Una cascada de emociones aflora cuando nos internamos en un espacio natural, particularmente si ese espacio resulta grandioso en algún sentido: por su frondosidad, por sus colores, por sus resonancias geológicas. Sucede cuando nos plantamos frente al Gran Cañón del Colorado y entonces no sentimos insignificantes. También cuando nos tumbamos en un claro del bosque, en una noche estrellada, y nos sentimos infinitos, mientras la luna centellea en el cielo como el ojo de Sauron.
Internarnos en un espacio natural, alejado del mundanal ruido, nos hace retrotraernos a nuestra condición primigenia, a nuestros orígenes, en una suerte de locus amoenus que solo se esfuma, plop, como una pompa de jabón, cuando divisamos en aquella playa de aguas turquesas una mácula en forma de residuos plásticos, petróleo o amasijos de poliestireno extruido que semejan tumores malignos.
El verde producido por la clorofila, el revolotear de las aves canoras, el azul límpido del cielo, no obstante, reconectan con nuestra biología hasta el punto de que nuestro sistema inmunitario se ve fortalecido.
El locus amoenus neuroquímico
El sistema inmunitario está organizado a través de una equilibrada red de células y órganos que trabajan al alimón con el objeto de protegerse contra infecciones y enfermedades al detener la entrada de amenazas como bacterias y virus en su sistema. El sistema inmunitario, sin embargo, no siempre trabaja de forma igualmente eficaz. Su correcto funcionamiento depende del correcto funcionamiento del resto del sistema.
Dado que, al exponernos a la naturaleza se genera una oleada de dopamina y oxitocina en nuestro organismo, lo que indudablemente mejora nuestro estado de ánimo, no resulta tan contraintuitivo concluir que ello también fortalece el sistema inmunitario. La oxitocina, de hecho, reduce el cortisol, una hormona del estrés generalmente presente durante los momentos de ansiedad, miedo, pánico o angustia, lo que indirectamente aumenta el recuento de glóbulos blancos, centinelas fundamentales para hacer frente a virus y bacterias.
Uno de los primeros investigadores que sugirió que el contacto con la naturaleza le hacía algún bien a nuestra psique fue el psicólogo Dacher Keltner, de la Universidad de California, Berkeley. Según Keltner, cuando nos sentimos admirados o sobrecogidos por la grandeza de la naturaleza es más probable que nos sintamos inspirados a compartir la sensación y a cooperar con los demás. En otras palabras: podemos llegar a ser mejores personas.
La explicación neurocientífica a este fenómeno la aporta Michiel van Elk, de la Universidad de Ámsterdam, Países Bajos: según su hipótesis, la grandeza del entorno nos empequeñece, reduce nuestro Yo, nos resta un poco de importancia, lo que, por extensión, reduce el estrés y la incertidumbre. Nuestro sistema nervioso parasimpático, que trabaja en calmar la respuesta de lucha o huida, se activa particularmente. Es decir, que al sentimos completamente seguros, nuestro cuerpo dedica más recursos para el largo plazo que conducen a buenos estados de salud, pues contribuyen a la construcción del sistema inmunológico.
El psicólogo Stephen Kaplan y sus colaboradores de la Universidad de Michigan, en Estados Unidos, también fueron de los primeros investigadores que aportaron pruebas científicas sobre los efectos beneficiosos de la naturaleza en el organismo. Como abunda en ello la experta en medio ambiente y el comportamiento Ming Kuo:
La naturaleza no sólo tiene uno o dos ingredientes activos. Es más como un complejo multivitamínico que nos provee de todo tipo de nutrientes necesarios. Así es como la naturaleza nos puede proteger de diferentes tipos de enfermedades (cardiovasculares, respiratorias, mentales salud, músculo-esquelético, etc.) al mismo tiempo.
La literatura científica, pues, solo está empezando a constatar algunas de las intuiciones que ya albergaban nuestros antepasados. Por ejemplo, uno de los rituales más comunes, inspirado en los rituales de los pueblos indígenas norteamericanos, es el llamado «búsqueda de visión», que explica así el investigador Jules Evans, del Centre for the History of Emotions del Queen Mary University de Londres, en su libro El arte de perder el control:
Inspirado en la cultura de los pueblos indios y de otros indígenas americanos, implica que la persona entra en una zona despoblada e inicia un periodo de soledad y ayuno, de contemplación y comunicación con lo que Colin Campbell denomina «mensajeros» de la tierra animada. Una búsqueda de visión puede durar desde veinticuatro horas hasta varios meses, y puede implicar el consumo de setas o ayahuasca. La idea es que a través de esa purga y esa apertura al mundo natural, uno pasará de egocéntrico a ecocéntrico y recibirá la sabiduría sanadora de la madre naturaleza en forma de sueños, visiones y encuentros con animales.
Habida cuenta de todas las evidencias científicas al respecto, no sería necesario invertir en todo este ritual. Bastaría con una simple escapada a un lugar más verde que la grisácea ciudad. No en vano, vivir en espacios urbanos repletos de cemento y privados del acceso a espacios verdes puede aumentar en un 55% el riesgo de desarrollar enfermedades mentales futuras.
La prueba más sorprendente de ello tuvo lugar cuando un grupo de trabajadores de una guardería finlandesa extendieron un césped y plantaron un pequeño bosque como brezos enanos y arándanos: los niños, de entre tres y cinco años, mostraron un aumento de las células T y otros marcadores inmunológicos importantes en su sangre en un plazo de únicamente 28 días.
Tal vez estemos solo ante una correlación, y no un evento causal, pero la correlación es tan fuerte que vale la pena regresar de vez en cuando a la naturaleza.
Sergio Parra
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