El renacer de una masía del siglo XVI: 13 chicas se mudan para rehabilitarla
Escrito por
25.11.2021
|
9min. de lectura
Índice
Un camino de tierra en las inmediaciones de Caldes de Malavella, un pequeño pueblo termal situado en la Selva (Girona), nos adentra hasta Can Matllo: una antigua masía del siglo XVI situada en una finca agrícola.
Es octubre y todavía hace calor. Los rayos de la mañana van calentando el campo e iluminan las piedras que aún persisten al paso del tiempo. Junto a una de las ventanas de la fachada se puede leer la inscripción de 1570. Mientras, a su lado un gran reloj solar marca las 10.
Diana sale a recibirnos. Ella es una de las trece chicas que, hace poco más de año y medio, decidió mudarse a Can Matllo. “Cuando llegamos la casa estaba muy precaria”, nos dice mientras bebe un trago de café. “Les propusimos a los propietarios rehabilitarla y nos dijeron que sí”.
A mediados de 2020, Diana y sus amigas decidieron irse a vivir al campo y firmaron un contrato de “semimasoveria”. Pagarían la mitad del alquiler de la masía y la otra parte correspondiente la destinarían a reformarla, pues estaba prácticamente en ruinas. Una tendencia que cada vez está más extendida tanto en el campo como en las ciudades. El objetivo es proteger el patrimonio, y la masía Can Matllo forma parte del Inventario del Patrimonio Arquitectónico de Cataluña.
“El invierno pasado fue muy duro. No había ventanas cuando llegamos”, dice Diana mientras señala la fachada. Tampoco había cocina, por lo que durante los primeros días las chicas que se quedaron tuvieron que pernoctar en la caravana que tienen aparcada justo enfrente de la casa. “La primera vez que salió agua fue una fiesta”, dice emocionada.
Vivir en el campo no es fácil, y mucho menos empezando desde cero. “Un día me levanté a las 7 de la mañana y me encontré con la bombona de butano congelada. Menos mal que Jaume, el masovero, pasaba por aquí y me trajo un cubo de agua caliente para descongelarla”, dice mientras le mira con una sonrisa.
Jaume Garolera y su mujer, Dolors Torrent, llevan toda la vida en la finca de Can Matllo. Son la tercera generación de una familia de tradición masovera que se ha dedicado a explotar las tierras de los Iglesias, propietarios de la finca. Durante muchos años, ellos también vivieron en la masía. De hecho, Jaume nació en ella. Ahora tienen una casa justo a la entrada de la parcela y siguen cultivando los campos y cuidando de la granja.
“Mi abuelo se mudó a Can Matllo en 1923, cuando mi padre solo tenía 11 meses”, nos cuenta Jaume con nostalgia tras acercarse a saludarnos. “Entonces ya trabajaba para la familia Iglesias y le ofrecieron mudarse a la finca para cuidar de la casa. Una parte de lo que producía lo destinaba para pagar el arrendamiento”, explica.
“Yo tengo muy buenos recuerdos aquí”, interviene Dolors. “Aunque se pasaba un frío horroroso en invierno. No había calefacción, solo llar de foc (chimenea), así que te calentabas solo por delante”, recuerda entre risas mientras mira a las chicas con complicidad. Además, “Si querías saber si era de día, sólo tenías que levantar la vista. El sol se colaba por el tejado”. Tampoco había puerta de entrada, el matrimonio la colocó. Pero, a pesar de las penurias, Jaume, Dolors y Diana coinciden en una cosa: a todo te acostumbras.
Hoy, los Garolera Torrent están contentos de que la masía, que llevaba algún tiempo abandonada, vuelva a tener una nueva oportunidad y que un grupo de chicas se haya instalado en ella para arreglarla.
“Para muchos sigue siendo raro que unas mujeres pongan unas vigas”
Diana y las otras doce chicas son amigas desde el instituto. “Vimos que entre nosotras había mucho potencial y teníamos claro que queríamos hacer algo juntas”, nos explica Diana mientras dos de ellas terminan su descanso para volver al trabajo dentro de la vivienda. En una de sus habituales asambleas, varias de las jóvenes habían mostrado su deseo de rehabilitar una casa y vivir en ella, así que se pusieron manos a la obra. “No íbamos con la idea de nada en concreto, pero llegamos aquí, vimos la casa, conocimos a Jaume y Dolors, a los vecinos y dijimos: es esto, es aquí donde queremos vivir”, dice entusiasmada.
De momento, el grupo está formado sólo por mujeres, aunque dicen que con ello no están reivindicando nada y que están abiertas a que en un futuro también pueda haber hombres. “Coincidió porque somos amigas, aunque el rol de la mujer en general está cambiando. Y aún tiene que cambiar más. Para muchos sigue siendo raro que unas mujeres pongan unas vigas o levanten tanto peso”, comenta. “Si vamos a comprar una motosierra, el chico da por hecho que tiene que venir a explicar cómo tenemos que usarla”, explica descontenta.
Y es que, aunque no tienen experiencia, en el grupo hay arquitectas, aficionadas a la carpintería, una experta en masovería, que ayuda a la gente a encontrar masías y arreglarlas, etc. Para asignar los trabajos, Diana explica que hicieron un círculo de compromiso: cada una tuvo la oportunidad de elegir la tarea en la que se sentía más cómoda. Y, para mantener la unión de la comunidad -como ellas se refieren a la pandilla-, hay chicas que tienen experiencia en gestión de grupos y comportamientos no violentos. “Esto último es importante”, destaca Diana, que reconoce que la convivencia está yendo bien.
Lo que sí necesitan y agradecen es más ayuda y colaboración económica, pues algunas partes de la casa están en ruinas y su reforma supone un elevado coste. Por ello, el año pasado prepararon unas cestas de Navidad para recaudar dinero destinado a comprar el material que les faltaba. Este año tienen pensado repetirla. Algunos de los alimentos están elaborados por ellas mismas, quienes recientemente han abierto un pequeño huerto en unas tierras cedidas por Jaume donde plantan sus propias frutas y verduras; aunque algunas aún están aprendiendo.
“También hemos hecho jornadas de trabajo. Invitamos a colegas, nosotros les pagamos la comida y le ofrecemos alojamiento, y ellos a cambio nos ayudan con la reforma de la casa”, explica Diana. Muchos de los que vienen no tienen conocimientos, ni se conocen entre ellos, pero es parte de la experiencia: conocer gente y ayudarse los unos a los otros. Al final, todos tienen ilusión por terminar el trabajo.
Además de rehabilitar la vivienda, el objetivo del proyecto es crear un espacio que esté abierto a las personas. “Porque una masía de 1600 es de interés común. Necesitamos espacios que sean para la gente, que si alguien necesita venir a hacer algo, pues que pueda hacerlo”, concluye.
Vuelta a lo rural para buscar nuevas oportunidades
Dolors se fue a vivir al campo en el año 78, cuando se casó con Jaume. Aunque procede de una familia de payeses, ella hasta entonces trabajaba en un laboratorio de una industria cárnica que acabó cambiando por la agricultura. “Como mujer, ayudaba a mi marido a podar, a cultivar, recoger la cosecha, etc.”, nos cuenta. Fue una decisión libre, y admite que era consciente de la dura vida que le esperaba. “No tienes vacaciones ni días de fiesta. Si tienes una boda, cuando todo el mundo se pone a bailar tú te tienes que volver para darle de comer a los animales”. Su decisión de cambiar la ciudad por el campo iba a contracorriente de las tendencias de la época, cuando el éxodo rural ya comenzaba a vaciar las zonas rurales a causa de la industrialización.
En 2020 sucedió justo lo contrario. La crisis sanitaria causada por la Covid-19 hizo que muchos ciudadanos decidiesen dejar las grandes urbes para volver a lo rural, a estar en contacto con la naturaleza. Según los datos facilitados por el secretario de Estado para el Reto Demográfico, Francesc Boya, durante el V congreso esMontañas organizado en Aínsa, más de 100.000 españoles han abandonado las ciudades para irse al entorno rural desde que comenzó la pandemia.
Las nuevas tecnologías, que permiten el teletrabajo, también ha facilitado un cambio de paradigma. La gente no se vuelve para dedicarse a las labores tradicionales de la tierra, sino para seguir ejerciendo su oficio a distancia o iniciar nuevos proyectos. La oferta actualmente es muy variada.
En el caso de Diana y el resto de chicas, la motivación fue crear una comunidad en un entorno en el que pudieran vivir y, a la vez, desarrollar sus proyectos personales. “Te levantas y dices: sí, quiero estar aquí. Cuando vas al huerto y estás creando tu propia realidad: eso es sí, quiero estar aquí. Cuando están tus mejores amigas en la cocina preparando café, esto es sí. Hay muchos sís aquí. Cuando sales fuera de noche y hay luna llena, los vecinos, Dolors, el Jaume… La comunidad que hemos creado. Sí”.
No obstante, tanto Dolors como Diana coinciden en una cosa: el campo no es para todos. Es para aquellos que buscan tranquilidad y que tienen respeto. “Hay gente que se va a vivir a pueblos pequeños y quiere cambiar la vida de los de allí”, dice Dolors. Les sorprende que haya gente a la que le molesten las vacas, los ladridos, las campanas o cualquier ruido del campo. “Los gallos cantan a las cinco de la mañana, pero es que es su trabajo”, dice indignada. Según Diana, para vivir en el campo hace falta tener una capacidad de adaptación muy grande. Antes de dar el paso hay que tener muy claro a dónde queremos ir y por qué. Lo más recomendable es ir una pequeña temporada y conocer la zona antes de dar el paso.
Laura Fernández
Periodista, blogger y viajera. No necesariamente en ese orden. En ocasiones me despierto sin saber dónde estoy. Adicta a los cómics y a los noodles con salsa de cacahuete. Redactora en @escapadarural, colaboradora en la Conde Nast Traveler y en la Divinity. Mi casa: Meridiano180.
Me gustaría irme a vivir pueblo por Andalucía