Los de las otras pallozas murieron
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11.01.2021
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Viaje enredado por las montañas de Los Ancares, entre León y Lugo
Desayuné en Vega de Espinareda, provincia de León, arranqué la Vespa y se me acercó un hombre:
—Oye, no irás hacia Los Ancares, ¿no?
—Sí.
—Pues vete con el depósito bien lleno, porque si no te vas a quedar allí dentro.
Tenía el depósito a medias, como para recorrer ochenta kilómetros apurando mucho, y no se me había pasado por la cabeza repostar. Volví atrás, a la gasolinera que había en la entrada del pueblo, porque el hombre me explicó que no encontraría otra en los siguientes cien kilómetros hasta Becerreá.
Los Ancares son un cogollo montañoso, un nudo de sierras viejas —de las más viejas y desgastadas de España— que se levanta en la confluencia de Lugo, León y Asturias. Sus valles, estrechos y profundos, se retuercen en todas las direcciones. Y para recorrerlos existe un laberinto de carreteras minúsculas que se entrecruzan una y otra vez, bajando a vegas y trepando a laderas, enlazando aldeas que no aparecen en los mapas comunes, sin señales en los cruces que orienten al visitante.
Las primeras carreteras asfaltadas no llegaron hasta la década de 1970, como la electricidad, el agua corriente o el teléfono. Hasta anteayer, Los Ancares eran una de las comarcas más remotas, olvidadas y pobres de Europa. Las familias vivían en pallozas —chozas con muros ovalados de piedra y tejado de paja, heredadas de los celtas—, en un único espacio compartido con el ganado. En invierno, cuando las nevadas dejaban a los vecinos aislados durante uno o dos meses, los enfermos que necesitaran un médico tenían dos opciones: resistir hasta la primavera o morirse. También las parturientas se apañaban como podían. Las castañas, las patatas, el centeno, alguna verdura y el lujo ocasional de la carne de cerdo o gallina componían la dieta. El bocio —la hinchazón de la tiroides— era una enfermedad endémica por la falta de yodo en la alimentación. Y para intentar curarlo no disponían de otro método que el tradicional: beber agua de nueve fuentes a las doce de la noche del día de San Juan.
Humanos en vías de extinción
Un poco después de Vega de Espinareda, en Sésamo se abre la puerta de los Ancares leoneses. La carretera trepa hasta el alto de Lumeras y allí se asoma al valle del río Ancares. Enfrente se levanta un oleaje de montañas azulonas y redondeadas, primero cubiertas por matorrales o por algún pinar repoblado, y después cada vez más calvas, hasta las cimas pulidas. Abajo, el valle se ve sombrío, como si en el aire flotara una nube de carbonilla. Conduje muy despacio —no había rastro de ningún otro vehículo—, contemplando esta tierra tan oscura, los escasos pueblos que brotan de ella como coágulos de roca y pizarra. En los huertos, parecía que las señoras con pañolón y vestido negro removían cenizas con la azada. Solo el río trazaba una pincelada refrescante, un bosquecillo fluvial de chopos, alisos y sauces.
Me desvié a Espinareda de Ancares, una aldea retrepada en la montaña. Aparqué la Vespa en la plazuela y una anciana, también de negro riguroso, se acercó a preguntar cómo iba el día.
—Muy bien, gracias, ¿y por aquí?
—Aquí, como podemos, estirando, estirando.
—¿De qué viven en el pueblo? No he visto ganado…
—Alguna vaca hay. Pero en Sobreira y en Pereda.
—Entonces, ¿de las huertas?
—Bueno, sacamos pimientos, cebollos y patatas. Lo demás hay que comprarlo. El panadero y el frutero vienen dos veces por semana y también traen carne. Yo tengo pensión. Poquita, pero la estiro, la estiro.
No supe de qué vivían en Espinareda, pero sí de qué morían: de viejos. Según las lápidas del cementerio, casi todos los vecinos cumplían ochenta y muchos o noventa y tantos años.
Sugerían, también, que no morían jóvenes porque los jóvenes ya no vivían allí.
A partir de Tejedo, la carretera sube bordeando el circo glaciar del monte Cuíña, un anfiteatro de roca y nieve en cuyo regazo se despliegan los bosques de rebollos y las alfombras de arbustos en flor, con las tramas blancas y amarillas de los piornos, las malvas y carmesíes de los brezos. Gracias al aislamiento y a la escasa intervención humana, en Los Ancares se conservan extensos bosques de castaños, robles y pinos, también acebos, abedules, tejos y alerces. Es un refugio para lobos, zorros, corzos, ciervos y rebecos, para águilas, gavilanes y azores, para hurones y nutrias, incluso para especies cantábricas tan amenazadas como el oso y el urogallo. En Los Ancares una de las especies en peligro de extinción es la humana.
Muchos ancarinos emigraron a lo largo del siglo XX. A principios de siglo, a América. En los años 60 y 70, a Francia, Suiza, Alemania y, sobre todo, a Barcelona. Las mejoras de los años 80 no frenaron la desbandada: se asfaltaron algunos caminos para comunicar las aldeas principales y facilitar los viajes a las escuelas y al médico; se tendieron postes eléctricos y telefónicos; en invierno las máquinas quitanieves reducían el aislamiento a tres o cuatro días. Pero la población siguió desplomándose: en los últimos diez años del siglo XX el número de habitantes se redujo casi una quinta parte. Los jóvenes se marchaban en cuanto podían y lo único que creció —muy rápido— era el porcentaje de viejos. Según iban muriendo, se vaciaban para siempre muchas aldeas. En los mil kilómetros cuadrados de Los Ancares —equivalente a media provincia de Guipúzcoa— ya solo viven unas diez mil personas. Y treinta mil vacas. El negocio ganadero insufla algo de vida a la región, pero de las explotaciones agrarias que funcionaban en 1960 más de la mitad se habían abandonado a finales de siglo.
La palloza de Jaime
Al coronar el puerto de Los Ancares, a 1.670 metros de altitud, se abre un mirador sobre una profunda hoya entre montañas. En el fondo, 700 metros más abajo, está la aldea de Balouta, de apenas 25 habitantes. La carretera baja en picado hasta ese racimo de pallozas, hórreos y casas de piedra que en invierno solían quedar sepultadas por la nieve durante muchas semanas.
Paseé por Balouta y en una de las pallozas leí un cartel: “Se puede visitar. Un euro”. Pasaba por allí un hombre y le pregunté con quién tenía que hablar para visitar la palloza.
—Vaya a esa casa de allá y hable con Jaime.
Al acercarme, vi dos rostros ancianos que me observaban desde la ventana de la cocina. Antes de tocar la puerta, salió un abuelo risueño y me dio los buenos días.
—Me han dicho que pregunte por usted para visitar la palloza. ¿Podría verla, por favor?
—Sin favor, hombre.
Jaime tenía 82 años y cuatro o cinco dientes, boina calada y andares eléctricos. Cuando nos acercamos a la palloza le tendí un euro. Le dio apuro aceptarlo.
—Mi mujer y yo vivimos ahora en la casa nueva, pero toda la vida la pasamos en la palloza, hasta hace diez años —me explicó, en una mezcla de castellano y gallego—. Ahora estamos mucho mejor, con la calefacción…
—En invierno hará frío, ¿no? —la pregunta tonta de la semana.
—Sí, sí, en invierno hace frío, como en todas partes.
Las pallozas se construían con un muro de piedra muy grueso, ovalado o circular, sin más huecos que la puerta y algún mínimo ventanuco, para mantener así el calor en los inviernos feroces. El techo, cónico o a dos aguas, se levantaba con vigas de roble y una cubierta de paja de centeno trenzada (en gallego, palla: de ahí “palloza”). Ni siquiera se abría un agujero para la chimenea: el humo se filtraba por la paja. Y en el interior convivían personas y animales, en espacios separados por tablazones que solo llegaban a media altura. Las pallozas ya se construían así mucho antes de que los romanos aparecieran por estas tierras.
Jaime abrió la puerta y entramos a un espacio oscuro, fresco, abovedado y con un suelo mullido cubierto de paja. Las voces sonaban acorchadas. Jaime encendió los pequeños focos eléctricos que iluminaban el interior de la palloza y me mostró las estancias. A la izquierda de la entrada, en un rincón, un pequeño gallinero. Toda la parte del fondo era un establo en el que antaño se cobijaban una docena de vacas y unos cuantos cerdos. En la zona central, la cocina: una lumbre en un suelo de losas irregulares, las sartenes y los pucheros colgando de una cadena vertical y dos bancos de madera puestos en ele para delimitar la zona. Y a la derecha de la entrada, la habitación del matrimonio, con una gran cama y los retratos sepias de la pareja. Las estancias estaban separadas por unos tabiques de madera que no llegaban a los dos metros.
—Qué bonito —dije, en otro alarde de originalidad.
—Sí, muy bonito, pero aquí la vida era difícil. Ahora nos dicen que las pallozas son monumentos y hay que cuidarlas. No nos dejan tirarlas pero tampoco nos dan ayudas para mantenerlas, y tenemos que cambiar la paja de vez en cuando, cuidar las vigas…
Pregunté si quedaba alguna palloza habitada. Meneó la cabeza:
—Os das outras pallozas morreron.
Uno de los pueblos más viejos de Europa
A partir de Balouta, una estrecha cinta de asfalto serpentea a media ladera y se sumerge en un bosque de robles, acebos y stremendos castaños, cuyos troncos no se podrían abarcar ni con los brazos estirados de cuatro personas. Conduje un buen rato entre miles de troncos que se repetían hasta el vértigo, una inmensidad tan seductora como mareante, cegado a ratos por los juegos de sombras, destellos y chorros de luz que se filtraban entre el ramaje.
Después de Suárbol, último pueblo de León, me encontré con Piornedo, primero de Lugo. Hasta los años 70, solo se podía llegar por un camino de mulas a menudo congelado o embarrado. Es una aldea de 36 habitantes situada a 1.300 metros de altitud, en la morrena de una antigua y evidente cuenca glaciar. Para construir las casas, los vecinos aprovecharon los bloques de granito que el hielo arrastró durante milenios hasta aquí.
Piornedo es uno de los pueblos vivos más viejos de Europa, un conjunto de pallozas y hórreos que se mantienen casi como en tiempos prerromanos. Cuando llegó la carretera, los vecinos la aprovecharon para traerse materiales modernos. La Administración prohibía levantar casas que no encajaran con el estilo tradicional, pero no otorgaba ayudas suficientes para mantener las viviendas antiguas, de modo que los vecinos optaron por las soluciones fáciles y baratas: en lugar de renovar las vigas y la paja de las cubiertas —una tarea muy costosa—, preferían cubrir las pallozas con chapas de uralita; en vez de restaurar los viejos hórreos, les salía más a cuenta levantar una nave de hormigón. Existía otro motivo:
—Con la carretera, empezó a venir gente a ver cómo vivíamos en las pallozas, como si fuéramos atracciones de feria, y nos daba vergüenza —explicaba una vecina.
A principios del siglo XXI, las autoridades pretendieron derribar las casas de ladrillo, hormigón, uralita y aluminio, a las que denominaban “unidades agresivas y distorsionadoras que deprecian el conjunto patrimonial”. Querían construir una urbanización cerca para trasladar a los vecinos, mientras rehabilitaban las pallozas y recreaban una aldea tradicional con un itinerario “histórico-pintoresco” para visitantes, con alojamientos de turismo rural y tiendas de recuerdos. Los vecinos les dijeron que se aplicaran el cuento en la ciudad de Lugo: que derribaran todos los edificios de los últimos dos mil años, que se llevaran a los habitantes a urbanizaciones nuevas y que montaran un parque temático romano con las murallas y los restos de la época imperial. Reclamaban ayudas para mantener el patrimonio y para cubrir las necesidades mínimas de los vecinos. No hubo alumbrado público ni recogida de aguas residuales hasta 2015, cuando llegaron subvenciones de la Xunta de Galicia y la Diputación de Lugo. Solo tres años después, los vecinos protestaban porque nadie se encargaba de las fosas sépticas que vertían sus porquerías a los caminos, el alumbrado era insuficiente y las pallozas seguían deteriorándose a falta de un buen mantenimiento.
—Nadie tiene más interés que nosotros en conservar las pallozas, pero necesitamos una restauración del pueblo que atienda a las necesidades básicas de los vecinos si no quieren dejarlo morir.
Piornedo sigue con la hemorragia lenta de la despoblación, pero los vecinos resisten con sus empeños: explotaciones ganaderas, forestales, el hostal con restaurante, el pequeño museo etnográfico de la Casa do Sesto. No quieren marcharse a urbanizaciones, quieren seguir viviendo en este cogollo de casas apretadas y pallozas que ahora guardan hierba o ganado.
—Cuando caen nevadas grandes hay que estar cerca de los vecinos por si hace falta echar una mano. Y también para pasar el tiempo, en el bar o en las polavilas, en las fiestas con música y bailes, en las reuniones de invierno contando cuentos alrededor del fuego.
A Piornedo le dedica un capítulo el naturalista José Curt en su libro 31 gallegos y pico, de 1981, una crónica estupenda de los modos de vida a punto de extinguirse. Este autor relata una visita que hizo al pueblo en 1980, cuando daban los últimos retoques a la carretera que venía desde Campo da Braña. La luz eléctrica había llegado tres años antes. Curt charló con Esperanza, la última en perderse, una mujer de 53 años cuyos cinco hijos, incluido el menor, de 17 años, habían emigrado a Barcelona.
—Se fueron por ganar la vida. Aquí no hay nada, todo es muy atrasado. Solo tenemos de sacar algún dinero de los terneros, que de la leche tampoco, porque hasta aquí no sube el camión a recogerla y se la damos a los cerdos. Y ahora se están muriendo casi todas las vacas de una enfermedad que no sé cómo se llama.
—¿Y no viene el veterinario?
—Casi nunca. El más próximo está en Cervantes y cuando lo llaman viene. Pero cobra mucho.
—¿Por qué vive el ganado dentro de la palloza? ¿Porque da calor o porque lo recibe?
—Porque no hay otra posibilidad. Si pudiésemos hacer establos, se hacían.
La carretera mejoró notablemente la calidad de vida de los vecinos de Piornedo. El médico más cercano quedaba a 40 kilómetros, en Doiras, ya solo una hora de viaje si hacía buen tiempo. Y si la nieve cegaba la ruta, solo tocaba esperar unos días a que las máquinas la despejaran.
—Cuando no tenían carretera, ¿cómo iban los enfermos a Doiras?
—Pues había que ir como se podía. A veces a caballo, a veces andando.
—¿Y cuando había nieve?
—Pues a morirse, qué remedio.
—No me diga que ha muerto gente por falta de médicos.
—¡Huy! ¡Cuántos! ¡Cuántos! Hace siete u ocho años no había ni un mal camino. Qué se iba a hacer: morirse, como los perros. Y como no tenemos ni cementerio, a nuestros muertos hay que enterrarlos en Donís, a una hora andando.
Curt también relata la historia de un personaje que vivía en el paraje de Cabaniños, a unos diez kilómetros de Piornedo, en un remoto bosque de castaños donde antaño funcionó una explotación maderera. Curt caminaba con sus hijos por el castañar, estudiando las huellas de los animales: lobos, ginetas, martas, ardillas. Durante el paseo vieron dos barracas con muros de piedra y tejado de paja, ya medio derruidas y con un par de huecos que hacían las veces de ventana. Y de pronto, de una de las barracas salió Manuel Rodríguez Romero.
Manuel era un anciano menudo, de aspecto frágil, vestido con una chaqueta remendada demasiado grande, ceñida al cuerpo con un alambre a modo de cinturón, los codos deshilachados y los faldones salpicados de grasa. Llevaba una boina polvorienta. Hablaba con un hilo de voz, al respirar le silbaban los pulmones y miraba con los ojos de un zorro atrapado en el cepo. Vivía solo en aquella choza del bosque, a dos horas de caminata de la Campa da Braña, de las personas más cercanas.
Era, para Curt, “el pobriño más pobre que jamás conociera”. Pobre pero no mendigo, porque ni siquiera tenía a quién pedir. “Por no tener no tiene ni edad”.
—Nací un 6 de febrero. Si supiera escribir, sabría mis años. Los hubiera anotado en una libreta y sabría si son cincuenta o setenta.
—¿Y cómo vive usted? ¿Qué hace?
—¿Que cómo vivo? Aullándole al lobo.
—¿Y ni siquiera tiene usted ganado, ni un poco de terreno?
—No, señor, nada tengo. Nada más que el día, la noche y las estrellas.
El cura de la zona le consiguió una pensión de tres mil pesetas, con la que compraba pan y aceite. De vez en cuando comía un bocado de cerdo. Sembraba algunas patatas, pero el cansancio no le dejaba dar dos pasos. Y cuando intentaba comer tocino, no podía pasarlo porque el estómago le dolía mucho.
—Soy viejo y tengo enferma la salud.
—¿No se encuentra usted muy solo?
—Claro, pero qué le voy a hacer. También viven solos los pájaros. Desde aquí veo las luces de Vilarello, y la luz donde yo nací, y así me siento menos solo. Entre ver las luces y que pongo la radio…
Los vecinos de las aldeas cercanas le regalaron una radio de pilas y Manuel pasaba la noche escuchándola. No entendía apenas el castellano, así que casi siempre ponía música. En ese paraje de Cabaniños tuvieron electricidad hacía años, cuando en la otra barraca vivía un matrimonio. Pero murió la mujer, al marido lo llevaron a un asilo de Lugo y a Manuel le cortaron la luz. Se quedó a solas con su biografía.
—Soy hijo de madre soltera, que también era hija de moza soltera. Así, como ella era pobre, pues yo nací pobriño. Me crió con lo que le daban los vecinos. Pero luego, cuando crecí un poco, ya no hablé más con ella.
La madre de Manuela tenía que andar donde le dieran de comer. Pastoreaba cabras o acarreaba sobre la cabeza cestas con leña o nabos.
—A veces me encontraba con mi madre por el monte, y la miraba y ella me miraba.
—¿Y no se decían nada?
—Poco había que decir. Ella me miraba y yo callaba.
Curt le preguntó cómo pasaba los inviernos, cuando las nevadas sepultaban estas montañas.
—Cuando cae mucha nieve me adoptan los parroquianos. Los últimos años no me dejan estar aquí en el invierno, que temen que me pase algo. Y cuando cae la nevada grande, como yo no puedo ni salir ni entrar, ellos no saben si estoy muerto o si estoy vivo. Y antes de que me muera, me mandan ir para allí. Voy donde me mandan y allí me quedo. Todos me quieren llevar. Tengo donde escoger. Estoy como quiero. Querer, me quiere mucho toda la parroquia.
Después de la visita, Curt pasó por la aldea de Vilarello y preguntó por la señora Carmen y su marido, el matrimonio que habitualmente acogía a Manuel durante los inviernos.
—¿Es que usted no haría lo mismo también? No lo vamos a dejar morir bajo la nieve. Manuel es un poco de todos.
La Ley del Kilómetro Gallego
El pulso entre vecinos aislados y autoridades remotas tiene cierta tradición en la comarca. El siguiente pueblo de la ruta, Donís, se declaró república independiente en 1873. Los vecinos de esta aldea pobre y apartada, hartos de pagar impuestos y no recibir nada a cambio, secuestraron al recaudador y se proclamaron libres de tasas. La insumisión fiscal duró unas pocas horas, hasta que llegaron los guardias civiles a liberar al recaudador.
En la Campa da Braña, donde encontré una posada y pedí un bocadillo, pasaron años reclamando un contenedor de basura. Tenían que transportarla en coche hasta Becerreá. Me lo contó Pedro, el copropietario, un navarro que se me declaró socio de Greenpeace, admirador del Che —“pero no del mito”—, ateo y antitelevisión. Pasó un año por Latinoamérica con su mujer Mariló, gallega de la costa, luego se bajaron del mundo y se instalaron en este rincón de las montañas, donde abrieron el hostal rural y criaron a dos hijos. Recibían sobre todo a excursionistas y se lamentaban de la dejadez de la Xunta, que no hacía nada por marcar los senderos y fomentar esa actividad en unas montañas tan extraordinarias. Sus hijos tuvieron que marcharse a Becerreá para seguir con la educación secundaria, y esas dificultades dejaban tambaleándose el proyecto de la posada.
—No puedes vivir aquí y trabajar en otra parte, porque en invierno las quitanieves no pasan hasta el mediodía.
Mientras Pedro me preparaba el bocadillo, salí del bar, me senté al sol y leí en La Voz de Galicia que un oso había destrozado un colmenar en Rubía (Orense). Ya lo había hecho otras veces en los últimos días. “Ademais, sempre colle das mellores colmeas”, explicaba el apicultor. Hacía cien años que no se registraban noticias de osos por esas regiones tan al sur. Las poblaciones más numerosas viven en las montañas asturianas, pero a veces algún ejemplar pasa por Los Ancares hasta la sierra del Courel, en Lugo. Ese oso que llegó hasta Orense era un valiente.
Y fue capaz de llegar porque no necesitaba señales viarias, como yo. Pregunté a Pedro cómo podía llegar al castro celta que queda cerca de San Román de Cervantes y salir después hacia Lugo.
—Sigues un par de kilómetros hasta un cruce, tomas a la derecha, en el segundo desvío giras a la derecha otra vez, subes un repecho, arriba tuerces a la izquierda, ¡no, a la derecha!, continúas por esa carretera hasta el quinto cruce a la izquierda…
A los diez segundos de escucharle ya me había perdido. Yo asentía con la cabeza sin parar y de vez en cuando decía ‘ajá’. La perorata terminó con una frase inquietante:
—…y cuando lleves unos 25 kilómetros, verás un stop.
Nunca vi ese stop. Arranqué la moto y a los cinco minutos ya estaba perdido en esta maraña endiablada de carreteras de tres metros de ancho, que se dividen en carreteritas, que a su vez se dividen en más carreteruchas, pistas y caminejos, sin ninguna señal en los cruces. De vez en cuando pasaba cerca de alguna aldea minúscula que no figuraba en mi mapa. Subí, bajé, giré, retrocedí, di vueltas por los bosques, los pueblos empezaron a sonarme y los vecinos me saludaban ya con familiaridad. Hice señas a un todoterreno y pedí ayuda al conductor.
—Sígueme —me dijo— y te acercaré a San Román.
El hombre, que llevaba en el cristal trasero un cartel de transporte escolar, arrancó a lo bestia y condujo por los vericuetos de Los Ancares como si disputara un rally, levantando una nube de polvo y gravilla que me repiqueteaba en el casco. Pasé apuros para seguirle. En una de esas, cuando llevaba la moto a todo gas, el todoterreno entró en una curva y se paró de repente. Clavé los frenos, patiné en la gravilla y me faltó un metro para comerme el cartel de transporte escolar. De frente venía un pelotón de vacas pardas ocupando la carretera, y un hombre a caballo que las dirigía con una vara. Era el primer atasco que veía en Los Ancares.
Un poco más adelante, en un cruce, el todoterreno paró y el conductor me hizo señas para que me pusiera a su altura.
—Sigue de frente y enseguida llegarás a San Román.
Entré en el pueblo y vi una señal que indicaba el camino hacia el castro de Santa María pero no la distancia. Así que pregunté a un anciano que pasaba por allí.
—Oiga, por favor, ¿cuántos kilómetros hay hasta el castro?
—Cuatro o cinco.
Así descubrí la Ley del Kilómetro Gallego. Si el paisano dice que faltan cuatro kilómetros, faltan quince. Y menudos quince: un festival de curvas ciegas con gravilla y socavones en los que podría vivir una familia. También me despisté en un par de cruces y tardé casi media hora en llegar. Como después de los quince de ida debía recorrer los quince de vuelta, me sobró tiempo para lamentar el escaso éxito que ha tenido en esta región el sistema métrico decimal. Mi amiga Bea, hija de gallegos, me dio esta explicación: “Según mi padre, como antes iban siempre a pie y ahora van en coche, las distancias se han acortado mucho. Y no hay más que hablar”.
Con tantos rodeos, la aguja de la gasolina se acercaba peligrosamente a la franja roja. Me acordé con gratitud del hombre que me había aconsejado llenar el depósito en Vega de Espinareda. Sin él, a esas alturas andaría empujando la Vespa por el bosque.
Los rodeos merecieron la pena. Porque el castro de Santa María ofrecía un ejemplo asombroso de que en estas tierras dos mil años no son nada. Se veían callejas enlosadas y canales de desagüe; también encontraron restos de murallas, parapetos y fosos, una zona aterrazada para los cultivos y partes de un sistema hidráulico con el que trabajaban en unas minas cercanas. Pero lo más fascinante era el conjunto de habitáculos pegados unos a otros, con muros circulares de piedra idénticos a los de las pallozas. En estas montañas, las casas se construyeron de la misma manera desde los tiempos de Julio César hasta los de Manuel Fraga.
Desde San Román de Cervantes me apañé bastante bien para salir a la autovía que va a Lugo y La Coruña, una calzada maravillosa de diez metros de ancho, asfalto firme, rectas largas y curvas imperceptibles, gasolineras, despliegue de carteles y señales. Se podía conducir sin pensar. Pero si hablamos de emociones, la autovía es una cinta transportadora y los caminos de Los Ancares son una aventura. Eso sí: conviene recorrerlas con paciencia, provisiones, un bidón de combustible extra y unas bengalas por si la cosa se tuerce y hay que orientar a las patrullas de rescate.
Ander Izagirre
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Muy bien contado, muchas gracias
Me ha gustado mucho. Yo en el 1985 pase por alli haciendo montaña y alucine como vivia la gente en las pallozas.
Muy interesante. hemos pasado varias veces por esta zona sin desviar de la autopista. !La proxima vez pienso hacer una aventura!
Andar, gracias por el viaje!
He leído tu artículo y me ha encantado,no sólo retratas el lugar y la geografía,también lo haces de esos personajes olvidados, de su historia,ajenos a nuestra realidad cotidiana,pero que existen y existieron en la España profunda,que asumen su realidad,sin pedir nada, me gustaría,cuando pase todo esto,andar por esos caminos,junto a mi esposa,agradecido Ander
Super curioso y enrriquecedor,me encanta este tipo de noticias,un gran 👏
Me ha encantado el reportaje, tengo muchas ganas de recorrer esa zona, en cuanto se pueda…..iré¡¡¡ Gracias¡¡¡
Me he andado gran parte de España montado en una Burgman 650 pero nunca había oido hablar de esta zona. Me ha encantado tu relato y me gustaría que me enviaras la ruta que hiciste (aunque se desprende del mismo) para cuando pase esta maldita pandemia poder hacerla (eso sí con el depósito lleno, la Burgman aguanta hasta 200 kms.). Mi correo es anlohi@hotmail.com y si te apetece ver viajes en solitario tengo un blog (www.moteroraro. com). Saludos y sigue haciendo viajes con tu Vespa (tres he tenido yo). Antonio López
La descripción que has hecho me ha parecido maravillosa.Entran ganas de ir ahora mismo , la pena es que habrá que esperar.
Magnífico!! Ni siquiera había oído escuchar hablar de esa zona, y por un momento he podido situar e imaginar esos remotos lugares. Y en estos tiempos que corren, hasta hemos reído, mientras leía en voz alta con mis tres hijos. Gracias por compartir, y mucho ánimo para recorrer otros cientos de kilómetros. Saludos.
Maravilloso relato de lo que es el mundo rural más puro. Gracias
Estupendo relato de una zona que sorprende al visitante. La conozco y es totalmente recomendable.
Me había dejado pendiente de leer este artículo… me ha parecido fascinante. Sí, ya había oído hablar de Los Ancares y de las dificultades de los (cada vez más) escasos habitantes de la zona, pero las descripciones tan precisas me han transportado al lugar dejándome una sensación extraña: no sé si desearía ir allí personalmente para conocer toda esta forma de vida en peligro de extinción o justo lo contrario, por el peligro de quedarte en una cuneta sin que pase nadie y nadie lo advierta durante meses.
Excelente relato, en cualquier caso. ¡¡Enhorabuena!!