Islas Azores: tres paseos de puntillas sobre el infierno
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07.06.2021
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Las islas Azores tenían fama de aparecer y desaparecer entre las aguas. Se entiende: aterrizamos en medio del Atlántico, zarandeados por un vendaval, mientras las olas rompen contra las rocas de la orilla, rocas volcánicas, porosas, que se van disolviendo casi a la vista. El océano lame la isla de São Miguel, la mayor del archipiélago, como un terrón de azúcar negro.
La mayor no es que sea muy grande: 760 kilómetros cuadrados, como un tercio de la pequeña Guipúzcoa, pero los navegantes portugueses la entrevieron en sus exploraciones de los confines donde se ponía el sol. A finales de la Edad Media los primeros colonos desembarcaron, soltaron ovejas, plantaron viñedos, levantaron cabañas y poco a poco extendieron una fina capa de vida humana sobre el cataclismo. La isla, atravesada por grandes fracturas, se levanta en la confluencia de tres placas tectónicas: la eurasiática, la norteamericana y la africana. Terremotos y derrumbes devastaron Ponta Delgada, la capital, que se rehízo y ahora es una ciudad tranquila de 45.000 habitantes, una ciudad oceánica con su puerto, su fuerte militar y su paseo marítimo, una ciudad terrestre de piedra volcánica y muros encalados, de iglesias, palacios y mercados que recogen la mezcla de tres mundos: quesos, piñas, chirimoyas, ñames y té, mucho té. Ponta Delgada era una avanzadilla, una ciudad defendida por el foso inmenso del océano, una remota provincia que se aburría tanto como para celebrar la llegada quincenal del barco de Lisboa. Media ciudad salía a curiosear quién llegaba, qué traía, quién se marchaba por fin. Los vecinos paseaban por el muelle, tomaban café, arrastraban tertulias: lo llamaban el día de San Vapor.
Ponta Delgada es nuestro punto de partida para recorrer los cráteres de los tres volcanes que forman casi toda la isla: Sete Cidades, Fogo y Furnas.
Un pueblo en el cráter: Sete Cidades
Las vacas deben de pensar que toda esta isla la crearon para ellas. Conducimos el coche alquilado por las laderas verdes de los volcanes suaves, entre macizos de hortensias y pastos delimitados por muretes de piedra seca, en los que las rumiantes cumplen el prodigio de mascar hierba y transformarla en queso. Monte arriba, hacia el pico de Carvão, entramos en los bosques de hayas, abetos y cedros, envueltos en una niebla muy teatral, un telón que se abrirá para mostrarnos de golpe el primer paisaje catastrófico de nuestro itinerario, que se abrirá o no se abrirá.
No se abre. Paramos en la Vista del Rey, así llamada porque esta carretera la construyeron en 1901, aprovechando la visita de Carlos I a Sete Cidades, y miramos pero no vemos. Si al monarca le tocó una niebla tan espesa como a nosotros, sus cortesanos debieron de dejarse los pulmones soplando y soplando para despejar el panorama, el más bello de la isla, el que querían promocionar en todos los periódicos portugueses. Nosotros, al menos, tenemos una atracción fantasmagórica para entreternos: el fugaz Monte Palace, un hotel lujoso inaugurado en 1989, premiado como el mejor hotel de Portugal en 1990 y abandonado para siempre en 1991. Lo levantaron en este monte lejos de la ciudad y de las playas, donde no había nada que hacer más que mirar el paisaje, con permiso de las nieblas, así que no venía casi nadie y los promotores se arruinaron. Hoy parece una mezcla entre Prípiat, la ciudad desierta junto a la central de Chernóbil, y una Pompeya del turismo demasiado optimista. Algunos carteles prohíben el acceso al edificio, por peligro de desprendimientos, tropezones y caídas al vacío, y nadie debería recomendarles que visiten su patio central, las grandiosas torres de escaleras, las habitaciones con restos de azulejos y alfombras, las paredes ahora cubiertas de grafitis y pinturas como un museo clandestino, los balcones con la mejor panorámica de la isla –si, total, va a seguir ahí la niebla-.
En la Vista del Rey, el viento premia a los pacientes: por fin se abre el telón…
—¡Oooh!
…y aparece a nuestros pies el cráter volcánico de Sete Cidades, de seis kilómetros de largo, cinco de ancho y quinientos metros de profundidad, ocupado por domos de lava, pequeños cráteres secos, un par de lagunas y dos grandes lagos: la Laguna Azul y la Laguna Verde. No entendemos esos nombres, viendo sus aguas plomizas, hasta que se abre otra rendija entre las nubes y una cascada de luz solar barre los lagos de orilla a orilla. Entonces se encienden el lago de color cobalto y el lago de color esmeralda.
El paisaje es irreal. Con estas nubes veloces del Atlántico, con estos juegos de soles y sombras, los lagos se encienden y se apagan como si emitieran señales. Siempre atrajeron a visitantes remotos. Es un territorio de historias brumosas, de los siete obispos ibéricos que navegaron hasta aquí huyendo de la invasión musulmana y construyeron siete ciudades agazapadas en el fondo del cráter, de los frailes portugueses que muchos siglos después vinieron en busca de esa misteriosa isla cristiana en el último confín del mundo, que la encontraron, que visitaron sus templos y sus palacios, que parlamentaron con sus siete reyes en su misma lengua, y que en cuanto le dieron la espalda para embarcar y llevar la noticia a Lisboa, ¡pluf!: la isla se desvaneció. Varias generaciones después, los navegantes portugueses descubrieron de nuevo la isla o la descubrieron por fin. Cuando volvieron por segunda vez al cabo de pocos años, ya con intenciones de colonizarla, se quedaron pasmados: allí donde habían anotado una montaña en los mapas, ya solo había un cráter. Debió de ser tremenda la explosión.
También es un territorio por el que flotaron fantasmas invasores. Las Azores servían de escala para los primeros vuelos transatlánticos, los hidroaviones solían usar sus lagos volcánicos como pistas, y cuando un pastor encontró un radioteléfono alemán en la orilla de Sete Cidades, se dispararon todas las alarmas. El Ejército portugués mandó a todo correr una compañía de infantería, que se dedicó a obstaculizar los lagos de São Miguel con alambradas y estacas, y a vigilarlos para impedir que aterrizaran alemanes. Estados Unidos planeó una invasión del archipiélago, por si a Hitler se le ocurría usarlo como trampolín de aviones y submarinos hacia las costas americanas, pero luego los nazis se liaron en la Unión Soviética y el peligro se esfumó.
Bajamos a pie hasta Sete Cidades, el pueblo en la orilla de los lagos y en la base de los murallones, con miedo de que desaparezca en cuanto nos acerquemos demasiado. Desde la Vista del Rey, seguimos la carretera ER9 un kilómetro hacia el oeste hasta un cruce, lo tomamos a la izquierda hacia Sete Cidades y al cabo de cuatrocientos metros nos salimos a la izquierda: tomamos un camino que deja la laguna Rasa y la laguna Santiago a nuestra derecha, se reencuentra con la ER9 y baja al puente de siete ojos que divide los dos grandes lagos del fondo. Al otro lado se extiende el pueblo de proporciones modestas y nombre legendario: Sete Cidades.
Parece una maqueta de casas bajas entre calles amplias, con jardines, bosquecillos, senderos, prados, con pocos humanos a la vista y muchos patos, cisnes, cabras y vacas abrevando en el lago. La existencia de Sete Cidades siempre fue dudosa, su futuro incierto. Caetano de Andrade Albuquerque de Bettencourt, el aristócrata terrateniente que mandó levantar la Casa Grande a la entrada del pueblo, una mansión de color rosa ya ajado, quiso derruir las montañas y rellenar los lagos para extender sus cultivos. Como si fuera una respuesta furiosa, llegó la inundación: llovió sin tregua, los lagos crecieron, Sete Cidades estuvo a punto de desaparecer bajo las aguas como en otra leyenda. Excavaron un túnel a través de las montañas, un desagüe hasta el mar para mantener constante el nivel de los lagos, y así salvaron el pueblo. De paso, construyeron seis molinos hidráulicos y crearon una pequeña industria.
Ante la sensación de catástrofe inminente que flota en Sete Cidades, no hay mejor refugio que la Casa do Povo: un local comunitario, sede de fiestas, bailes, teatros y conciertos, con una tasca en la que dos viejos juegan al dominó y en la que se pueden comer unos chipirones con piña o un pulpo asado. Deberíais venir cuando asamos el cerdo en el espeto, dice uno de ellos. Estos son los humanos, unos asombrosos seres que se instalan en el fondo de un cráter para jugar al dominó y que pescan truchas en el ombligo de la catástrofe.
Un café y una queijada -el dulce elaborado con queso, huevos, leche y azúcar- son el combustible ideal para subir entre la Laguna Verde y la Caldeira Seca, de regreso a la Vista del Rey. El paseo completo mide poco más de diez kilómetros.
Un lago salvaje y otro domesticado
Otro sendero señalizado, el PRC02 SMI, va desde Praia hasta la Lagoa do Fogo, el lago más alto y más salvaje de la isla. Subimos cinco kilómetros por un bosque oloroso de pinos, acacias, inciensos, jengibres y eucaliptos, a través de una reserva natural en la que no existen pueblos, granjas ni más huellas humanas que una levada: un canal que recoge las aguas, cuyo sendero de servicio nos sirve de camino. Alcanzamos el borde del cráter, a 600 metros de altitud, y nos asomamos a un lago engastado en las montañas. Es un paisaje primordial, parece el mundo recién hecho, envuelto en un silencio tenso como si la geología estuviera a punto de ponerse en marcha. De pronto nos chillan las gaviotas y sentimos que aquí los humanos sobran.
El de Furnas es justo lo contrario: un lago volcánico domesticado, de orillas lavadas, peinadas y engominadas, ocupadas por mansiones, capillas y jardines, con espectaculares fumarolas y amenazadoras calderas hirvientes… que se utilizan para cocinar. Salimos del pueblo de Furnas y subimos al mirador de Lombo dos Milhos. Hacia el noreste vemos con claridad que el pueblo está encerrado entre los murallones de una gran caldera boscosa, en la que crecen aquí y allá varios domos volcánicos, protuberancias de antiguas erupciones. Y al suroeste se abre otra hoya, la del lago de Furnas. La vuelta al lago es un paseo agradable de nueve kilómetros que atraviesa los antiguos dominios del terrateniente José Do Canto: un chalet franco-suizo como pabellón de pesca, un cottage anglo-flamenco como pabellón de navegación, una capilla neogótico-egocéntrica como mausoleo del amo y señor, y un bosque diseñado por un paisajista parisino, con sus senderos sinuosos entre camelias y azaleas, su cascada entre rosales. Llama la atención que los primeros habitantes de Furnas, tres ermitaños de principios del siglo XVII, levantaran aquí sus chozas de madera “atraídos por la soledad de este desierto”. Pocos años después, una explosión lanzó tremendas cantidades de piedra pómez que sepultaron la primera iglesia de aquellos monjes, así como nubes de cenizas que ocultaron el sol durante tres días y sepultaron grandes extensiones de la isla bajo una capa negra de hasta metro y medio. Caminamos sobre un volcán irritable, poca tontería, por eso impresiona la placidez con la que los humanos bajaron a este escenario del apocalipsis y le pusieron una alfombrita: los jardines, los parques, las villas. Plantaron huertos, trajeron cerdos, importaron con éxito el ñame africano para paliar una hambruna, y así fueron amontonando los ingredientes para su mayor exhibición como domadores de volcanes: el cocido de Furnas, el plato que se cocina al calorcito del averno.
En el extremo norte del lago borbotean las calderas hirvientes. Unas pasarelas de madera permiten caminar sobre una costra de mineral gris, azulón, amarillento de azufre, con pozos que sueltan columnas de vapor, burbujas de barro y pequeñas explosiones con olor a huevo. Aquí mismo entierran de madrugada las ollas con carnes, embutidos, verduras y tubérculos, las dejan seis o siete horas cociéndose al vapor y las sacan al mediodía para comérselas en las mesas cercanas, en casa o en los restaurantes. Impresiona pasearse por este terreno a punto de reventar y descubrir los carteles clavados en los montículos de tierra humeante: “O seu cozido esta aqui!”.
Después de la caminata se presentan dos planes obvios. El primero, sentarse en algún restaurante para zampar un cocido volcánico. La ración para dos personas la traen en una bandeja que no cabe por la puerta, repleta de carne de cerdo y pollo, morcilla, tocino, chorizo, berza, zanahoria, acelga, batata, patata y ñame. Al lado, para que no nos quedemos con hambre, nos ponen un plato de arroz blanco. Y al final no sabemos si pedir postre o llamar a una ambulancia.
El segundo plan consiste en bañarse en las dulces aguas del infierno. Entre los cientos de manantiales que brotan en la caldera de Furnas, cargados de minerales, algunos fueron encauzados para alimentar un estanque junto a la mansión del cónsul estadounidense en 1795. Lo encontramos en el parque Terra Nostra, un jardín botánico que reúne especies endémicas de las Azores y una colección de árboles de todo el mundo, camelias, laureles, ginkgos, palmeras, cedros, nenúfares, con sus senderos misteriosos, sus puentes románticos, sus grutas artificiales y sus turistas que se gritan entusiasmados en media docena de idiomas, encantados de corretear medio en bolas de una piscina a otra. El estanque central es una inmensa, caprichosa y suntuosa bañera de hace dos siglos, de piedra tallada, rebosante de aguas ferruginosas de color calabaza, en la que podemos ponernos a remojo sin miedo a que se nos corte la digestión del cocido: su temperatura oscila entre los 35 y los 40 grados. Aquí el baño procura un placer perezoso, un sosiego tontorrón, ideal para despedir el viaje arrullados por el volcán.
Ander Izagirre
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