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El río Tajo marca la frontera entre España y Portugal durante 47 kilómetros. Y en ese tramo es la arteria de un parque natural -reserva de la biosfera- que se extiende por los dos países. Proponemos tres recorridos en bicicleta de montaña por los antiguos caminos de esta comarca: un puente romano imponente, vías de trashumancia por campos y dehesas de Cáceres, monumentos megalíticos, calzadas medievales, castillos. Y cuando las piernas ya duelen un poco, navegamos un tramo espectacular del Tajo.
Primera etapa (Alcántara-Castillo de Peñafiel-Alcántara, 66 km). El camino de las guerras
Bordeamos las murallas de Alcántara, un hojaldre de pizarra mordisqueado por los siglos, y bajamos traqueteando por la calzada hacia el fondo del barranco.
Bajando entendemos el nombre del río, ese tajo profundo que atraviesa Iberia. Bajando entendemos por qué eligieron este punto los romanos para tender su colosal puente de granito, en el paso más estrecho. Bajando entendemos por qué lo construyeron con seis arcos tan altos, porque aquí las crecidas se encajonaban veinte o veinticinco metros. Bajando entendemos por qué este pueblo se llama Alcántara, del árabe Al Qantarat: el puente, el puente por antonomasia. Y por qué creció en esta colina un núcleo de castillos, murallas, monasterios, iglesias y palacios.
Alcántara, ya lo veremos, fue durante siglos uno de los cuarteles generales más rotundos del poder. Por el puente y para el puente.
El puente determinó caminos, fundó pueblos y transformó el paisaje, el puente condiciona nuestra modesta excursión ciclista dos mil años después: empezamos a pedalear aquí porque es el único paso entre territorios inmensos al norte y al sur del Tajo.
En la entrada al puente levantaron un templo, una sencilla nave de granito con gradas, columnas y tejado a dos aguas, consagrada a Trajano, que era emperador y por tanto dios de los romanos en el año 104.
“Quizá la curiosidad de los viajeros, a quienes lo nuevo agrada, querrá saber quién lo hizo y con qué propósito”, dicen unos latines en una placa de mármol. “El ilustre Lacer, con divino arte, construyó el puente para que permanezca por los siglos en el mundo”. Antaño hacían ofrendas al emperador en este templete; la pila de piedra con desagüe sugiere que incluso rebanaban cuellos; ahora los turistas echan monedas al interior como si el templo fuera una tragaperras. Ofrezco un sacrificio modesto -arranco la piel a una mandarina, riego las gradas del templo con tres gotas- para pedirle a Trajano que me mantenga fresca la curiosidad del viajero.
Y a santa Lucía que me agudice la vista, porque cuesta distinguir los nombres de los municipios lusitanos que pagaron esta obra. Están inscritos en una placa de mármol, en el arco de triunfo que levantaron en medio del puente. No hay obra pública sin propaganda política. Los romanos consagraban sus ingenierías al emperador, entregaban las obras civiles como ofrendas religiosas, pero aquí están los pueblos que soltaron la pasta por motivos prosaicos, verdaderos, vitales: necesitaban cruzar el río con sus carros, traer y llevar metales, paños, cereal y por supuesto vino. El puente lo pagaron los lancienses, banienses, ycaeditani, opidani, yntervanienses, midubrigenses y arabugenses, entre otros muchos pueblos de los que no sabemos nada, ni siquiera su nombre, porque desaparecieron tres de las cuatro placas que los registraban.
A ellos les debemos la ruta de hoy. A ver qué puente iba a edificar Trajano sin el campesino lusitano al que le recaudaron unos dineros después de deslomarse recogiendo olivas.
Pedaleamos hacia la presa cercana, un monstruoso muro de hormigón de 130 metros de altura con sus compuertas como fauces a punto de devorar el puente, y me pregunto, oh, Trajano, qué admirarán más los turistas dentro de dos mil años: ¿tu puente de granito imperial, la presa de hormigón franquista?
Subimos un kilómetro por la carretera de Piedras Albas y nos desviamos hacia una de las sorpresas de la jornada: vamos a la playa. En la década de 1960 le dieron un buen mordisco al paisaje -la cantera de Alcántara- para extraer el granito necesario en la construcción de la presa. Cuando la clausuraron, el boquete se inundó y ahora queda una laguna en medio de un anfiteatro de pizarras y granitos, de tonos grises, pardos, ocres, dorados, con una pequeña playa artificial. En las repisas anidan cigüeñas negras -las localizamos gracias a los manchurrones de guano con las que firman este paisaje multicolor- y en lo alto del acantilado se posan ocho buitres. Esperan a que el aire de la mañana se caldee, aprovechan las corrientes cálidas y se elevan en espirales sin aletear.
Los ciclistas somos animales más pesados y más torpes, pero a cambio percibimos la belleza y sentimos el placer del descubrimiento: una recompensa simbólica, innecesaria para sobrevivir, por la que estamos dispuestos a pagar un poco de esfuerzo. Somos bichos peculiares, sufrimos por placer. Subimos y bajamos por las lomas, adornadas de encinas y bolas de granito, saludamos a las vacas, paramos a contemplar el menhir del Cabezo: un monolito de 4,65 metros de altura y 12 toneladas, gran hito –granito- en el paisaje, quizá funerario, sexual, telúrico, solar, territorial, un mensaje de nuestros antepasados de hace 2.500 años que ya no sabemos leer.
Atravesamos un territorio de misterios antiguos. A partir del pueblo de Piedras Albas, un rodeo nos conduce por uno de esos caos rocosos que de repente empiezan a tomar formas y a expresar intenciones. La Peña Buraca (“peña agujereada”) es una especie de gran calavera de granito con dos ojos excavados, rodeada por cuatro hectáreas de tumbas infantiles y adultas también talladas en las rocas. Suelen decir que es un santuario prehistórico, porque las tumbas no están orientadas de este a oeste, como las cristianas, sino esparcidas alrededor de la calavera central en todas direcciones. Por el momento no han aparecido rastros prehistóricos, pero sí monedas y cerámicas romanas, que confirman un asentamiento imperial. Los ojos de la calavera podrían ser un refugio para ermitaños medievales, con sus huecos horadados en las cejas probablemente para encajar vigas y montar alguna estructura de abrigo. En cualquier caso, esta loma solitaria debió de ser un santuario muy concurrido. Ya solo quedan los huecos en las rocas. Y eso parece un aviso.
Estas pistas son una delicia para pedalear, pero de vez en cuando nos encontramos con fincas privadas que cierran los caminos públicos con vallas y candados. Las saltamos, dibujando un pentagrama de ciclistas que se encaraman a la valla y alzan las bicis para pasarlas al otro lado, y así vamos sorteando obstáculos ilegales. Los últimos siete kilómetros hasta Zarza la Mayor ya sí, ya son libres y gozosos, por la Cañada Real de Gata, en un descenso punteado por toboganes.
Desde Zarza, atravesamos los campos hasta un promontorio en el que tiemblan las ruinas del castillo de Peñafiel, sus muros medio derruidos, la torre del homenaje con melena vegetal, las trazas de los establos, el aljibe, los hornos. El castillo se eleva -con mucha fatiga y mucho temblor, todavía se eleva- sobre el cortado del río Eljas, que separa España y Portugal, y parece evidente que esa hondonada fue frontera desde antiguo, porque aquí ya construyeron una fortaleza los bereberes del siglo IX, en su confín con los cristianos del norte. Alfonso IX, rey de León, la conquistó en 1212 y se la entregó a los caballeros de la Orden de San Julián de Pereiro, una de aquellas milicias religiosas que gobernaban los territorios por delegación del monarca. Los campesinos cristianos de la zona se instalaron al pie del castillo, hasta que el ambiente se fue calmando y los caballeros fundaron la población de Zarza con su casa del comendador, su iglesia, sus palacios de hidalgos, sus caminos, sus fuentes.
En 1213 las tropas cristianas avanzaron de Peñafiel hacia el sur, cruzaron el puente romano, echaron a los musulmanes y conquistaron la poderosa ciudad de la colina. Los caballeros pereiros instalaron allí su capital, incluso tomaron su nombre para constituir… la Orden de Alcántara.
Alcántara es un fósil del poder antiguo pero sigue ejerciendo su atracción gravitatoria en la comarca: regresamos por la carretera EX-117 y luego por las pistas cercanas al río Alagón, para emprender la segunda etapa también desde Alcántara.
Segunda etapa (Alcántara-Cedillo, 83 km). El camino de los rebaños
El poder de Alcántara se evaporó, nos quedan sus caparazones.
Los caballeros establecieron su sede en el convento de San Benito, una mole con aires de castillo berroqueño, esos muros tan altos, tan gruesos, tan orgullosos con sus escudos imperiales, un poco aligerados por el capricho de la galería porticada de la hospedería. Desde aquí gobernaban un territorio de siete mil kilómetros cuadrados que les daba rentas abundantes, desde aquí salían a guerrear contra los musulmanes en Andalucía o en Murcia, cuando los reyes se lo pedían, y ellos aprovechaban las victorias para quedarse con nuevos castillos, nuevas tierras, nuevas rentas. Cuando Felipe II desvió dineros y arquitectos a la construcción del palacio del Escorial, para afirmar la sede central de la monarquía, este convento-castillo de los caballeros de Alcántara se deslizó hacia la decadencia. Se le empezó a caer el pellejo. Invasiones, saqueos, terremotos, desamortizaciones y traslados de sus tesoros artísticos lo desventraron.
Quedan los edificios y los caminos. Junto al convento pasa, como pasaba hace ocho siglos, la Cañada Real de Gata.
En esta etapa no necesitamos GPS porque nos orientamos con Alfonso X el Sabio. No seguimos trazados en una pantalla porque seguimos los que él estableció en 1273: las cañadas reales, por las que vacas y ovejas siguen atravesando Iberia, por las que ahora también pasamos otros rebaños de colores chillones: los ciclistas.
Salimos de Alcántara al amanecer. El horizonte arde en el este, nosotros pedaleamos hacia el suroeste, justo por delante de esos primeros rayos que vienen rozando los campos y encendiéndolos de amarillo y verde. La luz nos alcanza, los radios giran brillando. Y nos entra la euforia del ciclista al que le han regalado el mundo sin estrenar, el aire fresco de la mañana, el crujido de la grava bajo las ruedas.
Seguimos los postes y las señales rojas del Camino Natural del Tajo, que aquí coincide con la cañada real, por campos ondulados, infinitos, vacíos. Cuando nos apeamos para abrir el portón de una finca, se acerca al trote un rebaño de cientos de ovejas balando como locas: parece que llevaban años planeando la fuga y han encontrado el resquicio. Llega un mastín al galope, se pone al frente del rebaño, suelta cuatro ladridos y las ovejas no dan ni un paso más, se quedan mirándonos con frustración, mientras abrimos, pasamos y cerramos. En otra loma, cinco ciervos corren en paralelo a nuestra marcha durante un buen minuto.
Esta mezcla de naturaleza domesticada y salvaje compone los paisajes extremeños. Como la dehesa, el bosque de encinas y alcornoques que los humanos han ido clareando para ganar pastos y alimentar al ganado, para recoger leña, para extraer corcho. El resultado es una especie de Serengeti ibérico: en lugar de la sabana de Tanzania, la dehesa alcantareña; en lugar de acacias, encinas; en lugar de ñus… cerdos de pata negra. Gana Extremadura por goleada.
En Membrío dejamos la cañada y seguimos el Camino Natural hasta Carbajo, pueblo blanco entre colinas. Subimos por un bosque de encinas, robles, madroños y pinos, y bajamos en picado a Santiago de Alcántara, que ofrece dos buenas visitas para entender el entorno: el centro de interpretación de la naturaleza del Tajo, en la ermita medieval de El Péndere, y el del megalitismo, en un curioso edificio muy moderno y muy antiguo, soterrado con forma de dolmen.
En las dehesas entre Santiago y Herrera de Alcántara, varias docenas de cerdos ibéricos se asoman al camino para gruñirnos y jalearnos. Puede que sus ánimos sean sinceros o que esperen que les lancemos alguna de esas barritas de frutos secos con miel que van sembrando aromas desde nuestros bolsillos.
Podríamos terminar pedaleando hasta Cedillo, pero en Herrera aprovechamos la oportunidad de navegar un tramo esplendoroso del Tajo. Embarcamos en el Barco del Tajo Internacional y la patrona Mónica Mielgo nos da instrucciones:
—Hablen en voz baja, por favor. Este barco es eléctrico y silencioso, atravesamos un parque natural en el que somos los invitados, no queremos molestar a sus habitantes.
Y va señalando a algunos:
—Vean allá una garza, se ha instalado en el nido de una cigüeña negra que este año ha sacado tres pollos y ya ha emigrado con ellos a África.
Mielgo conoce vida y milagros de cada ave en este tramo del Tajo.
Desde el embarcadero de Herrera hasta el de Cedillo -una docena de kilómetros por la raya fronteriza fluvial-, el barco navega encajonado entre dos laderas de apariencia muy distinta. En la orilla norte, la portuguesa, cuelgan terrazas de piedra para cultivar olivos, en pendientes tan empinadas como para que resulte imposible entrar con vehículos, así que las aceitunas las recogen… en barcos. Donde no están cultivadas, las laderas portuguesas aparecen terrosas, ralas, con poca densidad de árboles y matorrales, porque miran al sur, están en la solana. La orilla española está en la umbría, cubierta por un bosque mediterráneo espeso -encinas, quejigos, alcornoques, madroños, jaras, cornicabras-, refugio para ciervos y jabalíes, también escondite para humanos en apuros.
—Mari Loza era una mujer de Herrera, que perdió a su marido en la Guerra Civil. Para alimentar a sus hijos, se dedicó al contrabando —cuenta Mielgo—. Se metía por lo más profundo del bosque, para que no la vieran los guardias, hasta un punto del río donde cruzaba en bote a Portugal. De allí traía harina, azúcar, café, productos sencillos, que en la posguerra escaseaban.
El paso secreto de Mari Loza desapareció bajo las aguas, como desaparecieron vegas, huertos, molinos, embarcaderos, caminos de sirga, incluso restos de puertos romanos, cuando construyeron el embalse de Cedillo en 1974. Ahora el Tajo es un río recrecido hasta los 44 metros, un lago alargado y tranquilo, en el que flotan vegetaciones ondulantes como verdes melenas ahogadas. El barco las atraviesa, las rompe, las revuelve.
—Así ayudamos a mantener sano el río, a remover las aguas y a oxigenarlas, porque esas masas de vegetación pueden ahogar la vida que hay debajo —dice el otro patrón del barco, Rafael Pintado—. Durante la pandemia dejamos de navegar unos meses y el río se quedó mal, verde, estancado.
El barco turístico, según le dicen los biólogos a Pintado, ayuda a que prosperen las colonias de aves del Tajo.
—Claro, porque cuando navegamos, se acaba el furtivismo. Si vemos pescadores cerca de nidos en época de criar, les decimos que se marchen. Si pasan barcos haciendo demasiado ruido, les pedimos que vayan con más cuidado. Vigilamos el río. Si hay cualquier cosa que disturbe a las aves, avisamos a los guardas del parque. Y así los nidos están bien cuidados, las especies se reproducen.
Alguna vez les toca denunciar a okupas.
—A los buitres leonados. Sí, porque llegan en febrero y ocupan los nidos de las cigüeñas, que llegan en marzo. Las cigüeñas viven siempre con la misma pareja, usan el mismo nido, y si se lo ocupan los buitres, pues es un problema. Avisamos a Medio Ambiente y vienen a llevarse los pollos de los buitres a otra parte. No veas cuántos pollos sacan las cigüeñas, ahora que les cuidamos los nidos.
Las aves parecen encantadas en el río, con el refugio del bosque y los precipicios ideales para anidar. Un cormorán despliega las alas, posado en una roca, para secarse al sol.
—Y vean esa otra garza en el lado portugués, dominando el cantil —sigue Mielgo—. En esa orilla pega el sol y la pizarra se mantiene caliente mucho tiempo, por eso a la garza le gusta estar ahí, vigilando el río, con su cuello retráctil y su pico como un arpón, esperando a que aparezca algún pez.
Este cañón del Tajo es un oasis para garzas reales, garzas imperiales, martines pescadores alimoches, cigüeñas negras, buitres leonados. Aquí anidan incluso tres parejas de águilas imperiales.
—La ventaja es que aquí está todo virgen, es un espectáculo natural. La desventaja es que está todo virgen —dice Pintado. Se refiere a la falta de infraestructuras turísticas: la zona está muy despoblada, hay pocos alojamientos, pocos restaurantes, pocos grupos de turistas.
Quienes venimos, claro, agradecemos esta suerte.
Tercera etapa (Valencia de Alcántara-Marvão, 49 km). El camino de las rocas con espíritu
Parece que los habitantes prehistóricos de esta región se volvieron locos, les entró una fiebre constructora delirante, levantaron docenas y docenas de monumentos funerarios como si Cáceres fuera una base de lanzamiento de almas al más allá. Si en la zona de Alcántara se conocen medio centenar de dólmenes y algún menhir, en los alrededores de Valencia de Alcántara se desperdigan más de cuarenta. Constituyen uno de los conjuntos megalíticos mejor conservados y más ricos de Europa, con sus ajuares de cerámicas, hachas, puntas de flecha…
O los antiguos valentinos estaban obsesionados por las construcciones funerarias o simplemente hacían lo mismo que en otros lugares, con la diferencia de que en esta parte de Extremadura sus obras se han conservado mucho mejor. Parece que sí, porque construían los dólmenes con el granito de la zona, muy resistente (y con pizarra: estos se ven más deteriorados); porque esta región nunca estuvo muy poblada, así que los monumentos se quedaron aislados y en paz… y porque aquí predominan las dehesas.
Sí, otra ventaja de las dehesas: son explotaciones agrícolas que permiten conservar los monumentos prehistóricos. Aquí no entran grandes máquinas a roturar los terrenos, ni cosechadoras mastodónticas. Sí que hay dólmenes destruidos o dañados por algún tractor, pero mucho menos que en otras regiones.
Salimos de Valencia hacia el sur observando las formas del granito. Primero la forma salvaje: pedaleamos entre berrocales, domos graníticos coronados por una aglomeración de bloques grises redondeados, como huevos de dinosaurio. A sus pies, en las dehesas, brotan enormes esferoides de granito. Nos sumergimos en este paisaje que parece la piscina de bolas de algún bebé gigante, y nos damos cuenta de que nuestro camino serpentea según nos lo dictan los muros de piedra que delimitan los terrenos: también son de pizarra y granito, pero ya dispuestos por los humanos. Es la forma práctica del granito.
Y después de la forma salvaje y la forma práctica, llega la más intrigante: la forma simbólica del granito.
Desde el pequeño pueblo de La Aceña de la Borrega, una pista nos lleva hasta el dolmen del Mellizo. Hace cinco o seis milenios, unos remotos humanos se tomaron la molestia de hincar ocho losas de granito en círculo y taparlas con otra gran losa plana. Marcaron el pasillo de entrada con un par de losas horizontales. Y dentro sepultaron huesos, cenizas, herramientas de sus muertos. El monumento, de casi tres metros de altura, debió de estar cubierto por un túmulo de tierra. Ahora queda a la vista en sus líneas desnudas, una estructura destacada en medio del caos rocoso.
Aquí asistimos al paso de la geología a la arquitectura: el granito caótico de la colina es el mismo que el del dolmen, pero estas losas ordenadas albergan una intención. Sus constructores murieron hace seis mil años, pero en el dolmen sigue flotando su mente, sus ideas estéticas y espirituales, sus inquietudes posiblemente parecidas a las nuestras.
En eso consiste la huella humana: un poco de geometría en medio del caos.
Cada pocas pedaladas encontramos desvíos a los dólmenes de las Datas, del Corchero, de Cajirón. Esta zona debió de funcionar como necrópolis. Y por tanto debió de haber poblados neolíticos que en algún momento cuajaron en el asentamiento de la actual Valencia de Alcántara.
A Valencia volvemos por una pista que bordea el pequeño embalse de Alpotrel. Una vez en el pueblo, para seguir con las piedras que albergan espíritus, subimos directos a la iglesia gótica de Rocamador. Aquí adoran a la Virgen de ese nombre, una advocación importada desde Rocamadour, santuario francés encastrado en un peñasco. El Rocamador extremeño también se alza en el punto más alto de una colina, junto al viejo castillo medieval, porque las piedras siempre nos dieron seguridad, tanto religiosa como militar.
Refugiados en castillos, templos y murallas, fundábamos un nosotros que siempre necesitaba un vosotros al que culpar, insultar, castigar y expulsar. Isabel la Católica vino a la iglesia de Rocamador en 1497 para asistir a la boda de su hija Isabel con el rey Manuel de Portugal, una jugada para trenzar la amistad de dos reinos cristianos y concentrar así una enemistad mucho más poderosa contra los infieles. Entre las condiciones de la alianza, los Reyes dizque Católicos exigieron a su colega de Portugal que expulsara a los judíos como ya habían hecho ellos en 1492, al mismo tiempo que echaban a los musulmanes de Granada, para fundar así un Estado sin gentes extrañas que incordiaran.
De la iglesia bajamos por las calles reviradas de la judería, en las que se nos aparece Sara, una muchacha hebrea con un largo vestido morado y un pañuelo a la cabeza, hija del rabí Abraham. Sara planea casarse con su novio Saúl, pero se echa a temblar cuando un heraldo toca la corneta y ordena a todos los habitantes de la villa que se reúnan en la plaza dentro de una hora para escuchar un edicto de sus católicas majestades. En esa hora, siguiendo el recorrido teatralizado por las calles de Valencia, por la antigua sinagoga, por las casas de la judería convertidas en barrio gótico, nos encontramos con más personajes de 1492 y vivimos la angustia de las familias judías que llevaban siglos en estas tierras y se vieron obligadas a marcharse dejándolo todo.
—No hay camino más impredecible que la vida —dice Sara.
Y seguimos, a partir de aquí, el camino de los judíos en su exilio a Castelo de Vide, en Portugal, el país que solo les serviría de refugio cinco años, hasta que la católica Isabel extendió sus influencias al otro lado de la frontera y decidió engalanar la boda de su hija con un nuevo festival de deportaciones, saqueos, matanzas y tribunales de la Inquisición.
Pasamos la aldea de San Pedro de los Majarretes y cruzamos la frontera casi sin darnos cuenta, porque subimos y bajamos por los caminos estrechos de un paisaje cada vez más montañoso, más brumoso, más frondoso de castaños, en las estribaciones de la sierra de São Mamede. Un mojón con las letras E y P, en un collado junto a una pequeña granja, pretende convencernos de que hemos cambiado de país. Es un territorio confuso, que primero fue bisagra entre el norte cristiano y el sur musulmán, luego entre el este español y el oeste portugués, atravesado por la calzada romana que iba de Cáceres a Santarém. Y por eso necesitaba también una buena piedra defensiva para controlarlo: el castillo de Marvão, en lo alto de una montaña, final de nuestra etapa.
La fortaleza tomó el nombre del jefe Ibn Marwán, un personaje de lo más complejo: descendiente de una familia de nobles visigodos convertidos al islam, hijo del gobernador omeya de Mérida, rebelde contra el emir de Córdoba, aliado de los cristianos, fundador de la ciudad de Badajoz, un caudillo ambiguo del siglo IX muy apropiado para esta región de límites borrosos. Alrededor de su castillo crecería Marvão, uno de los pueblos más vistosos de Portugal.
Cruzamos el río Sever y emprendemos la subida: cuatro kilómetros para remontar más de trescientos metros. Son rampas duras, pero lo más terrible -y lo más bello- es el firme. En los últimos dos kilómetros nos metemos por una calzada y empezamos con el traqueteo, el patinazo, la pedalada en falso, el deslome, el dolor de patas, la asfixia, el sudor en los ojos y toda la gama de placeres ciclistas: hemos venido a jugar.
Conviene buscar alguna excusa, pararse por ejemplo a sacar fotos o a recoger caquis maduros, para recuperar el aliento y apreciar esta ingeniería medieval. La calzada sube por el bosque trazando curvas de herradura, curva y contracurva, curva y contracurva, con una anchura suficiente como para que se cruzaran carros, delimitada por muretes de piedra, atravesada por surcos transversales para drenar el agua de lluvia, adornada con unas coqueterías que muestran la importancia que debió de tener Marvão para permitirse estos lujos: en las curvas, el pavimento dibuja estrellas de ocho puntas.
Coronamos la cresta de Marvão, cruzamos los arcos de la muralla y serpenteamos por las calles estrechísimas, entre casas encaladas con arcos góticos y balcones de hierro forjado, iglesias, torres, miradores y jardines, hasta lo alto del castillo.
A los ciclistas nos incomoda el traqueteo de los adoquines, pero ya hemos terminado el viaje y aquí apreciamos uno de los usos más nobles que han dado los humanos a las piedras: servirnos de camino.
Trazados para el GPS:
- 1ª etapa: Alcántara-Castillo de Peñafiel-Alcántara
- 2ª etapa: Alcántara-Cedillo
- 3ª etapa: Valencia de Alcántara-Marvão
Página del Tajo Internacional: https://turismotajointernacional.es/
Más rutas en bicicleta por el Tajo Internacional: https://turismotajointernacional.es/actividades/cicloturismo-btt/
Ander Izagirre
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