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El alca gigante (Pinguinus impennis) es una especie extinta. Durante algunas décadas sobrevivió a duras penas en Islandia, pero finalmente se extinguió por completo a mediados del siglo XIX. Los últimos ejemplares fueron matados por tres cazadores el 2 de junio de 1844 cuando arribaron a un islote a 16 kilómetros de la costa de Islandia llamado Eldey. Es de las pocas especies cuya extinción se conoce con todo detalle. Sus pieles fueron adquiridas por un comerciante, y sus órganos internos se exhiben en el Museo Zoológico de la Universidad de Copenhague.
Esta historia pone en evidencia que nuestra relación con los animales siempre ha sido difícil. Ya sea porque nos alimentamos de ellos, porque los usamos como abalorios o comerciamos con sus pieles. Los humanos han estado extinguiendo especies desde tiempos inmemoriales (probablemente, antes de una forma más salvaje y descontrolada).
Ahora, sin embargo, el problema es mayor en el sentido de que necesitamos más animales que nunca para sobrevivir: básicamente porque somos muchas más personas que antes.
Anhelo de calorías
Uno de los efectos secundarios grotescos de la optimización de la cría de animales para consumo humano es el de las macrogranjas. Enormes instalaciones de procesamiento de calorías en forma de carne, donde lo importante es el retorno energético antes que cualquier otra consideración ética o medioambiental.
A nivel medioambiental, por ejemplo, este tipo de instalaciones tienen un impacto estratosférico. A nivel ético, tampoco se admiten demasiadas elucidaciones, pues se hacinan a los animales de forma monstruosa y se hace uso de desinfectantes y antibióticos para evitar precisamente los efectos gravosos en la salud de los animales a causa de este hacinamiento. Naturalmente, la calidad del producto final es claramente inferior al que se obtiene de la ganadería tradicional.
Afortunadamente, España no es un país donde proliferen demasiado este tipo de instalaciones. Según los datos del último informe elaborado por el Ministerio de Agricultura, de las 88.437 explotaciones que hay en nuestro país, tan solo 2.136 están englobadas dentro del denominado Grupo 3. Es decir, las instalaciones que pueden albergar de 201 a 750 madres reproductoras y/o hasta 5.500 animales de cebo.
Son 6.250 en total, si bien parece que hay una tendencia a crear más instalaciones de este tipo. De 2007 a 2020 los sacrificios de cerdos han crecido un 36% en España. También se han incumplido algunos límites de contaminantes en aguas y suelo causados por los desechos agroganaderos. Y desde 2010 a 2019 se ha emitido una media del 27% por encima del techo establecido para el amoniaco que estaba en 353 kilotoneladas al año.
Es decir, que estamos yendo a peor. Y eso ocurre porque queremos carne barata para cada vez más bocas.
Cada vez somos más
Comer carne tiene una huella clamorosa en el medioambiente, pero mitigar esta huella no es tarea fácil porque cada vez hay más personas en el mundo y no todas las personas están dispuestas a pagar más por la carne.
La población mundial está creciendo, además, de forma exponencial. En el año 10.000 AC, era de apenas 10 millones de personas. Al comienzo del siglo XIX (DC), se llegó a los 1.000 millones. Pero fue a partir de entonces cuando empezamos a ver los efectos exponenciales: se pasó de 1.000 a 2.000 millones entre 1800 y comienzos del siglo XX.
Y a lo largo de este siglo, en menos de cien años, pasamos de 2.000 a 7.000 millones de personas. Además, las previsiones de crecimiento de la ONU estiman que habrá 9.000 millones de personas para 2050 y unos 11.000 millones a finales del siglo XXI. Otros opinan que no llegaremos tan lejos y que alcanzará un máximo de 8.000 millones en 2040. Luego disminuirá, como explicaba en The Guardian Jørgen Randers, un demógrafo noruego conocido por sus trabajos sobre superpoblación.
Es algo que iremos descubriendo, pero mientras tanto… ¿qué soluciones podemos ir poniendo sobre la mesa para mitigar el aumento de población y de bocas que alimentar?
Eficiencia e ideas
Se puede argumentar que la ganadería tradicional no permite obtener la cantidad de proteínas necesaria y al precio que la demanda admite, pero éticamente quizá deberíamos valorar si estamos dispuestos a llegar a cualquier límite para conseguirlo.
Las soluciones, con todo, no son fáciles. Y mucho menos se resumen en consignas fáciles de asimilar: por ejemplo, simplemente dejemos de comer carne. Los estudios sobre los efectos de la adopción del vegetarianismo en las emisiones de gases de efecto invernadero ofrecen cifras muy dispares. Esta revisión sistemática, por ejemplo, sugiere que si todas las personas de los países desarrollados dejaran de comer carne solo reducirían, de media, un 4,3 % las emisiones. Y si todos los estadounidenses se volvieran veganos, las emisiones se reducirían un 2,6 %, según este otro estudio.
Además, comer más verde también amenaza a los ecosistemas, incluidos a los animales, que sufren, mueren y se extinguen, como revela este estudio de Science: entre 2003 y 2019, los campos de maíz, trigo, arroz y otros cultivos han ganado más de un millón de kilómetros cuadrados, una extensión equivalente al doble de la superficie de España.
Que las explotaciones agrícolas reemplacen bosques, sabanas o avancen incluso a base de convertir en cultivable terreno de las selvas tropicales es un problema medioambiental también muy grave. «La mitad de la nueva superficie de tierras de cultivo (49%) reemplazó la vegetación natural y la cubierta arbórea, lo que indica un conflicto con el objetivo de sostenibilidad de proteger los ecosistemas terrestres», advierten en un artículo de la revista Nature.
Así pues, a la hora de conciliar precio por caloría, un balance armónico de carne y vegetales a nivel medioambiental y una producción respetuosa a nivel ético nos encontramos en un problema espinoso con muchos efectos secundarios difíciles de predecir. Afortunadamente, existe un camino diferente que también se está explorando y puede ofrecer nuevas soluciones: la innovación.
Por ejemplo, el cultivo celular en laboratorio. Se estima que para 2040, más de la mitad de la carne consumida procederá de ese tipo de procesos de cultivo. También pueden explorarse nuevas tecnologías agrícolas, como los transgénicos, que ofrecen mayor rendimiento sin tanto impacto medioambiental.
Afortunadamente, si bien los recursos naturales son finitos, el ingenio humano no lo es tanto. Como cada vez somos más personas, también hay más cerebros que potencialmente pueden buscar soluciones para mejorar la eficiencia de nuestros recursos. Tal y como explican Peter H. Diamandis y Steven Kotler en su libro Abundancia:
La razón es bastante sencilla: la escasez suele depender del contexto. Imagina un naranjo gigante lleno de fruta. Si arranco todas las naranjas de las ramas inferiores, me quedo sin posibilidad de acceder a la fruta. Desde mi perspectiva limitada, ahora las naranjas son escasas. Pero en cuanto alguien invente una tecnología llamada escalera, de pronto podré alcanzarlas. Problema resuelto. La tecnología es un mecanismo de liberación de recursos. Puede convertir lo que antes era escaso en abundante.
El cálculo de los recursos disponibles a menudo subestima el progreso de la tecnología. Sea como fuere, todo esto es algo que iremos descubriendo sobre la marcha. Por el camino, sin embargo, haremos bien en analizar lo que hacemos bien, lo que hacemos mal, y lo que debería ser objeto de debate tanto a nivel ético como medioambiental y económico.
Sergio Parra