De Alar del Rey a Medina de Rioseco, pasando por Frómista, Palencia y Becerril de Campos, pedaleamos 173 kilómetros siguiendo una obra racional que regala escenas de fantasía: barcos navegando por la meseta. El Canal de Castilla enhebra historias marineras como la del capitán vallisoletano, el velero en una plaza de la Tierra de Campos, el santo que protege a los navegantes desde el secano y la ciudad de los almirantes amenazada por un cocodrilo.
El barco ya vuela sobre Castilla, va flotando a doce metros del suelo, navegando entre las copas de los fresnos y los chopos. Ahora transporta turistas por el acueducto de Abánades, una de esas obras de la ingeniería ilustrada que mezclaron eficacia, elegancia y una pizca de delirio: es un puente de piedra caliza que sostiene el canal, el río recto de Castilla, que lo mantiene elevado para que atraviese la vaguada del río Valdavia. Por aquí pasaron durante un par de siglos las barcas, tiradas por mulas, con sus cargamentos de cereales, harinas, vinos, carbones, ladrillos, algarrobas. El acueducto es una obra rotunda como una fortaleza pero airosa como un palacio, con sus cinco arcos, sus bóvedas, sus tajamares. Tardaron cinco años en completarlo y a algunos les pareció una corrección irreverente de la creación divina: “Si Dios hubiera querido esta vía de agua, nada habrían de construir, pues ya existiría desde siempre y en mejor condición”, replicó el obispo Longinos a los ingenieros que proyectaron en el siglo XVIII este camino de agua desde el corazón de la meseta hasta la orilla del océano.
Cuando cruzo el acueducto en bicicleta, experimento una sensación irreal de sobrevolar los páramos de Castilla, un vértigo que no esperaba en este paisaje horizontal, y me doy la vuelta para gozarlo otra vez y para agradecer el viaje a los ingenieros.
Al obispo le parecía que la creación ya estaba completa desde el sexto día, pero el ingeniero francés Charles Lemaur, encargado de las obras, anotó algunas carencias: “En España conocí una de las mayores paradojas que la historia pueda encerrar: un imperio hecho por un país sin hacer. Es ardua la labor de un ingeniero, porque su trabajo es imaginar mundos donde solo hay espacios desiertos, y porque ha de lograr que los vean los demás”. España estaba sin hacer: caminos desastrosos, transportes lentos y caros, mercados desabastecidos, carencias de productos básicos, subidas de precios que provocaban revueltas, agricultura estancada, industrias anémicas. A Santander llegaba mucho más rápido y barato el trigo de la Francia central, transportado en barcos, que el de Palencia, acarreado por mulas atravesando senderos de montaña.
Así que los gobernantes ilustrados, empeñados en modernizar el país, examinaron el Canal du Midi, que atraviesa el sur de Francia desde el Atlántico hasta el Mediterráneo, ficharon al ingeniero Lemaur y le encargaron que trazara un canal desde Segovia hasta Suances, en la costa cantábrica. El 16 de julio de 1753 los obreros empezaron a excavar el terreno en Calahorra de Ribas, provincia de Palencia, para tender el canal hacia el sur, hacia la Tierra de Campos, la parte más llana y por tanto más fácil.
Un golpe de azada abrió el paso a la quimera: los barcos navegarían por los campos de Castilla.
Trabajaron un año, avanzaron 25 kilómetros y se pararon. Cinco años más tarde reanudaron las obras pero en Alar del Rey, en el extremo norte de la meseta, al pie de las montañas cantábricas. Excavaron hacia el sur, en busca del tramo ya abierto en la Tierra de Campos, y lo alcanzaron al cabo de tres décadas. Sufrieron interrupciones constantes por los cambios de administración, las guerras y la falta de presupuesto. La construcción del canal cuesta menos que un barco militar, decían los reformistas. Dediquemos a conquistar nuestras provincias lo que gastamos en invadir las ajenas, escribió Jovellanos. Pero el proyecto se prolongó 96 años y terminó a medias, sin llegar al océano. El Canal de Castilla quedó como una gran Y invertida, melancólica, frustrada, en el centro de la meseta: el Ramal Norte empieza en Alar del Rey y baja 75 kilómetros hasta El Serrón, donde se bifurcan el Ramal Sur de 54 kilómetros hasta Valladolid y el Ramal de Campos de 78 kilómetros hasta Medina de Rioseco. En esos 207 kilómetros el Canal supera con 49 esclusas un desnivel mínimo de 150 metros: es un canto a la horizontalidad.
Ideal, por tanto, para recorrerlo silbando en bicicleta.
Alar- Frómista: El río domesticado
Doy la primera pedalada en Alar del Rey, una colonia de casas bajas y calles amplias, un pueblo que nació con las obras del Canal y se baña ahora en su melancolía. Hasta Alar subían las barcas, en Alar se apagaron las ambiciones de navegar hasta el océano, porque tocaba atravesar la Cordillera Cantábrica y bajar hasta la orilla, una obra difícil y costosa. Renunciaron al norte, trabajaron hacia el sur.
En Alar se ve la domesticación del río, la clave de todo el proyecto.
Aprovecharon el estrecho de Nogales para construir una presa, calmar el río Pisuerga y capturarlo. Una parte de sus aguas se vierte por la toma del Canal, atraviesa la primera retención (un puente encastillado que puede cerrarse para frenar las crecidas), fluye doscientos metros al pie de unos almacenes medio derruidos y devorados por las zarzas, y desemboca en la dársena de Alar del Rey. Es un puerto fluvial elegante, ahora reducido a estanque en el que flotan las melenas verdosas de las plantas subacuáticas y los proyectos olvidados: en sus aguas se reflejan los doce almacenes adosados con tejados de pico, la mazmorra que delata el empleo de prisioneros, las argollas de los muelles en los que se amarraban las barcazas. Flotan las ausencias, aquí tan densas, casi palpables: los muleros que arrastraban las barcas desde las orillas; los barqueros que ajustaban la maniobra con pértigas; los estibadores que cargaban y descargaban los sacos de harina castellana, de carbón cantábrico, de azúcar, café y tabaco de ultramar, los pellejos de vino y aceite, las cargas de ladrillos y cemento.
El Canal perdió su sentido como vía de transporte pocos años después de su conclusión en 1849: el ferrocarril Alar del Rey-Santander se completó en 1866, para sustituir a los cientos de carros diarios que transportaban las mercancías hasta los puertos cantábricos como una caravana de hormigas. Las barcas siguieron navegando hasta 1959 para pequeños acarreos locales. Y el tren dio una nueva vida a Alar del Rey como estación de mercancías y pasajeros. De los siete pueblos que se fundaron a orillas del Canal, este es el único que perdura.
Dos patos trazan un vuelo rasante sobre las aguas: la señal de partida. Pedaleo por el camino de sirga, el sendero de las mulas que arrastraban las barcas, y al cabo de un par de kilómetros llego a la primera esclusa, un vaso de arenisca rojiza, de planta ovalada, en el que se metían las barcas para subir o bajar. Ya no tiene compuertas, porque ahora el Canal es solo para riego, así que el agua salta tres metros con un estruendo permanente. Desde 1806 aprovecharon este salto para mover industrias: primero un martinete (un enorme martillo hidráulico que forjaba el hierro candente para fabricar clavos, herramientas, aperos de labranza), luego un molino, luego una pequeña central eléctrica… y ahora sirve para sosegar espíritus.
—Yo me siento aquí y me paso la mañana escuchando el agua —dice Consuelo, una señora de 77 años, junto a la catarata de espuma y rumor.
Nació en Nogales de Pisuerga, una pizca al norte de Alar del Rey, y lo que más le gustaba de niña era zambullirse en la presa.
—Aquí todos sabemos nadar. Esperábamos a que pasara el tren, saludábamos a los pasajeros y nos tirábamos al agua para hacerles impresión.
Vivió muchos años en Madrid pero dice que la ciudad no es lo suyo, que necesita sentarse de vez en cuando en la esclusa, cerrar los ojos, sentir el sol tibio, escuchar el fragor del agua, respirar tranquila.
—Nosotros somos de campo y de agua.
Sigo pedaleando por esta obra muerta, por las esclusas de compuertas extirpadas, los molinos medio derruidos, las viejas casas de los escluseros. Pero la obra creó un paisaje: en el páramo avanza un inesperado bosque rectilíneo, una modesta selva ribereña de chopos, fresnos, olmos, alisos, sauces, juncos, carrizos, espadañas, que se nutren del Canal y albergan conciertos de jilgueros, mirlos, herrerillos y carboneros. A los lados se extienden los campos de trigo verde, porque el Canal sigue funcionando como arteria de regadío para treinta mil hectáreas y suministro de agua potable para trescientas mil personas, incluida la ciudad de Palencia y media ciudad de Valladolid. El Canal está vivo.
Incluso le resucitaron la navegación en algunas partes. Lo veo en la sexta esclusa (km 9), a la que reinstalaron unas compuertas automáticas para permitir las subidas y bajadas de un barco turístico. El barco lo encuentro enseguida, en uno de los enclaves más curiosos del recorrido: el punto en el que el Canal atraviesa el Pisuerga. Una presa mantiene el río siempre a la altura del Canal, de manera que los barqueros podían atravesar las aguas mezcladas y seguir navegando. Ahora tengo dos opciones: por la margen izquierda del Canal, accedo a una pasarela moderna para cruzar el Pisuerga; por la margen derecha llego a una barcaza como las que antaño usaban para pasar las mulas, tirando de la soga que me lleva de orilla a orilla. Así alcanzo el embarcadero de la nave turística Marqués de la Ensenada, en Herrera de Pisuerga.
Navego con Juan Carlos Urdiales, patrón vallisoletano de 39 años, uno de los que reanudó en el siglo XXI la estirpe de los capitanes castellanos. No es cualquier cosa: el Almirantazgo de Castilla tuvo su sede durante tres siglos en Medina de Rioseco, a 170 kilómetros del mar en línea recta. Medina es precisamente el destino de este viaje a través de tierras interiores plagadas de navegantes, desde las que se gobernaba el océano.
—La navegación por el Canal se acabó en 1959, el último barquero murió hace un par de meses, esto era un mundo en extinción —dice Urdiales—. Por eso fue muy bonito que en 2009 empezaran con los barcos, porque así se recuperaba un poco la tradición.
Él se dedicaba al buceo deportivo y profesional. Cuando vio una oportunidad de empleo en los barcos turísticos, se marchó al Cantábrico para sacarse el título de patrón.
—Todos los capitanes de estos barcos hemos andado en la mar. Yo me fui enamorando del Canal, de su historia, de su ingeniería. De verdad que es una obra impresionante.
El barco, con capacidad para treinta pasajeros en un habitáculo transparente, navega con un motor eléctrico para no contaminar estas aguas destinadas al consumo humano. Canal arriba, se sumerge en una vegetación espesa de juncos, espinos, avellanos, una pequeña Amazonia castellana repleta de aves acuáticas que ni se inmutan: carriceros, lavanderos, zampullines, martines pescadores… Los patos se quedan en las ramas, tan panchos, pensando en sus cosas, mientras el barco pasa a unos centímetros.
—Ya nos conocen —explica Urdiales—. La fauna está acostumbrada al barco y no se escapa, por eso vemos muchas especies que a pie sería imposible. Solemos ver nutrias, visones, incluso corzos que atraviesan el canal a nado.
El barco se mete en el vaso de la sexta esclusa y el capitán Urdiales amarra el barco a un poste vertical. Se cierra la compuerta detrás de nosotros, se abre la tajadera de delante, entra una tromba de setecientos mil litros que tarda trece minutos en subirnos 4,20 metros, nos igualamos con el nivel de la parte superior del canal, se abre la compuerta delantera y seguimos navegando. De regreso, mientras bajamos la esclusa, los altavoces del barco emiten La conquista del paraíso, la pieza orquestal y coral de Vangelis, con la épica que Urdiales revive en cada travesía.
—Venían cargados a tope. Tú imagínate manejar una barca de 55 toneladas con una pértiga, sin motor, con viento. El esclusero abría y cerraba las compuertas y las tajaderas, el mulero calculaba el avance de las mulas para meter la barca con la inercia justa y que no se chocara contra la compuerta. Las barcas eran lo más anchas posibles, en las esclusas solo les sobraban tres centímetros por cada lado. Tenían una pericia extraordinaria.
El 25 de enero de 2021 murió el burgalés Emiliano Hinojal, capitán del último transporte: una carga de cemento hasta Valladolid en 1959. Hinojal se sentía una criatura del Canal, nacido en sus orillas, hijo y nieto de escluseros, arrullado por el susurro de los saltos.
—El agua te daba sueño, pasabas unas noches muy amenas —decía—. Y al despertar, los cánticos de los ruiseñores te alegraban para empezar la jornada.
Se inició como mulero a los 13 años. Los adolescentes llevaban las mulas tirando de la barca, las ataban y desataban en los pasos de las esclusas, les daban de comer y las recogían de noche en los establos. Las mulas tenían mejores contratos que los operarios, explica Urdiales: si las dejabas durmiendo fuera y te pillaban, te quitaban la licencia. Las barcas avanzaban de sol a sol, unos treinta kilómetros diarios, en función de la carga, los vientos, el número de esclusas que debieran superar en cada tramo. Necesitaban una semana para recorrer el Canal de punta a punta. En cuanto anochecía, debían detenerse en la siguiente esclusa. Si se llevaban bien, el barquero le permitía al mulero dormir en la caseta de la barca, donde tenía una cocina de chapa para prepararse la cena. Y de paso vigilaban la mercancía. Los muleros aprendían el oficio y pasaban a ser barqueros, como hizo Emiliano hasta 1959.
Urdiales explica que las esclusas son de planta ovalada porque así resisten mejor la presión del agua y permiten el paso simultáneo de dos barcazas, aunque en otras partes del Canal las hicieron rectangulares para ahorrar tiempo y dinero. Que las compuertas de mitra, diseñadas por Leonardo Da Vinci, son dos hojas que se cierran una contra otra formando una punta y que se mantienen herméticas por la inmensa presión del agua. Habla de las acequias, de la presa que nivela el río con el Canal, de los ladrones de agua para controlar las crecidas del Pisuerga.
—Cada infraestructura es más ingeniosa que la anterior. El Canal es un museo de ingeniería al aire libre.
De nuevo en tierra, el recorrido hacia el sur también es un museo de ruinas industriales. Junto a las esclusas voy encontrando los molinos de trigo, los batanes de curtir cueros, las fábricas harineras y papeleras con las que aprovecharon los saltos de agua para industrializar Castilla. Aquí y allá aparecen imponentes edificios de ladrillo de cuatro o cinco plantas, abandonados, desventrados, desmoronados. A veces, como en la esclusa 12, quedan las viviendas y las cuadras de una colonia papelera desaparecida: “Esta sola fábrica sostiene doce familias y forma una pequeña población, que es con lo que el Estado de verdad se enriquece”, escribió el ingeniero Juan de Homar.
Imaginaron este desierto repoblado con una ristra de colonias industriales y agrícolas, nutridas por las aguas del Canal, las fundaron pero enseguida desaparecieron. Es el caso de San Carlos el Real de Abánades, un pueblo casi con más palabras que habitantes: contaba con ocho familias de labradores, hortelanos y tejedores, que se congregaron al pie de las obras del acueducto y al cabo de unos años se marcharon sin dejar rastro. Ahora (km 31) quedan el silencio y el vértigo: el agua canalizada a lomos del acueducto, el ciclista que pedalea entre las copas de las chopos y los fresnos doce metros por encima del suelo.
A partir de Boadilla (km 53), el Canal coincide con el Camino de Santiago durante cuatro kilómetros. El barco Juan de Homar ofrece a los peregrinos la posibilidad de descansar los pies y navegar hasta Frómista, pero pocos lo suelen tomar: los caminantes son gente fiel a su convicción, ahorrarse un metro les duele más que cualquier ampolla.
Caminan una hora más y cruzan el Canal por una pasarela, junto a la cuádruple esclusa de Frómista (km 57). Las barcas tardaban un cuarto de hora en subir de un vaso ovalado al siguiente, sesenta minutos para remontar las cuatro esclusas, los catorce metros de desnivel en una lucha lenta y triunfal contra la gravedad. Las esclusas son el ejemplo de la mejor ingeniería: la que resuelve un problema con una solución tan elegante que a partir de entonces parecerá obvia y sencilla.
Ahora, cuando ya les quitaron las compuertas y quedaron sin uso, las cuatro esclusas consecutivas atraen la admiración de los viajeros: el ritmo de sus curvas ovaladas, los escalones descendentes, la eternidad del salto de agua que siempre cambia y siempre es el mismo. La mejor ingeniería, cuando la despojan de su uso, permanece como escultura.
Esta escultura técnica de la Edad Moderna es tan fascinante como la escultura religiosa del románico, que despliega sus esplendores unos pasos más allá. En los muros exteriores de la iglesia de San Martín de Frómista, la del cimborrio octogonal y las torres redondas que son faros en el Camino de Santiago, bulle una vida misteriosa y petrificada: trescientas figuras de burros, monos, aves, monstruos devorando a personas, hombres y mujeres desnudos, contorsionistas, músicos, signos de un mensaje que debió de ser evidente para los campesinos de hace mil años y que ahora, perdidos los códigos de aquel mundo, nos resulta esotérico. También aquí, las obras despojadas de su sentido práctico nos siguen atrayendo hacia el misterio.
En su libro Castilla en canal, escrito con los pies, Raúl Guerra Garrido dice que en Frómista “se cruzan el Canal de Castilla y el Camino de Santiago, la más grande epopeya cívica y la más arriscada apuesta espiritual, dos programas de la lucha por la vida que raramente coinciden en la historia de España”.
En Frómista, sí, coinciden los mundos más diversos. De aquí era san Telmo, quien después de una gira para consagrar las mezquitas conquistadas a los andalusíes, dejó su cargo de confesor del rey de Castilla y se marchó a evangelizar a los remotos gallegos. Allí le atribuyeron tantos milagros en el salvamento de pescadores que lo proclamaron patrono de los marineros. En Frómista le levantaron una estatua de bronce: el fraile Telmo alza la cruz en la mano derecha, de pie en una barca movida por el oleaje, extendiendo su protección sobre los océanos desde el centro de Castilla.
Frómista-Palencia: los nudos del Canal
A ingenierías sencillas y poderosas, placeres sencillos y poderosos: desayunar en Frómista y salir a pedalear tranquilo, en la soledad de los campos, entre los trinos de los pájaros, los brillos del Canal, el crujido de la tierra bajo las ruedas, el viento que peina los juncos y me empuja al sur, la leve euforía de la cafeína, el azúcar y el pincho de tortilla. Llevado por el rumor de las ruedas y el desfile de los campos, el flujo del viaje me atraviesa y me aclara la cabeza, diría Nicolas Bouvier. Él creía a la gente que dice que se puede viajar sin salir de casa, con un poco de fantasía y concentración, pero se sentía muy contento de no poder vivir sin salir al mundo.
Esta modesta soledad viajera se parece un poco a la fiebre: en la esclusa triple de Calahorra de Ribas (km 74), me creo descubridor de ruinas guatemaltecas. Entre molinos y batanes abandonados, en medio del bosque de alisos, sauces, espinos y zarzas voraces, el agua salta en cascadas por los muros de arenisca roja que parecen gradas del templo de un dios olvidado.
Llega la realidad a rescatarme: pinchazo. Hala, Indiana, por meterte entre zarzas en busca de la barca perdida.
Un monolito recuerda que en este punto empezaron las obras del Canal en 1753, tomando las aguas del río Carrión para dirigirlas hacia la Tierra de Campos. Yo he llegado siguiendo las aguas robadas al Pisuerga, que aquí se mezclan con las del Carrión, y le doblo la apuesta a Heráclito: me baño (solo un pie) en dos ríos a la vez.
En el paraje de El Serrón (km 87) alcanzo la confluencia de los tres ramales del Canal. En este punto nuclear de la Y no existen monumentos ni fanfarrias, solo una caseta abandonada, porque los ingenieros se dieron menos épica que Moisés para dividir las aguas: hasta aquí cae el Ramal Norte, aquí se bifurcan el Ramal de Campos y el Ramal Sur. Mi viaje busca la Tierra de Campos, pero qué es un viaje sin rodeos: una breve prolongación por el Ramal Sur me lleva hasta Palencia, una ciudad tranquila, agradable, que merece un paseo y que es la capital española en la que menos turistas se alojan. Habrá pocos títulos más atractivos.
Los nueve kilómetros hasta la ciudad recorren los orígenes de la industria harinera de Palencia, provincia de panes y galletas: la triple esclusa de El Serrón con su fábrica de harinas, sus almacenes y antiguas viviendas, la doble esclusa de Grijota, la altísima fábrica La Treinta, junto a la esclusa del mismo número…
Hasta La Treinta llegó, como un reguero de pólvora por el Canal, la rebelión que estalló en Palencia el 23 de junio de 1856: el Motín del Pan. Se mezclaron una epidemia de cólera, una mala cosecha de trigo, la especulación con los precios de la escasa harina y los impuestos elevados. Se disparó el precio del pan, alimento básico, y cuando se dispara el pan siempre caen muertos. Las revueltas se propagaron por toda Castilla. En Palencia, dice una crónica de aquella jornada, “las turbas se componían en tres cuartas partes de mujeres, verdaderas fieras que gritaban ‘queremos el pan barato’, ‘abajo los explotadores’ y ‘viva la libertad’”. Salieron de la ciudad a quemar las fábricas y los almacenes de harina a lo largo del Canal, armadas con redomas de aguarrás que habían robado en las boticas y con largas varas rematadas con haces de paja para extender el fuego por los edificios. Incendiaron varias fábricas, entre ellas la que acababa de inaugurar el empresario Cuétara, cuyo apellido sigue en las galletas de hoy en día. En otras, las cuadrillas armadas de los patrones y los escuadrones de caballería rechazaron a tiros a las asaltantes. Las aguas del Canal se enturbiaron de sangre. Al alcalde de Dueñas lo mataron a puñaladas, el de Palencia “salió vivo porque llevaba dos pistolas”, aunque lo hirieron y se temía que quedara manco. El gobernador militar de Palencia declaró el estado de guerra, la Guardia Civil hizo detenciones masivas, los tribunales castrenses encarcelaron a montones de hombres y mujeres, mandaron fusilar a una docena y aplicaron el castigo más cruel a una joven de 20 años: a Dorotea Santos le aplicaron el garrote. Es decir: la sentaron con el cuello aprisionado por un collar de hierro y se lo atravesaron con un tornillo hasta estrangularla en una agonía lenta, lenta. Era “una hija del pueblo” con “no muy buenos antecedentes”, decían las crónicas, que así acabó “su vida de desórdenes”. Dorotea Santos, conocida como la Cascaja, se convirtió en símbolo de movimientos actuales como el feminismo comunero.
Desde Viñalta sale el ramalillo: una derivación del Canal de un kilómetro que llega a la ciudad de Palencia (km 97). Lo construyeron para completar la ruta acuática de mercancías y pasajeros entre Palencia y Valladolid, que en el siglo XIX estaban comunicadas por un barco diligencia dos veces al día. Ahora el ramalillo traza la entrada más bella a la ciudad: un paseo arbolado hasta la dársena, donde antaño reparaban barcas, donde queda un depósito de cereal reconvertido en Museo del Agua, donde los patos viven como pachás alimentados por los panes que les lanzan un par de señoras, señal de que las cosas han mejorado bastante desde tiempos de la Cascaja.
Palencia-Medina de Rioseco: los mares de Castilla
De Palencia retrocedo la mañana siguiente hasta la confluencia de El Serrón (km 107) y tomo el Ramal de Campos. Me costará encontrar un itinerario ciclista más llano que este: desde el triple salto de Calahorra de Ribas que pasé ayer, el Canal recorre cincuenta kilómetros en una sola esclusa, manteniendo siempre el mismo nivel. La Tierra de Campos es tan llana que si pones un periódico en el suelo y te subes mirando al sur, ya ves al fondo las torres de Medina de Rioseco.
Sigo, contra todo mi prejuicio, las huellas de una antigua tradición navegante. En la orilla de Villaumbrales está la Casa del Rey, antiguo astillero, sede de un museo del Canal, embarcadero de la nave turística Juan de Homar. Y un poco más adelante, en Becerril de Campos (km 114), quiero confirmar un misterio náutico del que me habían hablado en mi ciudad.
—Sí, el velero está ahí, en la plaza Mayor —me dice el primer señor que encuentro por la calle.
Ahí está el bergantín, en lo alto de una farola frente al Ayuntamiento: es el escudo de la ciudad de San Sebastián. Debió de regalárselo algún alcalde donostiarra a Mariano Haro, alcalde becerrileño desde 1979 hasta 2003. Sí, Mariano Haro, el atleta que ganó 27 campeonatos de España de fondo, medio fondo y campo a través, cuatro veces subcampeón mundial, cuarto y sexto en los Juegos Olímpicos, cazador de perdices a la carrera, plusmarquista de las cien vueltas a una plaza de toros. Compitió a menudo en los cross internacionales de Elgoibar y Lasarte, y por ahí debió de venir navegando el bergantín donostiarra hasta los campos de Castilla.
Los becerrileños presumen, además, de ser los autores de la mejor ola del Cantábrico.
—Hicimos la mejor ola de la historia del estadio de Anoeta. Y no lo decimos nosotros, lo dijo El Diario Vasco —me cuenta Miguel Ángel, presidente de la peña Becerreala, en el bar Behetría forrado de bufandas y camisetas blanquiazules, porque resulta que en este pueblo palentino de repente se hicieron todos de la Real Sociedad. La Real les ganó 0-8 en una eliminatoria de la Copa 2019-2020, pero el ambiente entre las aficiones fue tan bueno, que la Real invitó a todos los becerrileños a ver un partido de Liga en Anoeta. Y se fue medio pueblo: de sus 950 habitantes, 502 viajaron a San Sebastián y celebraron los tres goles de la Real al Valencia con una gran ola castellana.
Tampoco es tanta novedad: los arrieros becerrileños se dedicaron durante siglos a traer bacalao desde los puertos cantábricos para distribuirlo por Castilla, así como el café, el cacao, el tabaco y el azúcar que llegaban de ultramar.
De aquí salía el trigo, toneladas de trigo que incluso derribaron una iglesia. La agricultura dio mucho dinero, Becerril llegó a tener tres mil habitantes y siete templos, pero en el siglo XX empezó la emigración a las ciudades, la despoblación y el declive: en 1940 cerraron por falta de fieles la iglesia de San Pedro, un edificio compendio de arquitecturas con portada románica, ábside gótico, cornisa barroca y arcos renacentistas. La cerraron, pero siguió reflejando las transformaciones de la historia hasta la época de las exploraciones espaciales.
—Desacralizaron la iglesia y la usaron como escuela —explica la guía Carmen Ortego—. Luego como almacén de trigo, pero amontonaron tantas toneladas que reventaron un muro y el edificio quedó abandonado. Algunas personas se refugiaban aquí, encendían hogueras, robaban objetos… La torre del campanario empezó a agrietarse. La derribaron por si acaso, entonces otro muro perdió apoyo, se cayó y detrás vino la cubierta. En cuatro décadas de mal uso, la iglesia quedó en ruinas.
Los arquitectos Álvaro Gutiérrez, Juan del Olmo y Carlos del Olmo rehabilitaron el edificio, que desde 2015 se llama San Pedro Cultural y ofrece una de las mayores sorpresas de todo este viaje: un moderno templo astronómico en las ruinas de un viejo templo religioso.
Entramos a la nave, en una media penumbra, mientras suena la fanfarria inicial del Así habló Zaratustra de Strauss, con sus trompetas y timbales anunciando la salida del sol. En el techo, entre los costillares de los arcos, se ve un cielo azul muy oscuro en el que brillan las constelaciones. Donde estaba el muro oeste, ahora hay un trampantojo de la pintora Ana Calvo: una niña nos da la espalda, mirando a un fondo de planetas. Por el pavimento corre una línea meridiana norte-sur, que funciona como reloj y calendario gracias a la luz solar que se cuela por un óculo, por un hueco en el muro sur. Ese círculo de luz pálida se va moviendo durante la visita y va rebasando las marcas que indican el paso del tiempo. En el solsticio de invierno, el 21 de diciembre a las cinco de la tarde, iluminará un punto muy peculiar del ábside románico: allí donde la restauradora quitó una capa de yeso y descubrió pinturas medievales que representaban un firmamento de estrellas de ocho puntas.
—Fue como si una mente superior nos teledirigiera desde hace quinientos años para que este edificio estuviese dedicado a las estrellas —explicaba el arquitecto Gutiérrez.
También aprovecharon el boquete de la bóveda del ábside para colgar un péndulo de Foucault de catorce metros de longitud: del péndulo cuelga una gran esfera metálica que en cada oscilación se acerca un poco más a los postes que acabará derribando. En realidad mantiene siempre la dirección de sus oscilaciones: lo que se han ido moviendo son los postes, el suelo, nosotros. El péndulo confirma la rotación terrestre.
Varias vitrinas albergan piezas de la misión espacial europea Lisa Pathfinder -un conjunto de tres satélites que registraron ondas gravitacionales- y un fragmento del meteorito que cayó en Palencia en 2004. Al lado colocaron dos lápidas sepulcrales de piedra tallada que encontraron durante la rehabilitación, la de un matrimonio noble del XVI y la de un párroco del XVIII con esta inscripción en latín: “Aquí yacen polvo y ceniza, nada más”.
Polvo de estrellas y polvo de huesos, contenidos en una misma exposición y entendidos como parte de una misma historia profunda.
Huesos y estrellas reanimaron la vida en Becerril, porque San Pedro Cultural atraía a 25.000 visitantes anuales antes de la pandemia y ayudaba a sostener un hotel, unos apartamentos, bares, restaurantes, supermercados y tiendas, animaba a que más vecinos montaran su vida en el pueblo y rehabilitaran las viejas casas familiares… Así recuperó el vigor un pueblo tan notable como Becerril de Campos, que durante siglos fue villa de behetría: sus vecinos podían elegir como señor a cualquier noble. Y a cualquiera de todo el reino, porque era “behetría de mar a mar”.
Ese fue siempre el horizonte de esta Tierra de Campos: el mar, el mar.
Hasta el mar sigo, o al menos hasta Medina de Rioseco, la ciudad que se permitió la fanfarronada de gobernar los océanos desde el corazón de Castilla.
—Debió de ser espectacular, el día en que rompieron el malecón y llegaron las aguas a inundar la dársena de Medina de Rioseco —explica la historiadora Virginia Asensio.
Pedaleo ese camino del agua durante los 59 kilómetros más sosegados del Canal, que ya es decir. Bordeo un mar agazapado, el de la laguna medio seca medio húmeda de la Nava, antaño un gran humedal estepario que crecía hasta las cinco mil hectáreas en tiempos lluviosos. El mar de Campos, lo llamaban. En el XIX aprovecharon la construcción del Canal para desecarlo, como ya se había intentado siglos atrás, y así dedicarlo a la agricultura. Pero esta suave cuenca se seguía empantanando con las lluvias, nunca recuperó su esplendor acuático pero nunca se extinguió del todo, y ahora, en tiempos de conciencias medioambientales, aprovechan precisamente el Canal para inundar unas cuatrocientas hectáreas. La laguna es un refugio temporal para diez mil o doce mil ánsares, decenas de miles de garzas, espátulas, avutardas, cernícalos, avetoros, malvasías, que atraviesan Castilla por los humedales, lagunas y charcas.
El Canal es un cordón de vida para las aves pero no bastó para retener a los humanos. Sahagún el Real (km 123) fue durante mucho tiempo el extremo sur de la navegación, principal puerto para embarcar cereales, pueblo que nació con el Canal y que desapareció como casi todos los de su breve estirpe. Ahora quedan los almacenes, la ermita, el embarcadero, el silencio, la nostalgia de una ambición fosilizada.
En Abarca (km 144) aparece la primera de las siete únicas esclusas del Ramal de Campos. Es rectangular, porque aquí el Estado desfalleció y dejó las obras en manos de una compañía privada que se ahorró gastos y complicaciones. Será porque apenas hay otras arquitecturas en cuarenta kilómetros, serán los campos infinitos de trigo y cebada, será el arrullo de la brisa en los juncos, serán los palomares descalabrados, será el crotoreo de las cigüeñas en sus nidos de las fábricas abandonadas, será la perspectiva de que esto se acaba, pero la cosa es que el pedaleo languidece. Otra esclusa, otra almenara, otro puente, otra fábrica muerta.
Los ánimos se encienden con la promesa de otra historia: en Medina de Rioseco me espera el cocodrilo del río Sequillo (!).
Si el océano terminaba precipitándose a un abismo de monstruos, las aguas finales del Canal se embalsan en la dársena de Medina (km 173), vigiladas de cerca por un terrible saurio. Primero están el embarcadero de la nave turística Antonio de Ulloa, los antiguos almacenes y la gran fábrica de harinas San Antonio, hoy museo de turbinas, molinos, cernedores y otra máquinas-reliquia de la revolución industrial.
Medina de Rioseco es la ciudad de los almirantes, la de las iglesias góticas varadas como galeones en un mar de cereal, la de los soportales de la Rúa Mayor y la capilla exuberante de los Benavente, y es la sede de esa alma castellana que sueña con el océano y fantasea con cocodrilos.
Cuando construían la iglesia de Santa María de Mediavilla, todas las mañanas los obreros descubrían que alguien había derribado el trabajo del día anterior. Una noche alguien se quedó a vigilar y vio cómo un cocodrilo espantoso emergía de las orillas del río Sequillo, tiraba los muros a coletazos y volvía a su refugio. La asamblea de vecinos planteó que alguien debía matar al bicharraco y nadie se atrevió, así que recurrieron a una solución clásica: le ofrecieron la libertad a un preso si se encargaba él de la tarea, que para eso sirven los presos. Al hombre se le ocurrió acercarse al río con un gran espejo: el cocodrilo se quedó embobado mirándose y el preso aprovechó para clavarle un lanzazo. ¡Bravo, bravo! Desde entonces, en la entrada de la iglesia cuelga boca abajo el famoso pellejo del cocodrilo.
En el coro de la iglesia también colgó durante siglos un cuadro, ahora en el Museo de San Francisco, en el que se ve a un distinguido señor con peluca empolvada, traje azul con bordados de oro, un tricornio bajo el brazo y calzas de seda roja. A su lado posa un niño igual de pomposo. La leyenda quiso que fueran el preso que mató al cocodrilo y un chavalín al que salvó de morir entre sus fauces. La gris realidad responde que se trata de Manuel Milán, un riosecano que emigró a México, llegó a alcalde de Puebla y mandó la piel de un caimán como ofrenda para la iglesia de su pueblo.
Sí, solo es un pellejo enviado por un señorito con ganas de fardar ante sus paisanos, pero así son las fantasías viajeras. En el río Sequillo había un cocodrilo monstruoso y nosotros hemos navegado Castilla.
Navegaciones y visitas
- Herrera de Pisuerga: Barco Marqués de la Ensenada y centro de interpretación (664.20.14.15).
- Frómista: Barco Juan de Homar (673.36.84.86).
- Villaumbrales: Museo del Canal de Castilla (979.83.31.14).
- Becerril de Campos: San Pedro Cultural (618.50.97.23).
- Medina de Rioseco: Barco Antonio de Ulloa y museo de la fábrica de harinas San Antonio (983.70.19.23).
Ander Izagirre
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