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«Declaro que la Tierra está vacía y es habitable» es lo que, más o menos, vino a decir John Cleves Symmes, de Ohio, allá por abril de 1818. Y estaba dispuesto a demostrarlo a todo el mundo.
Para llevar a cabo su plan, estaba dispuesto a liderar un viaje al interior de nuestro planeta, llegando más allá de lo que nadie había llegado jamás. No le faltaban arrestos, habilidades y hasta visión, pues Symmes era un excapitán del ejército de treinta y ocho años de edad.
Polo Norte y Sur
Para persuadir a la gente más valiente y preparada del país a fin de que le acompañara en su travesía, escribió una carta a quinientas personas escogidas, entre las que se encontraban científicos, directores de periódicos, profesores, congresistas y hasta algún príncipe europeo.
En su carta podemos leer: «Solicito cien compañeros valerosos y bien equipados para empezar en Siberia en otoño con renos y trineos sobre el mar helado. Y me comprometo a que encontraremos una tierra cálida y fértil abastecida de verduras sabrosas y animales, si no hombres».
¿Renos y trineos? En efecto. Porque Symmes estaba convencido de que al interior de la Tierra se podía llegar a través de unas enormes aberturas circulares en los polos Norte y Sur.
Hemos de recordar que Julio Verne aún no había escrito su célebre novela Viaje al centro de la Tierra. En aquella obra de 1864, el escritor francés contaba cómo, siguiendo las instrucciones de un documento, una expedición se proponía llegar al centro de la Tierra accediendo por el volcán Snæfellsjökull, en Islandia.
Quizá por ello, porque la idea de viajar al centro de la Tierra ni siquiera era popular, nadie respondió a las misivas enviadas por Symmes. Inasequible al desaliento, entonces inició una gira de conferencias a fin de divulgar sus teorías, así como su interés por realizar aquella expedición a lo desconocido.
Symmes contaba a una audiencia entre asombrada y escéptica que el interior de nuestro mundo estaba formado por diversas esferas concéntricas y sólidas, una dentro de la otra como matrioshkas, y que estas albergaban formas de vida desconocidas, y tal vez razas humanas no descubiertas.
Resulta indudable que Symmes alcanzó cierta fama. Tenía dotes dramáticas y sus relatos eran muy sugerentes, que se publicaron incluso en periódicos y revistas. Algún gacetillero le llegó a tildar de «Newton de Occidente».
Con todo, en 1829, durante una gira de conferencias por Canadá y Nueva Inglaterra, Symmes cayó enfermo y falleció. Muchos le tomaron por loco.
Los científicos de la época no dieron demasiado crédito a sus tesis. Sin embargo, inspiró a algunos escritores como Edgar Allan Poe, que usó sus teorías para escribir La narración de Arthur Gordon Pym.
Más tarde, el mismo Julio Verne también escribiría inspirado parcialmente por aquellas teorías Viaje al centro de la Tierra. Como también hicieron lo propio autores como H.G. Wells, Edgard Rice Burroughs o L. Frank Baum.
En la última década del siglo XIX, se publicaron solo en Estados Unidos más de cien novelas sobre formas de vida subterráneas.
La discontinuidad sísmica de Lehmann
Sin embargo, fue una mujer la que, en 1936, desmontó ésta y otras hipótesis, como la de que el núcleo era simplemente una esfera única.
Se llamaba Inge Lehmann, y era una sismóloga danesa que publicaría un estudio titulado sucintamente como «P’» (por las ondas P, ondas primarias en el registro sismológico).
El estudio describía una nueva discontinuidad sísmica en la estructura de la Tierra, que ahora se conoce como la discontinuidad de Lehmann, que separa el núcleo externo del núcleo interno.
Midiendo las ondas sísmicas, Lehmann llegó a la conclusión de que el núcleo interno de nuestro planeta debía medir unos 2.440 km, es decir, aproximadamente el 70% del tamaño de la Luna. Además, también descubriría que alcanzaba una temperatura muy elevada, probablemente de 2.727 a 4.727 ºC. Una temperatura que, de haberlo sabido, hubiera desalentado incluso al valiente capitán Symmes.
A día de hoy, todo esto lo sabemos a través de mediciones indirectas. Apenas hemos logrado penetrar de verdad en la superficie de nuestro planeta: de hecho, si fuera una manzana, ni siquiera habríamos explorado el 10 % del grosor de la piel, que ya de por sí constituye una mínima parte del fruto. No en vano, el agujero más profundo que se ha logrado taladrar, en la Península de Kola, apenas alcanza los 13 km (2.262 m).
Es un hoyo excavado en 1962 como proyecto científico, cuyo objetivo era el de alcanzar una capa muy profunda de la Tierra, pero que se queda en la superficie de la superficie de la superficie de la superficie de un universo subterráneo que alcanza hasta los 3.000 km de profundidad.
La perforación de Kola apenas penetra a través de un tercio de la corteza continental báltica, cuyo grosor se calcula en 35 km, exponiendo a la luz rocas de 2700 millones de años de antigüedad existentes en el fondo.
En ese sentido, el interior de nuestro planeta es tan inhóspito como el espacio exterior. Bill Bryson lo expresa así en su Breve historia de casi todo:
«Se ha calculado que si abrieses un pozo que llegase hasta el centro de la Tierra y dejases caer por él un ladrillo, sólo tardaría 45 minutos en llegar al fondo.»
El núcleo del planeta, además, es tan caliente como el sol y gira como una peonza. Pero todo eso, así como otras muchas cosas, solo las sospechamos.
Así pues, solo sabemos lo que intuimos con las mediciones indirectas de investigadores como Lehmann, o si sencillamente nos dejamos arrastrar por las fantasías del capitán Symmes. Que cada uno escoja la carta que prefiera.
Sergio Parra
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