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Guardo un remoto recuerdo en una esquina de mi memoria que, en ocasiones, me complace evocar. Ocurrió cuando tenía unos diez u once años. El colegio había organizado una excursión al campo, no recuerdo dónde, y después de comer en un claro del bosque, tuvimos la tarde libre. Junto a dos o tres amigos, empezamos a explorar la zona.
Poco a poco, nos fuimos alejando de los profesores y demás compañeros de clase. Retrospectivamente, me doy cuenta ahora de lo irresponsable que fue que nos permitieran alejarnos tanto. La cuestión es que fue la primera vez que me sentí en una aventura de verdad. Como si fuéramos la Comunidad del Anillo en El señor de los anillos.
Continuamos ascendiendo por un zigzagueante camino, a veces superando escaleras de piedras o de madera, tan legamosas que nos veíamos obligados a agarrarnos a unas maromas que habían dispuesto allí a modo de barandillas. La humedad era tan elevada que sudábamos más que de costumbre. El desnivel, en ocasiones, era terrible. Así que a veces debíamos detenernos para recuperar el resuello. Incluso, en algunos tramos, escondidos entre el follaje, había bancos de madera para tal efecto. Otros tramos del camino eran tan frondosos que el sol no conseguía llegar al suelo, así que el camino se hacía oscuro y tenebroso, y la temperatura bajaba significativamente.
Llegamos muy lejos. O quizá no tanto, porque los niños tienden a magnificar lo más cotidiano, y sencillamente estuvimos en un lugar que estaba acondicionado para que los niños pudieran realizar sus propias excursiones. Pero la sensación fue de viaje completo. La sensación fue que alcanzamos la libertad.
El país de Nunca Jamás
Años después, descubrí que aquella sensación infantil era compartida por muchos otros autores que leí. Y que eran muchos, también, los que aconsejaban que los niños debían explorar su entorno libremente, solos o acompañados de otros niños, creando sus propios mundos y descubriendo sus propios finisterres. No era necesario que se alejaran mucho de los padres: solo lo suficiente para saberse autónomos, libres del escrutinio de los adultos, como si hubieran sido invitados por Peter Pan a viajar al país de Nunca Jamás.
Para los potawatomi, una tribu que originariamente vivía en Green Bay (Wisconsin) y en el sur de Míchigan, todos los seres son personas. Los ancianos de la tribu aconsejan a sus niños que vayan a pasar tiempo con el pueblo que está de pie (los árboles), el pueblo nutria e incluso con el pueblo roca. Las diferentes perspectivas de esos pueblos permitirán así hacerle entender el mundo mejor.
En todo el mundo, y en todas las culturas, los niños y niñas seguros y sanos se sienten impelidos a explorar su entorno. Al hacerlo se lanzan a lo que Maurice Merleau-Ponty llamó la primera tarea de la filosofía: ver el mundo nuevo. El propósito de un niño, según el pensador Aleksandr Herzen, no es sencillamente convertirse en adulto, sino en jugar, en ser niño, en explorar: “Su fin es el juego, disfrutar de ser niño, porque si seguimos cualquier otro razonamiento, entonces, el objetivo de toda vida es la muerte”.
En su autobiografía, el poeta del siglo XVIII John Clare, describe de esta guisa cómo se alejó caminando de su pueblo natal un día cualquiera, siendo niño:
“Había imaginado que el fin del mundo estaba en el borde del horizonte, y que me bastaría un día de viaje para encontrarlo. Así que partí con el corazón lleno de esperanza, en busca de los placeres y descubrimientos que hallaría al llegar al precipicio del mundo y que podría mirar, como si estuviera mirando a un foso, y descubrir sus secretos; igual que pensaba que podría ver el cielo al mirar el agua. (…) y yo imaginaba que eran habitantes de nuevos países, y el propio sol parecía nuevo y brillaba desde un lugar distinto del cielo.”
Nos hacemos inevitablemente adultos
Cada vez parece más difícil que los padres otorguen la libertad de ser niños a los niños: de explorar, pasar peligros, hacerse daño, tener miedo, salir de un problema por sí mismos. Es algo que ocurre con mayor frecuencia en los llamados “padres helicóptero”, por su necesidad de tutelar (sobrevolar) de forma permanente las elecciones y el camino educativo y pedagógico de sus hijos. Los hijos, así, no solo se vuelven menos resilientes, sino que esta tutela exhaustiva quizá también podría estar detrás de los crecientes niveles de ansiedad y presión que sufren los niños. Porque los niños necesitan viajar también con Peter Pan.
Sobre todo porque los niños dejarán muy pronto de ser niños, y esa ventana de oportunidad quizá se cerrará para siempre.
Algunas actividades para que los niños conozcan su entorno natural pueden ser jugar en una zona ajardinada con arena o agua, recolectar hojas secas en otoño, viajar en busca de moras o setas… cualquier excusa es buena. Incluso si no hay excusa y sencillamente dejamos que el niño sea quien se interese por lo que tiene delante a su modo y a su tiempo.
La idea de que esas sensaciones sobrecogedoras e intensas de nuestras excursiones por el mundo, de nuestro continuo asombro frente a cualquier novedad, se van desvaneciendo con el transcurrir del tiempo, a medida que dejamos la niñez, está muy extendida. El poeta William Wordsworth, admirador del mundo natural, escribió: “Ya no son las cosas como fueron antaño”.
Pero si de niños hemos vivido esa experiencia, si experimentamos en sentido de la maravilla y un profundo vínculo con la naturaleza y lo desconocido, entonces ese recuerdo permanece en un rincón de la memoria, siempre desprendiendo calor residual, como el rescoldo de una chimenea. Y acaso ese recuerdo sirva como acicate para volver a intentarlo, para continuar buscando en el horizonte no solo lo nuevo y desconocido, sino lo perdido.
Sergio Parra
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