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En La Jana (Castellón) te narran los olivos. En sus troncos revirados, en sus nudos y muñones, en sus copas extravagantes y sus ramas desgajadas, los agricultores leen la historia de dos mil años de su comunidad. Con la mayor concentración mundial de olivos monumentales, impidieron su expolio y los siguen cultivando para producir un aceite lento y delicado, un aceite particular en un paisaje cada vez más uniforme.
Llegaban ofertas de media Europa: seis mil, ocho mil, diez mil euros por un olivo monumental. Los arrancaban y se los llevaban para decorar la sede central de un banco en Madrid, una plazoleta del Vaticano, una villa en Stuttgart o un escenario de Eurodisney. En el bar del pueblo colgaron una lista en la que los agricultores apuntaban las características de los ejemplares que estaban dispuestos a vender, pero ni siquiera hacía falta tomarse esa molestia: a Sergio Puchol lo buscaron para ofrecerle veinticuatro mil euros por dos olivos de su finca. Dos olivos cargados de siglos, con troncos tan gruesos que para rodear cada uno de ellos haría falta un corro de seis o siete personas con los brazos estirados, y otras cuatro personas encaramadas una sobre los hombros de otra para alcanzar la aceituna más alta de la copa.
—Y eso que hace tiempo les cortaron las ramas más altas con motosierras, porque no conseguían trabajar tan arriba —dice Puchol, agricultor de 47 años, que va palpando los olivos con sus manos gruesas y contando sus historias con una sonrisa de orgullo.
Porque en La Jana (Castellón) los olivos te los narran.
Es una tierra rojiza, que baja suave de las montañas calcáreas del Maestrazgo hasta las playas del Mediterráneo, alfombrada por los olivos de color verde plateado. El territorio del Sénia, bisagra entre Castellón, Teruel y Tarragona, cuenta con la mayor concentración mundial de olivos monumentales (aquellos con un grosor de más de 3,5 metros, medidos a 1,30 del suelo). Han inventariado 6.358. Y de ellos, alrededor de mil crecen, siguen creciendo, muy despacio pero siempre creciendo, en el pequeño municipio de La Jana, donde la familia de Puchol cultiva olivos desde tiempos indistinguibles.
A finales de la década de 1990, en pleno boom inmobiliario, se desataron las ansias por comprar olivos imponentes para decorar edificios, urbanizaciones, plazas y parques.
—Antes aprovechaban los árboles viejos para hacer leña. Pero alguien pensó que eran bonitos y vinieron a buscarlos.
En 2006, a Puchol le ofrecieron veinticuatro mil euros por dos olivos y los rechazó.
—Y yo entonces pagaba la hipoteca de mi granja, ¿eh? No es que me sobrara el dinero. Pero no, no. Ni hablar. Me decían: tú conservas uno, vendes el otro y le haces un regalo bonito a tu madre. Un regalo, un regalo… —menea la cabeza—. Mira, yo soy como soy porque mis padres siempre han sido así: han apreciado la tierra, la han trabajado. En mi familia tenemos estos olivos porque nuestros bisabuelos los cuidaron. Y nosotros los cuidaremos para pasárselos a los siguientes.
En este punto, el concepto de propiedad se agrieta: ¿a quién pertenece un olivo de mil años? Algunos agricultores sienten que al venderlo se aprovecharían de los esfuerzos que hicieron sus antepasados desde tiempos de los romanos para que ese olivo creciera hasta nuestros días, y que se lucrarían a cambio de cortar esa transmisión. Han recibido un olivo maravilloso para vivir de sus aceitunas, cuidarlo y pasarlo a los siguientes. Venderlo sería una traición a una comunidad que atraviesa los siglos.
—Tenemos olivos más viejos que la catedral de Tortosa y que el castillo de Morella. Son monumentos. Y encima monumentos vivos.
Testarudamente vivos. Puchol me enseña los dos árboles que no quiso vender, sus troncos de nueve metros de perímetro, sus ramas retorcidas, nudosas, coriáceas, sus copas desparramadas, sus crujidos de galeón. Crecen a pocos pasos el uno del otro. En realidad uno crece lentísimo, fatigado de siglos, y el otro ya casi ni crece: está carbonizado. A los pocos meses de que Puchol rechazara la oferta, un incendio lo devoró.
—Fue el 7 de marzo de 2007 —dice en voz más baja—. El propietario del terreno vecino podó sus olivos, encendió una hoguera para quemar los restos y se marchó a casa. Ese día había alerta naranja por viento. Sopló a más de cien por hora.
Me enseña el origen y la trayectoria del desastre, el rastro de olivos quemados por un lanzallamas natural. La lengua de fuego alcanzó a uno de los dos ejemplares monumentales, que prendió como una antorcha. El otro se salvó de milagro.
—Los bomberos apagaron el incendio pero al día siguiente tuvieron que volver, porque el olivo grande se encendía. Estos árboles tienen muchos huecos. Aunque lo apagues por fuera, dentro se quedan las brasas y el aire las alimenta, son como chimeneas. Estuvieron tres días apagándolo.
Puchol pasa muy despacio la palma de la mano por la corteza carbonizada, como si al olivo le doliera.
—Mi padre no volvió a esta finca nunca más. No soporta ver así el olivo.
De hecho, para saludar a su padre caminamos un trecho hasta el camino agrario que recorre las fincas. Allí, con otros tres agricultores, nos espera José Puchol. Tiene 88 años, ojos enrojecidos muy vivos y unas manos aún más gruesas que las de su hijo, con las que aprieta el saludo. Cuando su hijo habla de las ramitas que ya crecen en el tronco del olivo quemado, cuando menciona la idea de injertarle ramas del olivo que se salvó para darle una nueva vida, José desvía un poco el tema.
—Los injertos ya los hacían hace dos mil años, así empezó este oficio. Veían un acebuche que daba aceitunas gordas, o uno al que iban todos los pájaros porque daba aceitunas dulces, pues le sacaban ramas y las injertaban en otros olivos para mejorarlos. Así fueron saliendo las variedades, cada vez con mejores aceitunas y mejor aceite.
A José Puchol lo acompaña su amigo Pere Simó, también de 88 años, que levanta el bastón para indicar una zona lejana en el mar de olivos, el origen de esta antiquísima ingeniería genética por observación.
—Por allí había una villa romana. Si en una zona ves muchos olivos monumentales, es señal de que cerca hubo alguna villa agrícola o alguna población antigua. Los plantaron ellos.
Un agricultor más joven se aleja un momento y vuelve con dos fragmentos de piedra labrada.
—Por aquí cerca estaba Intibili, una población romana.
Es Andrés Cumba, de 43 años, barba entrecana y pelo largo atado en una coleta, ojos claros que destacan en su cara tostada. Viste una chaqueta oscura de chándal del sindicato agrario La Unió. Me explica que aquí los agricultores siempre han desenterrado piedras labradas, tejas romanas largas y anchas, metales variados.
—¿Has visto el miliario de la plaza de La Jana? —me pregunta.
Sí: un mojón del siglo IV, uno de los hitos que aparecían cada mil pasos en las vías romanas, a menudo con indicaciones de las distancias hasta las siguientes poblaciones y con menciones al emperador. El de La Jana formaba parte de la Vía Augusta, la ruta que iba de Roma a Cádiz por el arco mediterráneo.
—Se llevaron el miliario a la plaza para que no lo robaran, pero estaba aquí mismo, entre estos campos de olivos. La Vía Augusta pasaba por aquí. Este paisaje lo hicieron los romanos.
Pere Simó camina hacia otro olivo descomunal, apuntalado con postes y horcas para que no se venga abajo. Un panel explica que el tronco mide 13,4 metros de perímetro y 6,20 de altura. El agricultor de 88 años se detiene, encorvado y apoyado en el bastón, para mirar al olivo de dos mil años encorvado y apoyado en postes. En el silencio denso y reverencial, parecen reconocerse. Habla Simó:
—Y este quién lo plantaría, ¿Julio César?
El panel lo nombra como el Olivo de las Muletas, pero Simó dice que ellos siempre lo han llamado la olivera Gran. Es muy difícil conocer la edad de un olivo, sin cortarlo para contarle los anillos del tronco. A uno de esta zona le hicieron una datación científica y concluyeron que lo habían plantado en el año 833, cuando aquí mandaba el emir cordobés Abderramán II. Su tronco alcanzaba un espesor de 7,65 metros, así que es posible que la olivera Gran, casi el doble de gruesa, ronde los dos mil años que se le atribuyen.
Una ley valenciana protegió por fin los olivos monumentales, reguló la manera de cuidarlos y prohibió que se los llevaran. Pero el peor enemigo de un olivo monumental es él mismo, explica Cumba. Las ramas crecen tanto y ganan tanto peso que pueden desplomarse, Ahora están protegidos, no pueden venderse y los sostienen con muletas si hace falta, pero Simó recuerda el día en que podaron esta olivera Gran.
—Ahora mide seis metros de alto, entonces pasaría de los doce. Era imposible trabajarlo tan arriba, así que lo podamos. Uno se subió a la copa y le preguntamos: “Oye, ¿qué se ve desde allí arriba?”. “¡Veo Tortosa!” —y Pere se ríe, porque Tortosa está al otro lado de la sierra del Montsià—. En esa poda le sacamos tres mil quinientos kilos de madera.
Pere Simó paseó por estas fincas con Paul Laverty, el guionista que escribió la película El Olivo, de Iciar Bollaín, en la que se cuenta la historia de un anciano que lleva años sin hablar, y que deja incluso de comer, sin ganas de vivir porque su familia ha vendido un olivo milenario.
—Ese Paul, qué hombre curioso —dice Pere—. Veía un montón de figuras en los troncos de los olivos: un león, una cara… Mira, ¿ves esos nudos de la madera? Pues me dijo: ¡es el jorobado de Notre Dame! No he conocido a nadie con tanta imaginación.
Pero nadie -y Paul Laverty lo sabía bien- tiene la imaginación y la memoria de Pere para leer la historia de su comunidad campesina en cada olivo. Me señala un ventanuco entre dos troncos gruesos de la olivera Gran.
—Eso es un tronco que se partió durante un vendaval, se cayó sobre el tronco de abajo y poco a poco las maderas se fundieron. En medio quedó ese hueco. Aquí solían venir las mozas de trece o catorce años, al salir de la escuela, para recoger aceitunas. Las que trabajaban por primera vez tenían que pasar por ese hueco. Eran chicas finas, ya ves, ¿eh?
Paul Laverty le arrimó una pregunta a la llaga.
—Me viene un día y me dice: “Yo querer saber uno que vendió olivo”. Le llevé a la granja del primero que vendió uno. Paul le dice: “¿Usted vendió olivo?”. El hombre le dice que sí. Y le empiezan a caer unas lágrimas… “Me pagaron seiscientas mil pesetas. Ahora, cuando voy a la finca, ni tengo las seiscientas mil pesetas ni tengo el olivo”.
Andrés Cumba también lee la vida de sus ancestros en un olivo demediado.
—Mira, ¿ves cómo tiene el tronco cortado por la mitad, con un corte limpio vertical? Era un árbol muy grande y muy viejo, que ya casi no daría aceitunas. Lo cortaron de arriba abajo con la motosierra, porque necesitaban leña para la estufa. Era lo normal. Cuando se iba a casar una pareja, vendían un olivo viejo para leña y con eso pagaban la boda, imagínate qué ejemplares serían. Pero mira aquí.
De un costado del tronco demediado sale una rama en diagonal que se va curvando, una rama más joven, más vigorosa, más reluciente que el tronco viejo.
—El agricultor cortó la mitad del olivo viejo para hacer leña pero no lo arrancó. Le injertó esta vareta de otro olivo y la fue curvando, la fue llevando hacia fuera, para que al cabo de cincuenta años desarrollara una buena copa y diera otra vez aceitunas a sus hijos y a sus nietos. ¿No ves cómo las hojas de la vareta son más brillantes que las del tronco viejo? Aquí tenemos dos variedades de olivo en un mismo árbol. ¡Qué habilidad tenía aquella gente! Trabajaban los olivos para dejárselos a las siguientes generaciones, igual que sus antepasados lo habían hecho por ellos.
Una apuesta a la contra
—Una vid la plantas para ti, un olivo para tus hijos —dice Àlex Vilanova.
Allá por 2013, Puchol, Cumba y Vilanova, tres agricultores de La Jana entonces treintañeros, masticaban las mismas preocupaciones. La compraventa de olivos monumentales era el síntoma de una enfermedad social preocupante: la transmisión flaqueaba, el paisaje se empobrecía, la comarca se despoblaba.
—En el País Valenciano tenemos más de sesenta variedades autóctonas de aceituna, en ninguna otra parte hay tantas —dice Andrés Cumba—. En Andalucía producen mucho más aceite, pero la mayoría es de las variedades picual y hojiblanca, producido en latifundios, y nosotros aún conservamos las pequeñas explotaciones familiares en las que se cultivan variedades exclusivas de una comarca o incluso de un solo pueblo. Eso nos da una gama muy diversa de aceites.
—El problema es que muchos agricultores arrancan sus variedades tradicionales para plantar otras que dan más kilos pero menos calidad —sigue Àlex Vilanova, un tipo fino de 44 años, gorra calada, forro polar, que habla suave y se mueve tranquilo, probablemente la única manera de manejar sus mil inquietudes: es bibliotecario en Peñíscola, concejal en La Jana y olivarero al que le bullen las ideas.
Ante los precios tan bajos que les pagaban por el aceite, muchos agricultores jóvenes abandonaron el oficio y otros apostaron por olivos de mayor rendimiento. Cumba, Vilanova y Puchol tomaron la dirección contraria: en 2013 fundaron la empresa Olis Cuquello y apostaron por las pequeñas variedades locales, para producir un aceite con personalidad propia en un mercado cada vez más uniforme.
—El vino nos lleva treinta años de ventaja cuidando las variedades —dice Vilanova—. Nosotros estudiamos las variedades tradicionales de aceituna valenciana y escogimos tres para producir nuestros primeros aceites.
Formaron una gama de aceites “como los tonos musicales”, explica Cumba: la variedad Cuquello, específica del pueblo de La Jana, tirando a dulce; la Farga, una variedad emblemática desde la Plana Alta de Castellón hasta Tortosa, que da un aceite medio, con sabores más complejos; y la Villallonga, típica del norte de Alicante y del interior de Valencia, más picante y amarga. Con el tiempo intercalaron otras dos variedades: Canetera y Sevillenc.
Producen poco (dos o tres mil botellas anuales al principio, quince o veinte mil ahora) pero producen bien. Enviaron dos aceites a un concurso en Japón y recibieron una medalla de oro y otra de plata.
—No nos gustan los concursos —dice Cumba—, porque hay gente que prepara una tirada especial de pocos litros, específicamente para competir, y eso no nos parece muy real. A nosotros nos pidió que nos presentáramos un japonés que vino a Castellón y se enamoró de nuestros aceites. Quería venderlos en su país y le interesaba que participáramos en ese concurso porque es muy prestigioso. Mandamos unas botellas de las que teníamos en el almacén, las mismas que vendemos a cualquiera, y mira tú.
Como aquel japonés, otros consumidores se acercaban a Olis Cuquello porque les había entusiasmado el aceite y querían conocer su trabajo. Por eso ahora organizan visitas de pequeños grupos, catas al aire libre y paseos por el territorio de los olivos monumentales.
El aceite más lento
El aceite Farga lo obtienen de los olivos más antiguos, más grandes, más lentos.
—Dan mucho trabajo, son muy delicados —explica Cumba—. A los olivos de esa variedad les sale el repilo, un hongo que mata las hojas. También atraen mucho a las moscas, que pican la aceituna para depositar su larva, luego la larva crece y perfora la aceituna para salir. Cada mosca pone cien o doscientas larvas, imagínate el desastre. Como son olivos monumentales, protegidos por ley, no puedes tratarlos de cualquier manera. No puedes echarles ciertos productos fitosanitarios. Tampoco puedes mecanizar la recogida: a otros árboles les metemos una máquina vibradora que menea el tronco con mucha fuerza, suelta las aceitunas y ya lo has recolectado en unos minutos. Pero un olivo Farga lo tienes que repasar rama por rama, con unos pequeños vibradores manuales, te puedes pasar dos horas con cada árbol.
¿Por qué se empeñan, entonces, en cultivar estos olivos tan complicados?
—Tú piensa que por algo los romanos plantaron fargas, por algo los han cultivado nuestros antepasados durante siglos, hasta nuestros días: porque dan un aceite extraordinario.
Àlex Vilanova también apostó por otra pequeña complicación: la producción ecológica. Renunció a los herbicidas y a los productos fitosanitarios sintéticos, de manera que alrededor de sus olivos crece la hierba, en contraste con el resto del paisaje de tierra cruda, rojiza, pelada por los productos que matan las plagas y de paso todo bicho y toda brizna viviente. En esa cubierta vegetal, abonada con estiércol o compost, proliferan los animalitos que mantienen a raya las plagas y no les dejan atacar los olivos. A Vilanova le supone más trabajo cuidar esta hierba, pero así impide la erosión del suelo, conserva la humedad y garantiza cosechas más regulares. Desde 2019 produce un aceite con sello ecológico, al que llama Diferent, porque todos los años le da matices diversos.
—El aceite ecológico no sale de mejor ni peor calidad que los otros. Sale con tonos distintos. Y la producción es más respetuosa con el medio.
La producción ecológica está sometida a inspecciones como mínimo anuales para verificar si cumple los requisitos, y Vilanova lamenta que le toque pagar tasas extra por esos controles: deberían cobrar a los productores que contaminan el suelo, dice, y no a quienes no contaminan.
Pero insiste en que ellos quieren preservar esta riqueza oleica.
—No podemos convertir los montes en monocultivos de la variedad más rentable —dice Vilanova—. La estructura agraria valenciana es el minifundio, tenemos un mosaico de fincas pequeñas con cultivos variados, unos olivos prefieren el suelo arcilloso y otros el pedregoso, esto es bueno para la biodiversidad y reduce los riesgos de plagas y desastres.
—¡Minifundismo a tope! —sonríe Cumba.
—Aquí las familias tienen algunas fincas de olivos y alguna pequeña granja de pollos. Si un año les va mal con una, se salvan con la otra. Es una manera inteligente de trabajar el territorio, no dependen de un monocultivo.
También es una manera de que muchas familias mantengan sus trabajos. En un contexto de despoblación rural galopante, los pueblos con minifundios como La Jana han sido los únicos capaces de mantener el número de habitantes. En las zonas donde se han desplegado latifundios o megaproyectos de parques eólicos o fotovoltaicos, los pueblos se han seguido vaciando.
—Me parecen muy bien las energías renovables, pero las placas solares se podrían poner a lo largo de las autopistas o en zonas industriales, como ya hacen en muchos sitios. Lo que pasa es que les sale más barato comprar terreno rural. Las grandes empresas saben que los pueblos están muy envejecidos y desmovilizados, ya casi no hay gente joven que se implique en la defensa del territorio, así que les ofrecen unas migajas y ocupan el territorio. Tienen todo el apoyo de las administraciones públicas. Y así crecen los desiertos demográficos. Se pierde el paisaje, se pierde la cultura, desaparece la gente.
Vilanova lo tiene claro:
—La generación de nuestros padres destrozó la costa valenciana. No me gustaría que la nuestra se cargara el campo.
Más información, rutas y visitas:
- Ruta de los olivos milenarios por el Territorio del Sènia
- Olis Cuquello
Ander Izagirre
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