La historia de amor de las anchoas de Santoña, de Italia a Cantabria
Escrito por
03.03.2021
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No eran Romeo y Julieta, pero en la trama de su historia hay una dosis de amor lo suficientemente elevada para poder catalogarla de romántica. No todas las empresas surgen del enamoramiento de dos personas y mucho menos un producto alimenticio. Que, además, acabaría siendo una delicatessen con apellido de su lugar de origen, para que nadie olvide de dónde vienen.
Es el caso de las anchoas de Santoña. Muchos han disfrutado de su textura y su sabor, pero posiblemente no sepan cómo fue su evolución hasta llegar a tener el aspecto y el gusto anterior, a no ser que sean unos interesados en la cultura gastronómica patria. Ese producto típico de Cantabria no hubiese sido tal si no hubiese sido por el comercio internacional que trajo en barco a un italiano que no sabía que acabaría estableciéndose a orillas del Cantábrico.
A finales del siglo IX, en las costas del norte de España, el bocarte –o boquerón, como se le llama en otros sitios– se utilizaba como cebo para pescar besugos, congrios, sardinas u otros peces más apreciados. Cuando los bocartes caían en las redes generalmente se devolvían al mar. Sin embargo, en Italia había un gran gusto por ese pescado en salazón y en aquella época comenzaron a tener escasez de materia prima.
Así pues, los italianos viajaban a las costas cantábricas en busca de bocartes que después se enviaban a su país de origen en salazón, después de capturarlos y procesarlos. Este proceso duraba meses y, generalmente, los italianos volvían a sus casas con la carga. Pero el señor Giovanni Vella Scaliota no solo encontró bocartes, sino que también encontró el amor. La santoñesa se llamaba Dolores y fue la responsable de que el italiano dijese adiós a su tierra y se asentase en ese pueblo de Cantabria. O al menos eso dicen los que quieren creer que, a veces, las historias de amor acaban bien.
Como el genovés sabía del negocio de la salazón, decidió probar una manera de ofrecer al cliente un producto final fácil de consumir y con buen sabor. Hasta entonces, las anchoas se vendían enteras –es decir, con las espinas y la cabeza, no en lomos– con lo que los compradores tenían que limpiarlas después en casa, lo que era bastante engorroso.
En un principio empezó a venderlas en lata conservadas en mantequilla, algo que se hacía en su país. El aspecto no era muy atractivo, aunque el sabor sí era bueno. Pero tomó la decisión de sustituirla por aceite de oliva y recién empezado el siglo XX montó la primera empresa de anchoas en conserva ya limpias, es decir, lomos de anchoa en aceite como se conocen ahora. El nombre del negocio era, por supuesto, La Dolores.
Las sobadoras
Los bocartes son peces pequeños y su procesado requiere mimo y destreza para lo que las manos femeninas, más pequeñas y ágiles que las de los hombres, eran adecuadas. Giovanni Vella contrató a mujeres del pueblo para que fuesen las ‘sobadoras de anchoas’, un oficio que aún existe hoy en día. El éxito de la fórmula fue tan grande que la población de Santoña aumentó gracias a la proliferación de empresas dedicadas al negocio.
De esa manera, las mujeres tenían un oficio aparte del de cuidar de la casa y los hijos –es decir, tenían dos pero solo uno estaba remunerado– con lo que el hogar tenía más ingresos que los del hombre, que generalmente se dedicaba a la pesca.
El de sobadora es un trabajo que ha ido pasando de generación en generación y es una seña de identidad de la localidad. Las anchoas de Santoña son las más apreciadas entre los que disfrutan del consumo de esta conserva. De hecho, en 2016 se publicó el libro Sobadoras de anchoa. Historias de mujeres de Santoña, gracias a una campaña de crowdfunding impulsada por el colectivo Santoñismo, en homenaje a esas trabajadoras cuyo trabajo puso a su pueblo en el mapa. Porque sin sus manos, la anchoa tal y como se la conoce no habría sido posible.
Como ocurre con muchas de las labores que podrían considerarse artesanas, el proceso de sobado a mano está cada vez más cerca de la extinción. Hay formas más rápidas de separar el lomo de la espina del bocarte, como el escaldado con agua y la globalización ha hecho que para las empresas sea más rentable ir a la otra punta del mundo a pescar la materia prima, procesarla y finalmente enlatarlas en Cantabria.
La calidad, por lógica aplastante, no puede ser la misma. Pero la economía manda en muchas decisiones y no llegar a la excelencia no es tan importante. Es el signo de los tiempos y la única manera de apoyar a la tradición y a quienes la mantienen es adquiriendo producto de proximidad, una de las consignas más repetidas por quienes quieren luchar contra la inercia del mercado y por conservar el medio ambiente.
Quienes decidan desplazarse hasta ese rincón del Cantábrico para degustar unas anchoas en su entorno original (y de paso unas rabas, que nunca están de más) se encontrarán con un entorno natural digno de admiración. Por ejemplo, el Parque Natural de las Marismas de Santoña, Victoria y Joyel, un espacio en el que se pueden encontrar más de 130 especies distintas de aves acuáticas (atentos aficionados al ornitoturismo).
La ruta de Faro del Caballo, que va desde Santoña hasta el susodicho faro, es otro de los atractivos irresistibles para los amantes de la naturaleza (con motivo de la crisis del coronavirus es necesario comprobar si está permitido el acceso antes de ir). Eso sí, para llegar a él hay que bajar más 600 escalones desde determinado punto del camino. Y para darse un baño en las frías aguas del mar, hay que descender otros 111. Puede dar pereza, pero nadar en ese entorno merece la pena. Como una buena lata de anchoas de Santoña.
Carmen López
Soy periodista y escribo sobre cosas que importan en sitios que interesan desde hace más de una década.
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me encanto la nota , las fotos también super calidad , abrazos desde argentina