Santander, ciudad modelada con fuego y bombas
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12.11.2021
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Santander es una ciudad hermosa, de apariencia plácida, forjada en catástrofes que costaron cientos de muertos y miles de desplazados. El incendio de 1941 destruyó casi todo el casco histórico y permitió que la dictadura de Franco, recién instaurada a base de bombardeos, desplegara su ideal urbanista: una ciudad de segregación social que perdura hasta hoy. Desde la plaza Porticada hasta el faro de Cabo Mayor, visitamos refugios antiaéreos, escenarios de explosiones portuarias y de campos de concentración, monumentos y restos de la guerra. También escuchamos leyendas que establecieron una cierta idea de la ciudad.
Suena una sirena larga, cíclica, angustiosa, voces de personas que se llaman, se responden, se apremian para bajar las escaleras, un portón que se cierra. Susurros, jadeos, toses. De pronto el bombazo. Retumban las paredes, parpadea la luz, caen escombros. Un niño llora angustiado. Llora en la grabación que recrea un bombardeo de 1936, pero también rompe a llorar el niño que ha bajado en 2021 con sus padres al refugio antiaéreo de la plaza del Príncipe, en pleno centro de Santander, abierto a las visitas.
Este refugio lo excavaron a toda prisa en mayo de 1937 para los vecinos de la plaza Mariana Pineda, que así se llamaba entonces, y para los milicianos que tenían su cuartel general en el cercano hotel Ignacia.
Cuando empezó la Guerra Civil, las autoridades republicanas de Santander acondicionaron sótanos de grandes edificios -el de Correos o el del Banco de España-, también levantaron parapetos de sacos terreros en los soportales de las plazas, pero enseguida, cuando el ejército golpista se acercaba, cuando sus aliados nazis empezaron a bombardear la ciudad, excavaron refugios por todas partes. En las laderas abrieron galerías capaces de acoger hasta dos mil personas, en el centro prepararon otros refugios más pequeños como este de hormigón que visitamos ahora, el refugio Mariana Pineda, pensado para setenta personas, aunque solían reunirse bastantes más.
Tras la guerra quedó tapado y olvidado. En 2006, unos obreros perforaron el suelo de la plaza con sus martillos neumáticos y redescubrieron este espacio subterráneo abovedado. En 2014 el Ayuntamiento lo abrió a los visitantes, como una muestra de la inmensa Santander subterránea: aún quedan cientos de accesos tapiados en laderas, muros y plazas, que daban paso a los 114 refugios construidos para acoger a unas cuarenta mil personas.
Bajamos por unas escaleras al subsuelo y recorremos el zigzag que diseñaron entre muros de hormigón para que no entraran balas ni metrallas ni ondas expansivas. Encontramos tres galerías paralelas con bóvedas de cañón, cortas, angostas y bajas, que a algunos visitantes les resultan claustrofóbicas. Iluminaban el refugio con la luz tenue y amarillenta de unas bombillas de 125 voltios. En un pequeño almacén guardaban un grupo electrógeno, unos picos y palas por si había derrumbes y un botiquín básico. Nada más, porque las estancias solían ser inferiores a una hora: los bombardeos de la época duraban diez o quince minutos. En eso andaban los aviones nazis, aprovechando la Guerra Civil española para probar sus aparatos, entrenar a sus pilotos y ensayar bombardeos cada vez más largos y mortíferos.
Santander sufrió 33 bombardeos en trece meses. Y 188 pasadas aéreas de reconocimiento: otras tantas llamadas de sirena, otras tantas carreras al refugio. Las tropas fascistas de Mussolini llegaban del sur por el puerto del Escudo, la Brigada Navarra venía del este por la costa, el crucero Cervera cañoneaba desde el mar y los aviones alemanes de la Legión Cóndor soltaban bombas desde el cielo.
El refugio expone ahora uno de esos proyectiles de 250 kilos: una Sprengbombe Cylindrich, un pepino gris de metro y medio, la bomba de demolición más empleada por los nazis en la Segunda Guerra Mundial y que probaron por primera vez en España, donde supuestamente no estaban. Todos los países europeos firmaron un pacto de no intervención en la Guerra Civil española, por eso el uniforme de la Legión Cóndor que vemos en otra vitrina del refugio no lleva distintivos, como tampoco los llevaban los aviones nazis, para disimular un poco, muy poco. Tan poco, que en Santander levantaron cenotafios como el que también se expone en el refugio con los nombres de Hans Kemper y Friedrich Schwanengel, dos aviadores “muertos heroicamente combatiendo con los nacionales de España”.
Una pantalla emite imágenes de los aviones nazis bombardeando Santander. Y testimonios de tres ancianos, que eran críos de nueve o diez años cuando aquellos fuselajes plateados surcaron el cielo.
—Un día estábamos jugando en la plaza y pasaron varios aviones. Vimos un combate aéreo, nos quedamos mirando hasta que se marcharon, lo pasamos bomba. Nunca habíamos visto aviones. Nuestras madres nos llamaban para que bajáramos al refugio, pero no queríamos bajar —dice Víctor Liñero.
—Al principio no nos asustábamos, porque no sabíamos muy bien qué era aquello —dice Antonio Odriozola.
—En el refugio los mayores rezaban, pero nosotros jugábamos, saltábamos, hacíamos funciones… —dice Mari Carmen González—. De la guerra recuerdo que no comíamos carne, ni huevos, ni verduras. Solo arroz y naranjas [la dieta republicana forzada por las circunstancias: a la ciudad sitiada de Santander llegaron algunos barcos con víveres desde Valencia, puerto y capital de la República].
El 27 de diciembre de 1936, las calles de Santander quedaron sembradas de cadáveres de niños como ellos tres. En un mediodía de domingo soleado, con las plazas y las calles repletas, dieciocho aviones nazis bombardearon y ametrallaron a la gente que daba una vuelta. Mataron a 65 personas, la mayoría de ellas en el barrio obrero del Alta. El paseo que atraviesa esa zona se llama ahora General Dávila, en memoria del comandante en jefe del Frente Norte y responsable del ataque mortal contra los vecinos de esa calle que lleva su nombre.
Poco después del bombardeo, una turba de ciudadanos y milicianos se vengó asaltando el barco prisión Alfonso Pérez, en el que estaban encarcelados cientos de militantes de derechas, militares y sacerdotes. Asesinaron a 156, lanzando granadas a las bodegas donde estaban retenidos, ametrallándolos o fusilándolos en cubierta.
Siguieron los bombardeos alemanes, que acabaron dejando 88 muertos. El 26 de agosto de 1937, con las defensas ya desmoronadas, las tropas italianas entraron en la ciudad, el general Dávila recorrió triunfal la calle que hoy lleva su nombre y todos desfilaron ante Franco en los jardines de Piquío, junto a la playa del Sardinero. Así empezó la transformación de la ciudad en la posguerra: primero con campos de concentración donde hacinaron a miles de prisioneros, luego con un incendio fortuito que arrasó la villa medieval y permitió crear la ciudad soñada por el urbanismo falangista.
—Era el sueño de Nerón —dice Nacho Alonso, miembro de Desmemoriados, la Asociación para la Recuperación de la Memoria Colectiva de Cantabria.
Un incendio oportuno
Nacho Alonso y Roberto Ruisánchez, geógrafo y urbanista, nos esperan a cuatro pasos del refugio antiaéreo, en la plaza del Machichaco, porque es un punto ideal para empezar a entender la transformación urbana de Santander a base de explosiones, incendios y bombazos.
—La plaza está construida en terrenos ganados al mar, donde antes llegaban los muelles de Maliaño —explica Alonso—. El 3 de noviembre de 1893 se incendió un barco de vapor que estaba atracado aquí, el Cabo Machichaco, que llevaba cincuenta toneladas de dinamita sin declarar. En aquella época no había muchos entretenimientos, así que un montón de gente vino a ver el espectáculo de los bomberos intentando apagar el barco, incluidas todas las autoridades en primera fila. Ya te imaginas lo que pasó. Bueno, igual no, porque la explosión fue inimaginable. Mató a 590 personas, dejó miles de heridos, destruyó todos los edificios de la primera línea del puerto, mandó fragmentos de materiales y de cuerpos humanos por toda la ciudad, cuentan que una pieza voló ocho kilómetros hasta Peñacastillo y mató a un hombre.
Aprovecharon la destrucción de las viejas casas portuarias para reconstruir la actual primera fila de edificios elegantes, con sus galerías de madera y cristal, para familias de clase más alta que las anteriores. Esta gentrificación traumática, este desplazamiento de los vecinos de un barrio céntrico y popular a la periferia, fue un antecedente de la gran transformación que sufriría Santander tras la Guerra Civil.
En la madrugada del 15 al 16 de febrero de 1941 se declaró un fuego en una casa de la calle Cádiz, justo cuando soplaba un viento huracanado del suroeste con rachas superiores a los 150 km/h. Las llamas devoraron en un par de días las pueblas medievales, un cogollo de casas de madera apretadas en calles estrechas. Solo hubo un muerto: un bombero. Desaparecieron cuatrocientos edificios, diez mil personas perdieron su hogar y las autoridades se encontraron con un solar inmenso para aplicar el ideal urbanista del franquismo. Desde Madrid, la Dirección General de Arquitectura diseñó lo que llamaban la ciudad orgánica, con su cabeza, su corazón y sus extremidades.
Volvemos a la plaza Porticada, al lado del refugio antiaéreo, porque aquí situaron la cabeza de la nueva Santander. Es una plaza neoclásica de edificios rotundos y simétricos con soportales, sedes de organismos públicos, entre los que destaca el de la caja de ahorros con sus dos estatuas de desnudos alegóricos que representan el Ahorro y la Beneficencia.
Alonso señala el edificio que ocupa el emplazamiento de la antigua aduana, construida en 1790 junto a la puerta de la muralla que daba al mar, en una época próspera: Santander creció como puerto de salida para el trigo y la lana que venían por el camino real de Castilla hacia América, recibió el título de ciudad, la nombraron cabeza de diócesis con su catedral, albergó la aduana y el consulado… Alrededor de tantas instituciones poderosas creció una burguesía que empezó a marcharse de la incómoda villa medieval y construyó el primer ensanche de casas nobles de sillería, ganándole terreno al mar, en el paseo y los jardines de Pereda.
—Como el edificio de la aduana es de piedra, en 1941 los bomberos lo eligieron como cortafuegos para que el incendio no pasara al ensanche burgués —explica Alonso—. Le estuvieron echando agua durante horas para enfriarlo y así frenaron el fuego.
—El casco antiguo desapareció en 48 horas —dice Ruisánchez—. Y las autoridades aprovecharon para hacer una reparcelación monstruosa. Demolieron edificios, aplanaron el cerro de Somorrostro, que era el núcleo original de la ciudad, encontraron vestigios de barcos medievales en la zona de las antiguas atarazanas y otros rastros arqueológicos, y lo arrasaron todo. Podían ser tranquilamente galeras del siglo XIII, pero les daba igual, se las llevaron mezcladas con los escombros, para rellenar la playa del Camello.
Ángela de Meer, catedrática de Geografía en la Universidad de Cantabria, explica que Santander representa el modelo ideal para el franquismo: la ciudad segregada, en la que las clases sociales altas ocupan los mejores edificios del centro, junto a las sedes del poder civil y religioso, con los mejores servicios, mientras recolocan a las clases bajas en barriadas modestas de la periferia.
Era la ciudad orgánica, la ciudad pensada como un cuerpo. La cabeza está en la plaza Porticada, con las sedes del poder: el gobierno civil, el gobierno militar, la Cámara de Comercio, la delegación de Hacienda, la Caja de Ahorros… El cuerpo son las nuevas calles comerciales, esos bulevares largos y amplios con las tiendas, las sucursales de los bancos, las sedes de las empresas… En el cuerpo está incardinada el alma, el eje espiritual entre la catedral y la iglesia de la Compañía, los dos únicos edificios que no fueron derribados sino reconstruidos tras el incendio. Y las extremidades son los barrios construidos en las afueras para realojar a los antiguos vecinos del casco histórico, a los obreros, a las sirvientas, a los pescadores.
En las desaparecidas pueblas viejas se apelotonaban las casas antiguas, estrechas, húmedas y oscuras, con una cierta mezcla social: médicos, abogados y funcionarios ocupaban las primeras plantas; familias pescadoras y obreras se hacinaban en las buhardillas. El incendio fue una ocasión perfecta para acelerar la segregación social, explica Ángela de Meer, por medio de la especulación inmobiliaria. Las autoridades expropiaron los solares, los reparcelaron y los subastaron para que las empresas constructoras levantaran grandes manzanas de casas elegantes, con el propósito declarado de crear “otro barrio de Salamanca” (como el distrito de Madrid que cuenta con las casas más caras de España), “el barrio central más elegante del Norte”.
—Solo las familias con más dinero podían comprar esas viviendas, mientras los inquilinos de las casas quemadas se marcharon con una mano delante y otra detrás, sin ningún derecho, cargando a sus críos y acarreando los colchones chamuscados que habían rescatado del fuego —dice Ruisánchez.
Santander, dice Ángela de Meer, mantiene el modelo de segregación social que instauraron los franquistas tras el incendio.
Paseo idílico al campo de concentración
La catedral de Santander se levanta en el cerro de Somorrostro, valga la redundancia (porque viene de summum rostrum: el promontorio mayor; allí se establecieron los romanos, en el alto donde probablemente vivían los habitantes anteriores).
—El claustro de la catedral es el único terreno que no se ha tocado en los últimos siglos en el centro de Santander, ahí tiene que haber restos del núcleo original —dice Ruisánchez.
A los pies de la catedral, hacia el norte, se aprecia la hondonada por la que entraba la ría de Becedo. Apenas queda el topónimo de la calle Puente, como recuerdo de la pasarela que salvaba sus aguas. En la esquina de esta calle con la de Calvo Sotelo se levanta un edificio rosáceo de los años 40 rematado con una chocante estrella de cinco puntas, como salida de una ucronía en la que los comunistas hubieran ganado la Guerra Civil, pero que en realidad es el logotipo de la aseguradora La Polar. En su fachada, una placa de bronce presume con solemnidad: “Prima ex igne renata. 1941-1945” (la primera renacida del fuego).
Desde este edificio, el primero de la reconstrucción, emprendemos una caminata de siete kilómetros por la costa de Santander hasta el faro de Cabo Mayor. Es el itinerario más vistoso de la ciudad y revela algunas de sus cicatrices.
El paseo de Pereda, antigua zona de muelles y almacenes, nos lleva ahora entre jardines, palacios de sillería y casas barrocas afrancesadas hasta el Puerto Chico. Aquí completaron la ocupación burguesa del centro, cuando expulsaron a las familias pesqueras y convirtieron la zona en un puerto deportivo con restaurantes y terrazas, con una primera fila de edificios elegantes y un colosal Palacio de Festivales de los años 80, todo mármol y cobre, escalinatas monumentales y torres con garras, que el cronista santanderino Sánchez Mediavilla compara con un templo mesopotámico.
Pasada la playa de los Peligros, llegamos a la península de la Magdalena, un mirador privilegiado en la bocana de la bahía de Santander. En 1911, el Ayuntamiento regaló el terreno a los reyes Alfonso XIII y Victoria Eugenia, y les construyó -en parte con donaciones de las familias más pudientes de la ciudad- un palacio de estilo inglés con torreones, chimeneas, ventanales y escalinatas. La familia real veraneó allí gratis un par de décadas, hasta la proclamación de la República. Y en 1977, Juan de Borbón, hijo de Alfonso y Victoria Eugenia, redondeó la jugada dinástica vendiéndole la propiedad por 150 millones de pesetas al Ayuntamiento que se la había regalado. De propina, el paseo que entra a la península se llama ahora calle Juan de Borbón.
La Magdalena es hoy un parque público estupendo, con playas, bosques y paseos litorales, un pequeño zoo con pingüinos, focas y leones marinos, el Museo del Hombre y el Mar con las tres carabelas que usó el navegante Vital Alsar en su expedición por el Pacífico… En este entorno idílico, de memorias tan dulces, una gruesa capa de silencio tapaba hasta hace poco uno de sus episodios: el de la Magdalena como campo de concentración.
Las caballerizas reales, edificadas con el aspecto de un poblado inglés medieval, con sus tejados inclinados y sus entramados de madera a la vista, acogieron las monturas y los carruajes de Alfonso XIII y Victoria Eugenia, acogen ahora a los estudiantes de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, y sirvieron también para amontonar durante dos años a más de mil seiscientos presos republicanos en un espacio que las propias autoridades franquistas calculaban para seiscientos.
A finales de agosto de 1937, Cantabria se convirtió en una inmensa prisión. Las tropas de Franco y las de Mussolini, apoyadas por la aviación nazi, conquistaron el territorio y capturaron a unos cincuenta mil combatientes republicanos. En su libro Los campos de concentración de Franco, el periodista Carlos Hernández cuenta que los italianos organizaron los primeros campos en Laredo, Castro Urdiales y Santoña, para encerrar a los soldados del Gobierno Vasco que se les habían rendido con la condición de que no los entregaran a las autoridades franquistas. El 29 de agosto el general Mancini emitió una orden para que sus subordinados respetaran ese trato, porque sabía lo que ocurriría a los prisioneros si los entregaban: ese mismo día las tropas nacionales fusilaron a noventa presos republicanos en Santander, y siguieron con ese ritmo de ejecuciones diarias. Pero los italianos cedieron enseguida a las presiones y entregaron el control de sus campos a los franquistas. Empezaron las palizas, el hambre, las enfermedades y las sentencias de muerte. Solo en el penal del Dueso fusilaron a 510 prisioneros.
En Santander, en un primer momento, encerraron a los republicanos en la plaza de toros y los viejos Campos de Sport de El Sardinero. Luego establecieron dos campos de larga duración: el seminario de Corbán, en el que llegaron a amontonarse más de tres mil prisioneros, y las caballerizas de la Magdalena, que se acercó a los dos mil. Durante dos años, este parque tan hermoso funcionó como prisión, campo de castigo, centro de interrogatorios, clasificación y reparto: aquí decidieron qué presos debían ser fusilados y qué presos debían partir a los batallones de trabajos forzados, a construir carreteras, presas o minas por tiempo indefinido.
En septiembre de 2019, unas cuatrocientas personas silenciosas se alinearon de pie en el patio de las caballerizas de la Magdalena, para recrear una foto de los prisioneros de 1938. Lo consideraron “un acto de justicia poética, un acto imprescindible de memoria, palabra y futuro ante la desmemoria oficial”.
Nacho Alonso insiste en la necesidad de significar los lugares:
—Porque aquí ha calado como una lluvia fina la idea de que en Santander no ocurrió nada demasiado grave.
Por la costa guerrera
Desde la Magdalena seguimos el paseo de vistas luminosas y episodios sombríos. En el inicio del Sardinero encontramos la plaza Italia, así llamada en 1938 para honrar a las tropas de Mussolini que ocuparon la ciudad. En este cogollo del turismo más selecto, entre el Gran Casino y el Gran Hotel del Sardinero, alzaron un monumento a las legiones italianas, con los símbolos del fascismo y la prosa del franquismo (“Bajo el signo de Franco, el Caudillo, los heroicos legionarios de la hermana Italia lucharon y cayeron fraternalmente unidos con los soldados españoles por la sublime causa de la civilización cristiana. Santander recuerda agradecida el esfuerzo heroico de los hijos de Italia colaboradores de España en esta cruzada liberadora”). Aquí estuvo hasta 2017, cuando lo retiraron para cumplir con la Ley de Memoria Histórica.
Un poco más adelante llegamos a los jardines de Piquío, un promontorio con jardines, pérgolas y un mirador sobre la playa del Sardinero. Si la marea está baja, podemos descender a las rocas y buscar en la base del mirador un muro en el que se abre una rendija: es un nido de ametralladoras, uno de los restos de las defensas costeras.
En la zona norte del Sardinero lució durante décadas uno de los tremendos cañones del Almirante Cervera, el crucero que bombardeó Santander durante la guerra. Al buque lo llamaban ‘el Chulo del Cantábrico’, porque recorría estas aguas atacando a los barcos republicanos que llevaban armas y víveres a las ciudades sitiadas por los golpistas, y bombardeando Santander, Gijón y San Sebastián. En el Mediterráneo también disparó sus proyectiles contra Barcelona y Valencia, y machacó la hilera interminable de familias que huían por la carretera litoral de Málaga a Almería durante ‘La Desbandá’, el episodio en el que asesinaron a unos tres mil o cinco mil civiles indefensos. Cuando retiraron este cañón del Sardinero, lo instalaron en el parque museo de la Armada Española en el pueblo cántabro de Limpias, donde ahora se exhibe sin más explicaciones que el nombre del barco al que perteneció.
En la rotonda del extremo norte del Sardinero, buscamos unas escaleras que suben entre dos edificios blancos para tomar el sendero peatonal de Mataleñas. Caminamos por el filo de los acantilados, y en el promontorio del Cabo Menor vemos los restos de un muro con aberturas: son aspilleras, huecos para disparar con fusiles a quienes pretendieran desembarcar durante la primera guerra carlista, allá por 1834.
Bordeando la playa de Mataleñas llegamos al Cabo Mayor. En una cresta entre acantilados quedan los restos de la defensa litoral durante la Guerra Civil: una casamata de hormigón armado, construida por los republicanos, y dos plataformas de cemento que probablemente añadieron los nacionales después de conquistar Santander, porque sabemos que aquí instalaron dos cañones que habían capturado en Gijón.
La leyenda negra del faro
Una familia de turistas llega al faro de Cabo Mayor. Han dejado el coche en el aparcamiento cercano, como muchos otros, se asoman al acantilado de cuarenta metros donde rompen las olas y el padre dice:
—Aquí tiraban a los presos en la Guerra Civil.
—¿En serio? Qué horror…
En un mirador sobre el precipicio se levanta una gran cruz de piedra, a cuya base se aferra un hombre esculpido con los pies colgando en el aire y rostro de terror, a punto de caer al vacío. Es un monumento franquista a sus caídos. En Santander se divulgó la historia de que los rojos despeñaban aquí a cientos de prisioneros. Los fareros se habían vuelto locos al contemplar tantas salvajadas y los submarinistas encontraron en el fondo del mar todo un bosque de cadáveres ondulantes, con una piedra atada a los pies.
Las autoridades franquistas abrieron una investigación, la Causa General Militar, para detallar los delitos cometidos en Santander “durante la dominación roja”. El informe, publicado por el juez instructor en octubre de 1937, recoge los crímenes atribuidos a comisarios y policías del Frente Popular: la masacre del barco prisión Alfonso Pérez, torturas, sacas de presos para fusilarlos, ahogamientos en el mar… Según ese informe, la prensa de la España nacional había divulgado las historias de los presos despeñados desde el faro de Cabo Mayor pero se trataba de una leyenda. Después de interrogar a buzos, fareros y vecinos, constataron que nadie había visto que lanzaran a ningún preso, ni habían encontrado ningún cadáver en el fondo del mar ni en las peñas del acantilado. “Como de ordinario, falló la vox populi”, dice el informe.
La vox populi podía ser errónea pero las autoridades la encontraron muy conveniente. Así, en 1941, la Jefatura Provincial del Movimiento levantó esta cruz con el hombre colgando en el aire y convirtió el faro en escenario para recordar la barbarie roja. En 2006 borraron el emblema falangista del yugo y las flechas y la inscripción “Caídos por Dios y por la patria”, pero la leyenda del faro sigue muy arraigada.
—Es el triunfo de un mito —dice Nacho Alonso—, de una versión que insertaron en la historia de la ciudad a sabiendas de que no era cierta y que perdura en nuestros días.
En la explanada del faro, los paseantes se sientan en la terraza de un chiringuito que da la bienvenida con una gran bandera española y con unas columnas pintadas de rojo y gualda, atendido por camareros con cinturón rojigualda, pulsera rojigualda y mascarilla con bandera española. Lo abrieron en 1945. Su propietario era Javier Camus, fallecido en 2012. De una pared cuelga el diploma que lo reconocía como miembro de honor de la Hermandad de Antiguos Caballeros Legionarios. En los estantes, detrás de la barra, se amontonan los boletos de lotería de la Falange Española, las estatuas del Caudillo y de un legionario con la cabra, las botellas de vino con los retratos de Primo de Rivera, Millán Astray y Francisco Franco… Aquí sirven las zamburiñas, rabas y sardinas en un paisaje de extraordinaria placidez, en la reivindicación de la dictadura.
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Mapa de los campos de concentración de Cantabria, elaborado por la asociación Desmemoriados:
Ander Izagirre
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