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A pesar de todas las formas que pueden adoptar las nubes, incluso inspirándonos figuras reconocibles como un conejo, una casa o una oveja trasquilada, entre otras, podemos clasificar taxonómicamente todas las nubes del cielo de la misma forma que clasificamos las especies animales.
Estos nombres se basaron en la obra pionera de Luke Howard, químico inglés que publicó su Essay on the Modification of Clouds en 1802, tal y como explica José Miguel Viñas en su libro Curiosidades meteorológicas.
Originalmente, por su forma, las nubes se pueden dividir en tres géneros básicos: cirrus (fibra o cabello), cumulus (montón) y status (capa). Actualmente también las podemos dividir en función de la altura a la que se sitúan sus bases: nubes altas (cirrus, cirrocumulus y cirrostratus), medias (altostratus, altocumulus y nimbostratus), bajas (stratus y stratocumulus) y de desarrollo vertical (cumulus y cumulonimbus).
A su vez, cada uno de estos géneros de nubes pueden presentar características que permiten subdividirlas en un total de quince especies, las cuales reciben nombres latinos que hacen referencia a la concreta particularidad de la nube: fibratus (que tiene estructura fibrosa), castellanus (que tiene protuberancias), fractus (que tiene discontinuidades), mediocres (que tiene un escaso desarrollo), stratiformis (que tiene estratificación), etcétera. Aún hay más nomenclaturas para cada especie, que se se puede clasificar por su aspecto óptico: translucidus, opacus, etcétera. Y cada cierto tiempo se descubren más tipos de nubes.
La nube que nos ocupa, la nube lenticular, tiene forma de lenteja, como lo indica su nombre, o de platillo, o de lente convergente. Los enormes platillos volantes que se quedaban sobre las principales ciudades del mundo en la película Independece Day o en la serie de televisión V. Toda una nación flotante constituida únicamente por el forro blanco de todas las almohadas del mundo. Estas nubes son estacionarias, y se forman a grandes altitudes en zonas montañosas y aisladas de otras nubes. Suelen formar parte de las formas cirrocúmulo, altocúmulo y estratocúmulo. La que ahora vamos a analizar es un altocúmulo.
Altocumulus lenticularis
Los altocumulus lenticularis u ondas de montaña, que generalmente se forman a 2.000 – 6.100 metros sobre el nivel del suelo, acostumbran a identificarse por los observadores más crédulos como objetos volantes no identificados de tipo alienígena, los clásicos platillos volantes. Pero, a diferencia de una nave espacial, esta estructura en forma de onda no tiene nada de sólido, como ocurre como todas las nubes: un cúmulo típico contiene apenas el agua justa para llenar una bañera pequeña.
Así pues, aunque las nubes varían mucho en tamaño, y pueden pasar de unos miles de metros de espesor a unos cientos de metros, todo es esencialmente inmaterial. Un simple trampantojo.
El sombrero del Teide
En España, se forman algunos de los más espectaculares y persistentes altocumulus lenticulares del mundo. Concretamente en el Teide, el volcán situado en la isla de Tenerife que tiene 3.715 metros sobre el nivel del mar. No es raro que se forme aquí, pues, siendo como es el pico más alto del país, el de cualquier tierra emergida del océano Atlántico y, además, el tercer volcán de la Tierra desde su base en el lecho oceánico (justo después de dos que hay en Hawái: el Mauna Kea y el Mauna Loa). Por eso, este altocumuls lenticulares ha sido llamado «sombrero» del Teide.
Considerado el padre de la geografía moderna universal, Alexander von Humboldt, nacido en Alemania hace hoy 250 años, fue un aristócrata alemán que dedicó su tiempo y su fortuna al estudio de las ciencias. En realidad, fue el primer científico de la naturaleza, el primer ecólogo. En su viaje de exploración científica, junto al naturalista y botánico francés Aimé Bonpland, hizo un breve recorrido por Tenerife entre el 19 y el 25 de junio de 1799. Ascendieron al cráter del pico del Teide y realizaron experimentos para el análisis del aire. Mientras esperaba en el puerto de Santa Cruz la autorización para desembarcar, Humboldt pudo percibir ya fugazmente el pico de Teide, quedándose asombrado:
El pico sólo nos resultó visible durante algunos minutos, cuando estábamos ya ante el muelle de Santa Cruz. Pero esos pocos minutos me procuraron una visión grandiosa y sobrecogedor.
Pero este volcán solo es uno de los elementos que intervienen en la delicada alquimia que se necesita para la formación de esta clase de nube tan particular. El otro es la masa de aire húmedo que asciende a este nivel, condensándose, y que entra en contacto con la particular orografía del terreno, que acaba por esculpir su forma, como si la nube fuera barro fresco y los diferentes detalles de la montaña, las manos de un alfarero. O un ebanista cizallando la madera.
De alguna manera, el flujo constante de aire recorre la montaña, la acaricia, lo que obliga a la nube a adquirir forma de ondas. Esta modulación es muy acentuada porque la nube es estática, atrapada en el pico, rotando a su alrededor como un tiovivo. La forma de la nube está respondiendo pues a la interacción tierra-viento.
Pero ¿por qué la nube crece alrededor del Teide, queda atrapada por la montaña, y no crece hacia arriba o hacia abajo? En realidad, hay algo que las «confina», como si el Teide ejerciera un poder electromagnético y la nube estuviera formada de virutas de hierro. Aunque los motivos de esto son ciertamente abstrusos a nivel meteorológico, un factor primordial son los vientos alisios, que soplan desde las áreas de altas presiones hacia las bajas presiones, como todos los vientos. Estos vientos los origina el anticiclón de las Azores. Y el Teide se halla en el flanco suroriental de este anticiclón.
Por esta razón, si aparece este ovni en forma de nube, el sombrero del Teide, entonces también podemos apostar a que lloverá en las próximas horas o días, porque hay una alta presencia de humedad y viento, lo que denota la llegada de tiempo inestable. El Teide, así, es una especie de parte meteorológico, un faro al que todos pueden mirar para conocer el tiempo venidero. De su capacidad profética no solo se benefician las gentes del campo de la isla, sino también las de las islas vecinas, donde el imponente Teide continúa siendo visible como el ojo de Sauron. Algo que probablemente von Humboldt también pudo atestiguar con sus asombrados ojos.
Sergio Parra