El hombre que quiso ser buitre leonado
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28.09.2023
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Pasamos dos días con buitres leonados en la sierra de Guara (Huesca) guiados por Manuel Aguilera. Los alimenta y estudia desde hace sesenta años y vaticina que desaparecerán en una década. Nos acercamos a los buitres intimidados y nos despedimos conmovidos.
—Cuando vengo solo me echo a dormir aquí y los buitres se tumban a mi alrededor. Rara vez se comen un cadáver reciente —dice Manuel Aguilera (Manu), buitrólogo.
Manu baja del coche, se coloca un chaleco rojo y camina por Guara hasta el comedero, un peñascal de roca pelada entre arbustos. Le seguimos un grupo de curiosos para ver cómo convoca y alimenta a los buitres leonados y a los quebrantahuesos (quebrantas), dos de las cuatro especies de buitres que habitan la Península, junto con el buitre negro y el alimoche. Vemos cinco buitres, quince, treinta, cincuenta y luego cubren el cielo cien, doscientos. Vemos su vuelo circular, sincronizado, silencioso, y su descenso hasta el calvero inclinado. Es el rompedero donde los quebrantas sueltan miembros de cadáveres para triturarlos a golpes y digerir los tuétanos.
Manu pide silencio y se aleja hacia el grupo manso de buitres empujando una carretilla verde con cien kilos de patas de cabra. Vuelca la carretilla y desparrama las patas por la ladera. Flotan en el aire fresco olores mezclados de cabra y tomillo. Un estruendo de alas de dos metros de envergadura y graznidos desbarata el silencio de la montaña. Manu se coloca unos guantes, se sienta entre ellos un sábado más y con una actitud radiante les habla, les ofrece huevos de gallina, nos explica:
—Covid, deja a Ram. ¿Te has lavado para la foto? —dice. Coge un huevo, lo envuelve entre sus manos y deja una abertura por donde se cuela un pico torcido—. Aquí no pasa nada hasta que se llevan un turista. ¿Veis qué tranquilos están? Les miro las anillas para saber de dónde vienen.
El 90% de la población de buitres leonados (gyps fulvus) vive en la península Ibérica. En su último censo (2018), la ONG SEO/BirdLife consideró la especie a salvo. Estuvo en peligro en 2001, cuando las vacas locas, porque se prohibió tirar reses muertas al campo y los buitres murieron de hambre. Pero Manu vaticina que los buitres leonados desaparecerán en diez años. Censa dos colonias en Guara y registra menos crías cada año. Una colonia de cien parejas incuba veintinueve polluelos; la otra, de noventa parejas, incuba treinta y ocho.
—Y hace dos años incubaban ochenta huevos. Ya veremos los que nacen, los que vuelan y los que llegan a adultos —dice.
Manu saca un boli, anota algo en la libreta y gira su gorra militar gastada apresando la visera con los dedos índice y pulgar. Entonces el sol se refleja en sus gafas negras, brillan su nariz y la barba canosa de unos días y se enciende el pañuelo verde dell cuello, entre los pliegues del polar azul Quechua. Tiene sesenta y nueve años.
Los buitres son torpes en la roca: patean como buzos, se escoran como pingüinos, corcovean y avanzan chepados con la mirada absorta, gallinácea. Tienen aire de detectives envueltos en gabardinas ocres con cuello de pelo blanco. Vemos sus picos duros, grises y curvos. Con ellos perforan la piel, desgarran la carne y descuajan las tripas de los cadáveres fríos. Con ellos rajan un cuerpo, irrumpen en su interior con sus cuellos largos y retráctiles, exploran las vísceras y sacan sus cabezas ensangrentadas. En la zona hay leyendas sobre fieras voraces que raptan bebés en las madrugadas.
—¿Escucháis? Parecen dinosaurios—. Se oye también un sonido tierno, como el estornudo de un bebé. Una chica pregunta si están resfriados—: No, es para limpiarse. Ellos respiran por un agujerito del paladar—. Agarra el pico a un buitre, acerca su cabeza para sí y le tararea una melodía improvisada—. Son como niños, ¿eh? Si lo pilla uno de esos periodistas terribles, buah, peor que dragones.
Dice que los buitres son las aves más sociales, incapaces de matar y que son la únicas rapaces que no alimentan a sus pollos llevando la comida entre sus garras, porque no tienen fuerza prensil, sino que se tragan las vísceras para regurgitarlas sobre la boca de su polluelo. Dice que con esas garras es imposible que los buitres maten a una vaca, a un cordero, a un bebé. Dice que los ganaderos culpan a los buitres para cobrar el seguro.
—Que vayan a contar milongas a otro lado —dice para sí mismo.— Los buitres caminan sobre dos patitas —zanja—. Covid, te estás haciendo el amo, ¿eh? ¿Y Canela? No ha venido, está criando. ¿Y tú? ¿De dónde has salido tú? ¿De Gambia? —sonríe, se arranca un trozo de bota rota y nos señala—: Mira, Ram, allí tienes un montón de botas nuevas para picotear. Bueno, pues estos son los malvados buitres. ¡Los buitres de la bruja!
Manu lanza comida hacia nosotros y los buitres la persiguen, pero hay una línea invisible que no cruzan y detienen su impulso. Nos temen. Luego dice que nos marchemos, mientras él se queda cinco minutos a solas con ellos para deshacer el hechizo que les retiene. Echo un último vistazo y pienso que son animales dignos de lástima. Manu, creyéndose solo, susurra a las aves: “ya se van los bichos”.
Desandamos cien metros por un sendero pedregoso que cruje hasta un hito de piedras. Allí vemos a Manu a lo lejos recostado todavía en el canchal, rodeado de buitres. Estamos en “el Santuario”. Es el territorio sagrado donde Manu y su amigo Pepe Chávarri crearon el comedero en 1979. Entonces se creía que no había buitres en la zona. Sin embargo, ellos vieron cómo un quebranta soltaba un hueso en este rompedero. Luego encontraron un pollito. Los siguientes quince años alimentaron a la colonia semanalmente. Pepe murió, pero Manu les alimentó cada jueves durante veinticinco años más.
El Santuario huele a romero. El romero brota por todo el monte entre aliagas, tremoncillos y pequeños arbustos de los que cuelgan pelvis, fémures, cráneos blancos y agrietados de carnero. Manu entregó a los buitres con cariño el cuerpo de su perro muerto, Marlon. Luego, dice sin asegurar, colgó su cráneo limpio en uno de los arbustos del Santuario.
—Cuando los niños ven huesos colgando les digo que es el árbol de Navidad del quebranta, igual que ellos cuelgan los bombones y se los comen. Qué les vas a decir.
Cinco minutos después oímos el motor remoto de la carretilla eléctrica. Al llegar, Manu señala el montón de piedras donde descansamos. Es un hito en memoria de su amigo muerto en 2003.
—Un hito es una costumbre del Tíbet. Cuando muere un escalador amontonan piedras para recordarlo. No arrancan flores. Y quien lo visita pone una piedra.
Cojo una piedra plana y quebradiza para colocarla en el hito, pero siento apuro, me avergüenza profanar un rincón tan íntimo, y devuelvo la piedra al monte. Levanto la cabeza para recibir la brisa fría de Guara y veo la figura de Manu de pie, mirando hacia los Pirineos. Achina los ojos y sonríe:
—¿Sabéis qué hice de niño para acercarme a los buitres?
El vértigo de los buitres
Guara es un cascarón vacío. Dentro de la montaña reposa un acuífero primigenio que culebrea entre galerías. La montaña se llena de agua de lluvia a través de las dolinas de su superficie. Cuando el acuífero rebosa, brotan los ríos: el Formiga, el Alcanadre, el Calcón, El Ésera. Por una de esas dolinas, La Grallera, se suicidió el labrador Gregorio Santolaria Arilla en 1966. En las comisuras de esa boca oscura Gregorio dejó su carné de identidad, su cartera y una botella de coñac. Los espeleólogos descubrieron el acuífero tratando de recuperar su cuerpo a doscientos ochenta metros.
Guara es un lugar maravilloso para descender barrancos.
—En verano esto se llena de turistas —dice Manu. Bebe un descafeinado y come un bocadillo de tortilla francesa con queso—. Eso es terrible para los buitres porque crían en las paredes de Guara, a doscientos metros de altura. Son cañones muy profundos.
Manu estruja el bocadillo, cruje el pan caliente y se desborda el interior. Entonces pellizca un cachito tierno y se lo come.
—Los buitres leonados jóvenes tienen vértigo. Siempre están al fondo del nido. Les da pánico asomarse. Y los padres dejan de alimentarles para que salten al vacío. Algunos están muy débiles y caen al suelo, en un desfiladero del que no saben salir. Pero eso no es nada.
Manu termina el bocadillo y nos explica que los buitres jóvenes emigran de España a Gambia, ida y vuelta, una vez en la vida. Nadie sabe por qué. Le llama la gran migración.
Dice que los buitres usan corrientes de aire para ganar altura y cruzar el Estrecho, pero que se han levantado aerogeneradores cuyas aspas succionan y guillotinan a los buitres. Dice que los que cruzan el Estrecho se enfrentan a cazadores marroquís, a la sed en el Sáhara y a los furtivos de Gambia. Sorbe el café y dice que su odisea no ha terminado, que los supervivientes deben regresar a España y los que lo consiguen se enfrentan al hambre y al diclofenaco, un antiinflamatorio veterinario tóxico para la fauna silvestre.
—Los buitres desaparecerán en diez años -dice.
Durante las misiones espeleológicas para recuperar el cuerpo de Gregorio Santolalla Ariza seguía vigente la “ley de alimañas” (de 1953 a 1979). La ley de alimañas protegía la fauna de caza. El resto era prescindible. En 1958 se habían aniquilado más de medio millón de jinetas, zorros, cuervos, gatos monteses, lobos, milanos, buitres, alcotanes, águilas, urracas y nutrias. Los furtivos vendían patas de buitre o colas de zorro por una peseta la pieza. El buitre leonado estuvo al límite de la extinción.
Los buitres alcanzan la madurez entre los cinco y ocho años de edad y ponen un huevo al año.Viven unos cuarenta y cinco años, así que ponen unos cuarenta huevos en toda su vida. Se desconoce cuántos sobreviven a la gran migración. En 1989 había 931 parejas de buitres leonados en España. En 2008, 12.166. Y en 2018, el último censo, 9.961.
El interior de una vaca
Manu achina los ojos, sonríe, levanta una pluma de buitre leonado y la observa a contraluz:
—¿Sabéis qué hice de niño para acercarme a los buitres? Algo que no debéis hacer si os apreciáis un poco. Cuando tenía nueve años mi abuelo me enseñó los buitres en el muladar. Me impactaron tanto que a los doce iba solo a verlos, pero no podía acercarme porque se asustaban. En esa época decían que eran alimañas que exterminar. Y yo quería saber por qué. No encontraba nada escrito sobre ellos, solo que eran malos y feos. No se veían como animales que limpian el campo. Entonces fui yo al muladar, donde lanzaban animales muertos, y vi una vaca seca: no quedaba más que la piel y los huesos. Me metí entre sus costillas, coloqué unas ramitas delante para que no me vieran y con un cuadernito de campo pasaba la tarde. Esperé horas dentro de la carcasa. Cuando los buitres bajaron, saqué la mano y los toqué varias veces. Llegué a casa con un olor que no podía disimular y me pegaron cada batán que me doblaron. Así cogí el tifus y las fiebres de Malta. Pero es igual, estuve con el tifus tres o cuatro meses, no había hospital ni historias, en casa casi me muero, y cuando me recuperé lo primero que hice fue coger la bici y ver a mis buitres. Pero aprendí un montón de cosas que se desconocían, como que eran incapaces de agarrar. Ojo con las garras de cualquier otra rapaz porque te perforan las manos, pero estos nada, como gallinas. Yo ponía las manos entre sus patitas y nada. No sé por qué eso no lo escribían en los libros.
El grupo se levanta. Ya no quedan ni buitres ni quebrantas, pero llega un alimoche blanco a recoger las sobras. Antes de subirnos al coche dice que el quebranta es el pájaro de barro porque le gusta bañarse en barro de óxido de hierro. Los quebrantas son blancos, pero se ven anaranjados. Amarra la carretilla verde al remolque del coche y se quita el chaleco rojo.
Saltamos en el interior del coche a causa de las piedras del camino y escucho que Manu no pudo ir a la universidad, pero consiguió un boli, un cuaderno y un cadáver desde el que observar. Ha registrado datos durante seis décadas que ahora aprovechan biólogos en prácticas, documentalistas de National Geographic y los lectores de los cuatro libros que ha coescrito: Pájaro de barro, Silbido de Cierzo, Uña de cristal y Las rapaces ibéricas.
Nos despedimos de Guara después de visitar La Casa de los Buitres, un centro de divulgación levantado por Manu y otros compañeros del Fondo Amigos del Buitre. Vamos a Las Pichillas de Binaced, el primer comedero que Manu y Pepe Chávarri levantaron sobre el muladar de su pueblo. Hoy el antiguo muladar es un campo de melocotoneros. Allí echa carroña a diario a los mismos buitres de Guara. Ellos vuelan 40 km entre los dos comederos. Nosotros circulamos por carretera durante 70 km hasta la estatua de Leonardo.
El buitre que quiso ser persona
Durante el trayecto Manu cuenta que es vegetariano hace veinte años y anarquista como los buitres. Fue hippie y abandonó esa vida porque lo del amor libre estaba bien, pero había unos que lo hacían todo y otros que no hacían nada. También escaló montañas y gritaba en las cumbres, solo y libre “¡mierda!”. Escalaba cuando no trabajaba en el pub, situado debajo de su negocio, Casa Rural Sanz.
—Yo decía que mientras hubiera borrachos comerían los buitres.
En la base de las Pichillas de Binaced, un comedero en lo alto de una loma térrea, hay una escultura de chatarra con forma de buitre leonado sobre un pedestal de piedra. Es una escultura que moldeó Manu en 2003 con los restos del accidente de tráfico en el que murieron sus amigos, los mismos en cuya memoria se levanta un hito de piedras en Guara. Uno tenía 28 años. El otro, 35. Cada vez que viaja, Manu coloca una piedra a los pies de la escultura, bajo la placa: “Alberto Alamar y Pepe Chávarri – Mañana, cuando yo muera, no me vengáis a llorar. Nunca estaré bajo tierra, soy viento de libertad». Al terminar el verso Manu cuenta que le gustaría que los buitres se llevaran su cuerpo cuando muera, como a los guerreros celtíberos, quienes lo consideraban un funeral de honor porque creían, como él, que los buitres eran los ángeles encargados de llevar las almas al cielo. Hay un mosquetón en una de las garras de hierro. La escultura representa a Leonardo.
—En 1983 me llamó un pastor jubilado del Pirineo porque tenía un buitre que acogió desde jovencito, de estos que se caen y no vuelan —arranca Manu—. Lo tenía en su casa y un amigo y yo, Pepe Chávarri, fuimos a buscarlo. Llamé y dije: «Venimos a buscar al buitre». Entonces oí a la señora desde la cocina llamar a gritos a Leonardo. «¡Leonardo, Leonardo!». Unos gritos. Ella abrió la puerta y el tío subió caminando por la escalera, dando saltitos hasta arriba —gesticula con los brazos pegados al cuerpo, ladeando los hombros e imaginando escalones con las manos—. Flipamos. Era como un hijo para ellos. Lo habían criado. Comía con ellos. Creímos que lo devolveríamos a la naturaleza con los demás buitres. Estuvo tres años en Binaced, pero nunca quiso marcharse. Anduvo suelto pero no venía aquí a comer -señala hacia arriba, hacia el comedero-. Comía siempre en mi pequeño campo, se encaramaba a la torre de la iglesia, jugaba con los niños, en fin, lo que nunca haría un buitre. Y bueno, Pepe y yo decidimos atarlo ahí arriba y echarle comida por las noches. Pensamos que si no veía a nadie, se adaptaría a los demás buitres y se marcharía. Se enamoraría de uno y se marcharía. Pero tal fue la historia que una noche dos personas subieron con un rifle y lo mataron a tiros.
Buscaron a los matarifes unos días, Manu y Pepe Chávarri, para pedirles explicaciones, para conocer el motivo, para explicarse el mundo. En casa de Manu sus dos hijas menores han crecido con buitres, les han arrancado plumas inocentemente y nunca las hirieron ni las raptaron ni les mutilaron los dedos de las manos ni tampoco a él ni a sus amigos ni a los turistas que vemos cómo comen. Cuando Manu gritaba “mierda” en las cumbres de escalador decía Pepe Chávarri, decía accidente, decía borrachos, decía ley de alimañas, decía universidad, decía anarquía, decía sociedad, decía por qué, por qué, por qué. Decía Leonardo.
Corre una brisa suave que recoge la fragancia de los melocotones. Binaced produce veinticinco millones de kilos al año, que se encarga de vender la mujer de Manu. Aquí los árboles brotan del mismo suelo donde se extendió el muladar del pueblo en el que Manu encontró de niño un cadáver para observar sin ser visto. Se pone el sol y se recortan en el cielo las siluetas de algunos milanos reales. Dicen que Plinio el Viejo escribió que los humanos aprendimos a navegar por el mar imitando el movimiento de la cola de los milanos que surcan el aire. “Podría ser”, pienso, y veo a Manu soltar el mosquetón de la escultura. Chirría el hierro contra la piedra, lo mira un segundo y explica que lo colocó porque Leonardo podría haberse salvado si no lo hubiera encadenado.
—Localizamos a los que dispararon a Leonardo y les preguntamos por qué lo hicieron.
—¿Y qué dijeron?
—Que porque sí.
Durante el trayecto Manu cuenta que es anarquista como los buitres. Fue hippie y abandonó esa vida porque lo del amor libre estaba bien, pero había unos que lo hacían todo y otros que no hacían nada. Escaló montañas para gritar en las cumbres, solo y libre: “¡mierda!”. Escalaba cuando no trabajaba en el pub, situado debajo de su negocio, Casa Rural Sanz.
—He renunciado a mi familia por los buitres, pero cuando estoy con ellos me siento feliz.
En la base de las Pichillas de Binaced, un comedero vallado en lo alto de una loma, hay una escultura de chatarra. Es un buitre sobre un pedestal de piedra. Manu moldeó la escultura que moldeó en 2003 con los restos del accidente de tráfico en el que murieron sus amigos, los mismos en cuya memoria se levanta un hito en Guara. Uno tenía 28 años. El otro, 35: “Alberto Alamar y Pepe Chávarri – Mañana, cuando yo muera, no me vengáis a llorar. Nunca estaré bajo tierra, soy viento de libertad”.
Dice que le gustaría que los buitres se llevaran su cuerpo cuando muera, como a los celtíberos que creían, como él, que los buitres son ángeles encargados de llevar las almas al cielo. Hay un mosquetón en una de las garras de hierro. La escultura representa a Leonardo.
—En 1983 me llamó un pastor porque tenía un buitre jovencito, de estos que se caen y no vuelan. Fuimos Pepe Chávarri y yo: “Venimos a buscar al buitre”, dije. Entonces oí a la señora desde la cocina: “¡Leonardo, Leonardo!”. Unos gritos. Ella abrió la puerta y el tío subió caminando por la escalera. Flipamos. Era como un hijo para ellos. Lo criaron. Comían juntos. Creímos que volvería a la naturaleza. Anduvo suelto pero comía en mi pequeño campo, se encaramaba a la torre de la iglesia, jugaba con los niños. En fin, lo que nunca haría un buitre. Y bueno, Pepe y yo decidimos atarlo ahí arriba y alimentarle por las noches. Pensamos que así se enamoraría de un buitre y se marcharía. Pero tal fue la historia que una noche dos hombres lo mataron a tiros.
Buscaron a los matarifes para pedirles explicaciones, conocer el motivo, explicarse el mundo.
Una brisa suave arrastra la fragancia de los melocotones. Los árboles brotan del mismo suelo donde se extendió el muladar del pueblo en el que Manu conoció a los buitres. Se pone el sol y se recortan en el cielo las siluetas de algunos milanos reales. Veo a Manu soltar el mosquetón de la escultura. Chirría el hierro contra la piedra, lo mira un segundo y explica que lo colocó porque Leonardo podría haberse salvado si no lo hubiera encadenado. De pronto entiendo por qué Manu gritaba “mierda” en las cumbres.
—Encontramos a los asesinos de Leonardo y les preguntamos por qué lo hicieron.
—¿Y qué dijeron?
— Que porque sí.
Este reportaje se publicó primero en El País Semanal
Javi
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