorenzo en procesión. El cura dio permiso. La restauradora Marién González dejó la escultura del santo resplandeciente. Y el 10 de agosto, día de san Lorenzo, los vecinos adornaron la iglesia con flores, extendieron la alfombra roja en el templo, celebraron misa, bajaron al santo del retablo, lo colocaron sobre las andas y lo transportaron a relevos por el pueblo.

San Lourenzo, ven a nós! O ferrado das fabas pagámolo nós.

Cuando pasaron por el río de Cereixa, Ayán y otros dos arqueólogos bajaron el santo al agua para mojarle los pies y pedirle lluvias.

Lo subieron al castro y lo colocaron en las ruinas de la ermita, en la cabecera donde antaño estaría el altar. Mientras celebraban la romería, docenas de personas se sacaron fotos con san Lorenzo. Hacía mucho que el pueblo no compartía una celebración tan alegre, orgullosa y multitudinaria.

La ribeira sacra, más o menos

canyon seen from above with a ship sailing leaving a wake in its wake in the canyon of the river Sil in the Ribeira Sacra, Lugo, Galicia Spain
Por Javier

En la aldea de Vilachá, cerca de Cereixa, tienen otro santo fugitivo: san Marcos huye de la iglesia y aparece en medio de un robledal, en el paraje de la Capela, donde antaño hubo una capilla cristiana encima de un enterramiento megalítico, donde las leyendas sitúan a los mouros y al aláparo.

El aláparo es un ser gigantesco, un humanoide con un ojo en la garganta y otro en la frente, que suele raptar y violar a las muchachas.

—A la abuela de la Matilde se lo llevó un hombre que andaba por el monte con una pierna sola. Venía de O Eivedo, era el aláparo —le contó Benigno González, de 99 años, a Xurxo Ayán.

—El aláparo secuestró a una mujer de mi familia, una bisabuela o tatarabuela, no sé bien, se la llevó a vivir ahí abajo, a la ribera del Sil, y le hizo un hijo —le contó Magdalena Defente, de 78 años—. La mujer se escapó con el hijo y se fue a la casa donde vivo yo. Su hijo se parecía al aláparo. Una vez iba subido al cuello de su abuelo y le dijo: “Qué cuello más bueno tienes para hacer callos”. Los hombres salieron a perseguir al aláparo, lo mataron con unas horquillas y lo enterraron allí, junto a ese roble grande que hay en A Capela. 

Antaño los vecinos de Vilachá traían a san Marcos en procesión hasta este robledal sagrado en el que enterraron al aláparo, para que los protegiera del monstruo.

Y un poco más al sur del robledal, donde las laderas se desploman hacia el río Sil, los vecinos hablaban de un paraje llamado Os Conventos: allí abajo hubo unos frailes, allí construyeron una cárcel en la que encerraban a los campesinos que no pagaban la renta, allí la Inquisición los aserraba vivos.

—No buscamos solo fósiles —dice Ayán, arqueólogo rural, arqueólogo indígena, arqueólogo poeta—, escuchamos también los cantos de las vecinas.

Los cantos y los cuentos dirigieron a los arqueólogos a esta ladera que cae inmensa y vertiginosa sobre el cañón del Sil, un territorio casi vertical en el que los campesinos cavaron terrazas para cultivar vides, levantaron muros de piedra seca para contener el terreno, abrieron caminos en zigzag, construyeron casetas, labraron un minucioso paisaje milenario.

Ribeira Sacra
Viñedos sobre el río Sil. Por Noradoa

Allá abajo, allá al fondo, Ayán señala unas vides en la misma orilla del Sil.

—Algunos vendimian en barca desde el río. 

En otras riberas del Sil y del Miño se han extendido los viñedos de las grandes bodegas, la explotación industrial, pero en esta ladera resiste el minifundio.

—Fíjate en todos esos muretes y esos caminos, son obras familiares, son los viñedos de las familias del pueblo que producen para consumo propio y poco más. Aquí trabajan cuatro viejos de una manera muy artesana. Toda la mecanización que verás son las furgonetas C-15 con un remolque para la vendimia. Esta es su vida. Les apasiona. Uno de ellos, Jesús Vila, me contó que el vino no le hace daño porque lo conoce desde que nace, porque habla con las cepas y les canta. Este es el último reducto de una cultura muy antigua.

Esta es la ribera de Val do Frade: el valle del fraile.

Y estas son las cosas de la arqueología comunitaria: los vecinos decidieron en una asamblea que los arqueólogos debían excavar en el paraje de Os Conventos, en el Val do Frade, descartando otros castros, otros enterramientos megalíticos, otros posibles yacimientos de la zona. Lo tenían muy claro.

—No me quiero morir sin ver lo que hay allí debajo —dijo uno de ellos.

No lo decidió el ministerio, ni la Xunta de Galicia, ni una universidad: lo decidieron los vecinos.

A partir de 2019, Xurxo Ayán y sus colegas trabajaron en este balcón sobre el Sil, entre paisanos que caminaban sulfatando las viñas y al menor despiste los fumigaban a ellos también. Sacaron a la luz varios cubículos de piedra seca, unas sepulturas antropomorfas excavadas en la roca y una lápida con una inscripción funeraria en latín. También los restos de un gran edificio rectangular, orientado de oeste a este, con un muro semicircular en la cabecera: una iglesia medieval.

El último día…

—Eso es ley —dice Ayán—, el último día siempre aparece la sorpresa.

…el último día, un arqueólogo terminó de limpiar un pequeño rincón cubierto de tierra en la base de un muro. 

—¡Joder, aquí hay un fulano!

Apareció una calavera, en una sepultura excavada en la roca y parcialmente tapada por la construcción posterior de los muros del edificio. 

Con la superposición de los elementos y las dataciones de huesos, cerámicas y monedas, los arqueólogos reconstruyeron la historia. En el siglo X una pequeña comunidad de ermitaños construyó aquí su refugio: sepulturas talladas en la roca, cubículos de piedra seca a modo de habitaciones, terrazas en esta ladera soleada del Sil. Los campesinos de hace mil años cultivaban aquí sus vides. Estamos en el origen de la Ribeira Sacra, el paisaje de monasterios y viñedos que se extiende entre el Sil y el Miño, ahora candidato a que lo declaren Patrimonio de la Humanidad de la Unesco.

San Esteban de Ribas de Sil monastery, Ribeira Sacra, Ourense, G
Monasterio de San Esteban de Ribas de Sil. Por avarand

A Ayán le apasiona aquel siglo X, mucho más fresco, variado y sorprendente de lo que nos deja pensar el mito de la edad oscura. Describe una sociedad de campesinos libres que gestionaban sus pastos, bosques y cultivos de manera equilibrada, asegurando el sustento sin agotarlo para el futuro. Bajo un barniz cristiano, mantenían fuertes creencias paganas. Por aquí andaban también los herejes priscilianistas, que rechazaban las riquezas de la Iglesia, apostaban por unirse a los pobres, condenaban la esclavitud, formaban monasterios de hombres y mujeres en igualdad de condiciones y bailaban en las liturgias. Ayán explica que en esa época había más mujeres en el poder que en los siglos posteriores, aristócratas cultas como Ilduara de Eriz, que administraban territorios, impartían justicia, fundaban monasterios. 

—Luego llegó la colonización cisterciense, en el siglo XII, y acabó con todo eso.

La Orden del Císter se extendió desde Francia por toda Europa con el apoyo de las monarquías, fundando cientos de monasterios, extendiendo la ortodoxia católica y desarrollando la agricultura, la industria y el comercio. En el siglo XII, el rey leonés Alfonso VII, emperador de todas las Hispanias, donó este pequeño enclave eremítico del Sil al monasterio cisterciense de Valderramo.

—Los cistercienses colonizaron esta ribera —explica Ayán—. Reconvirtieron el pequeño convento del siglo X en una granja vinícola y la pusieron al mando de un fraile, que dio nombre al Val do Frade. Llegó el feudalismo: los campesinos libres pasaron a ser vasallos, debían trabajar para los monjes, roturar el monte, abrir caminos, cavar terrazas, construir molinos, plantar vides. Y pagarles rentas en dinero o en especie. En empanadas de anguila para el monasterio, por ejemplo, como dice un documento medieval. Los monjes cistercienses concentraron la producción del vino, la industrializaron y la orientaron al mercado. Los campesinos quedaron sometidos por ese primer capitalismo.

Este famoso paisaje de la Ribeira Sacra nació por una explotación feudal que aún está viva en la memoria del pueblo, en la pequeña toponimia, en las leyendas de los monjes gobernantes, los campesinos sometidos, encarcelados, torturados.

—A las instituciones que promueven la marca de la Ribeira Sacra no les interesa nada de todo esto. Ya tienen su propio relato, nunca escuchan a los vecinos —dice Ayán.

Los escritores decimonónicos y los excursionistas románticos se adentraron en estos valles con una mirada como la de Tintín en el Congo: guiados por simpáticos nativos —figuras exóticas sin nombre ni voz—, seducidos por los paisajes pintorescos y las aldeas ancestrales, dispuestos a deslumbrar a sus lectores con mitos eruditos sin ningún fundamento. 

—Se inventaron la historia de que los romanos cultivaron estas terrazas y que mandaban el vino de Amandi a los césares en ánforas de Gundivós. No hay ninguna prueba, ni un documento, ni un hallazgo arqueológico, nada. Tampoco tiene sentido: los romanos extrajeron oro de las arenas del Sil, pero para qué se iban a tomar el trabajo bestial de aterrazar este cañón para plantar vides, si tenían todos los valles amplios y soleados que quisieran. Da igual, se vendió el relato de que este paisaje lo modelaron los romanos y lo completaron los monjes del siglo XII con las iglesias románicas, de que esto es una obra del imperio romano y de la cristianización. Se ignoran otras capas de la historia más conflictivas, los paisanos que fueron expoliados y sometidos, la persecución de otras creencias, la colonización del territorio… No leerás nada de eso en los paneles de información turística.

El propio término Ribeira Sacra es una falsificación. Viene de Rovoyra Sacrata, un topónimo medieval que en realidad significa robledal sagrado: tiene relación con las creencias paganas, con la adoración de bosques, rocas y arroyos, con el mundo antiguo de los castros y los mouros, pero unos frailes del siglo XVIII lo tradujeron como Ribeira Sacra para referirse al territorio de los monasterios entre el Sil y el Miño. Y la malinterpretación prosperó hasta nuestros días.

—Es una marca que funciona de maravilla. Tenemos la denominación de origen del vino de la Ribeira Sacra, la candidatura de la Ribeira Sacra para ser patrimonio de la humanidad, pero la gente de aquí nunca llamó Ribeira Sacra a su tierra. Esto es la Tierra de Lemos.

Xurxo Ayán cree que la declaración de este territorio como patrimonio de la humanidad contribuirá a momificarlo. Las instituciones turísticas lo venden ya como un mero escenario, con sus miradores para hacerse fotos, sus navegaciones en catamarán, sus rutas de bodegas y museos diseñados de arriba abajo sin escuchar las historias de los vecinos, sin su participación, sin su interpretación del paisaje.

—Aquí los paisanos no pintan nada. Son los figurantes de un parque temático, son esos personajes con boina que saludan desde las viñas a los turistas que navegan por el río haciendo fotos. El proyecto turístico es puro esteticismo, sin ningún sentido del lugar.

La bodeguera de Vilachá

En las pequeñas bodegas de Vilachá. Por Ander Izagirre.

Algunos paisanos resisten ahora y siempre en Vilachá, en un núcleo de bodegas familiares que parece la aldea de Astérix, o un poblado castreño con sus tejados de pizarra, sus muros de granito rebozados de líquenes, entre callejuelas de tierra y poderosos robles centenarios. 

Xurxo Ayán pasea entre las bodegas levantando en el paisaje las historias que le contaron treinta ancianos y ancianas durante las entrevistas para la serie Adegas da Memoria (“bodegas de la memoria”), en las que resucitaron los mouros, el aláparo, los frailes medievales y hasta un alcalde socialista que desapareció tras la Guerra Civil.

—Se llamaba Juan Tizón Herreros. Fue alcalde de Monforte de Lemos, organizó una milicia para oponerse al golpe franquista pero la Guardia Civil ocupó la ciudad y él se fugó. Estuvo desaparecido cuatro años. Todo el mundo creía que lo habían fusilado. De pronto apareció en Oporto y nadie sabía por dónde había andado, hasta que nos lo contaron los vecinos. Mira, ahí estuvo —y señala unos muros en ruinas, con el interior ahora a la vista, porque el dueño está reformando la pequeña bodega—. Se pasó dos años escondido, ahí dentro escribió obras de teatro, poemas anticlericales, hasta que las batidas de falangistas se fueron acercando. Los vecinos le ayudaron a cruzar el Sil y un pastor lo guio por los montes hasta Portugal.

La memoria de los vecinos saca a la luz capas oscuras de la historia local, episodios que se siguen contando en susurros, relatos incómodos para los escaparates de las instituciones. Tras recoger los testimonios de los mayores, Ayán y sus colegas decidieron excavar entre las ruinas de una casa en el paraje de Repil. En ella vivían, acogidos por una familia, algunos de los miembros más destacados de la guerrilla gallega antifranquista, hasta que el 20 de abril de 1949 la Guardia Civil los rodeó y los atacó. Los arqueólogos encontraron los restos de armas, municiones y parapetos que les permitieron confirmar sobre el terreno la narración de los ancianos, con las posiciones de los guardias, el asalto con fusiles y ametralladoras, la huida de un guerrillero con la mandíbula destrozada hasta la aldea en la que lo acogió un sacerdote luego exiliado, el asesinato de tres guerrilleros, incluido el remate de un herido con un tiro de gracia…

La arqueología sirve para recuperar episodios recientes, como los de la guerrilla antifranquista gallega, que fueron silenciados durante décadas y que aún hoy los ancianos solo relatan en voz baja y ante gente de confianza.

—Para nosotros es igual de importante un castro de la Edad de Hierro que un eremitorio medieval, el escenario de una guerrilla antifranquista o las historias de los pueblos desaparecidos bajo los pantanos del Miño y el Sil.

A Xurxo Ayán la arqueología le interesa porque muestra la persistencia de una pequeña comunidad rural a través de los siglos, a través de los traumas, a través de los conflictos con el poder institucional. No le interesa la creación de un escaparate para turistas, ni su interpretación edulcorada del paisaje.

—Tampoco nos interesa mucho un museo del vino, un espacio fosilizado, preferimos usar las bodegas de los vecinos para proyectar los capítulos de nuestra serie con toda la gente del pueblo, para dar conferencias, organizar conciertos y fiestas…

Y para beber vino tinto, por supuesto, como el que nos sirve Lolo en la pequeña bodega Couso, junto a unas fiambreras repletas de chorizo, jamón y queso. Lolo se jubiló después de recorrer medio mundo trabajando en todo tipo de oficios, ahora mantiene su viñedo para producir un poco de vino.

—Yo no le vendo la viña a nadie, a mí esto me da la vida. Como a Puri, pregúntaselo a Puri. El día que ella falte, se acabó todo esto.

Puri Díaz Ferreriro en su bodega de Vilachá. Por Ander Izagirre.

Puri Díaz Ferreiro emprendió un camino muy poco transitado, el de una mujer que tomó el mando de una bodega, ignoró los recelos de algunos y ahora lucha para mantener una cultura del vino que lleva más de mil años en Vilachá y parecía encaminada a la extinción. Tiene 46 años, aprendió con hombres treinta o cuarenta años mayores que ella.

—Yo de joven odiaba el vino —cuenta Puri—. Me mandaban a trabajar en la bodega, a vendimiar, a echar siempre una mano en esto o en aquello… Me fui a Monforte a trabajar en la hostelería. Pero siempre quise hacer algo en el pueblo, no quería abandonarlo, y como en mi familia teníamos unas viñas… La bodega es lo más importante para la gente del pueblo. Es su vida.

Aprendió junto a cuatro o cinco veteranos, gente que le transmitió el oficio, el amor a un paisaje de terrazas, caminos, casetas y viñedos que modelaron sus antepasados durante un milenio. Quiso dar un paso más. Cursó unos estudios de vinicultura que la maravillaron, porque entendió los procesos químicos y las transformaciones del vino, instaló unas cubas en la bodega familiar y ahora produce el vino Val do Frade, con el sello de la denominación de origen Ribeira Sacra.

—Ahora puedo trabajar y vivir en el pueblo, cuidar a mis padres. Me gustaría comprar otras viñas para producir un poco más, contratar a alguna persona que me ayude…

Puri pone el alma en la feria anual del vino de Vilachá. La primera edición la organizaron su padre Raimundo Díaz y Pepe Xila, dos de aquellos veteranos que tanto apreciaban la cultura vinícola de Vilachá, en 1992, y que sufrían porque nadie le hacía caso.

—Mi padre decía: “Nadie nos ve, nosotros no existimos”.   

Repartieron octavillas por la comarca, pusieron un anuncio en la radio, montaron casetas en el campo para que cada familia ofreciera su vino y así celebraron la primera feria, con catas, comidas, orquesta, baile. Fue un exitazo. En los años siguientes la celebraron en las bodegas.  

—Ahora es un fiestón impresionante —dice Xurxo—. Te pasas el fin de semana probando los vinos de cada familia, hay pulperías, puestos de comidas, pasacalles, conciertos en las propias bodegas. Y una zona de acampada para dormir la mona, porque imagínatelo…

A Puri le gusta ver el pueblo con tanta vida. Y se acuerda de quienes mantuvieron el empeño cuando ya todo languidecía.

—Cuando hicieron las excavaciones, me alegré tanto por ellos… Por mi padre, por Pepe Xila, por Graciosa Aira, que fue otro puntal de esta comunidad. Esa gente se pasó la vida trabajando las viñas en la ribera, estaban seguros de que en Os Conventos tenía que haber algo, y cuando apareció todo aquello, los muros, las sepulturas, la calavera, se confirmó que tenían razón, que ahí estaba nuestro origen. Somos la gente que lleva mil años haciendo esto. 

Ander Izagirre

Comentarios

Si te gusta escaparte, te gustará nuestra newsletter

Te enviamos recomendaciones personalizadas para que tu próxima escapada sea inolvidable. ¿Te unes?