La fotogenia es incuestionable: un cortado vertical por el que discurre a su aire el Guadalevín, un puente, unas fachadas blancas y las sierras en el horizonte. Todo, en combinación, junto a leyendas de viajeros y bandoleros, hace del enclave uno de esos lugares que atrapan de un simple vistazo. El tajo de Ronda aparece en pleno centro de la ciudad con sus 500 metros de longitud y su centenar de profundidad. Fue la ciudad soñada por Rilke, representó el mito de la España romántica y hoy sigue originando ensoñaciones a los viajeros modernos.
Rilke viajó por aquí en el invierno de 1912 y dijo de ella que era la ciudad soñada, tras buscar por todas partes. Juan Ramón Jiménez estuvo tiempo después y le pareció “alta y honda, rotunda”. No fueron los únicos en convertir a Ronda en musa lírica. Su pasado, su tradición vinícola, su gastronomía y su patrimonio cultural y natural contribuyó a cautivar a otros que tenían tanto de artistas como de viajeros… Entre finales del siglo XIX y mediados del XX, Ronda vio a Ernest Hemingway y a directores de cine de la talla de Orson Welles por sus calles.
Más que un puente, un icono
Hay que tener en cuenta que hasta la segunda mitad del siglo XVIII Ronda estuvo separada por el tajo de Ronda. Hubo que esperar hasta 1793, cuando el ingeniero Juan Martínez de Aldehuela diseñó esta fantasía en forma de puente que vence el vertiginoso hueco producido por los siglos de erosión. Hoy es un símbolo de la ciudad. El puente es una maravilla en obra de sillería que sirve de excepcional mirador del entorno en el que se asienta. Sobre todo al atardecer, cuando se tiene del lugar una de las instantáneas más célebres entre los pueblos blancos de esta parte de la sierra.
Hay que adentrarse por el barrio Viejo, dejarse tentar por el recorrido sin mirar los planos, dejar que la ciudad te vaya atrapando a cada poco por sus callejuelas empedradas y sus detalles moriscos. Ahí es donde Ronda atesora todavía la mística de aquellos tiempos de viajeros románticos. Basta con recorrer la calle Armiñán para empaparse de su esencia pretérita. Algunas de estas calles sorprenden con sus recoletas plazas que se abren como miradores de lo íntimo.
Siguiendo el camino, a un lado se deja caer la Casa del Rey Moro, uno de esos palacios que seguro cautivó a Rilke. Enfrente, el palacio de Salvatierra, donde sorprende una iconografía precolombina. El rumor de las fuentes y el perfume de las flores son cantos de sirenas que harán perderse al viajero más flâneur. Otro palacio que aguarda es el palacio de Mondragón, hoy Museo Arqueológico de Ronda.
Dejando atrás el Centro de Interpretación del Vino de Ronda, aparece la plaza Duquesa de Parcent, que aglutina el ayuntamiento, la catedral y la colegiata de Santa María. O lo que es lo mismo, uno de los epicentros monumentales más maravillosos de Ronda.
El buen comer
Tanto paseo despierta el apetito a cualquiera. Pero eso no es problema en Ronda, donde abundan los locales donde darse un homenaje gastronómico. La máxima referencia es el dos estrellas Michelin de Bardal. El establecimiento del chef Benito Gómez se ha ganado a pulso, desde que consiguiera su primera estrella en 2018, convertirse en un destino en sí mismo, destacado en todas las guías de la ciudad. Fogones enraizados con lo local, su propuesta es una forma de saborear Ronda desde otro sentido diferente a la vista. Destacan los aperitivos como el bollo frito de boletus, la sabrosísima castaña y panceta o un plato contundente como el ciervo a la bordelesa, cocinado a baja temperatura durante 36 horas.
Propuestas más informales encontraremos en La Taberna, en plena plaza del Socorro, donde disfrutar con su colección de montaditos. También está, la Tragatá o Las Castañuelas como buenas opciones. Todo ello, por supuesto, regado a placer por los caldos rondeños, que se remontan a una larga tradición vinícola de dos mil años. Hoy se han recuperado casi una treintena de bodegas que harán las delicias de los aficionados al turismo enológico.
Descalzos Viejos es una de ellas. Hay que ir aunque no haya afición por los tintos, aunque sea solo por ver la antigua capilla restaurada con sus frescos en paredes y techos encalados que sirve hoy para acunar a un buen puñado de barriles para la crianza de los vinos. Bodega La Melonera, donde llevan desde 2003 recuperando cepas autóctonas que se habían perdido en detrimento de otras mucho más rentables, es otra de las visitas imprescindibles.
En los alrededores
Las sierras de Grazalema y las Nieves se vislumbran desde el Puente Nuevo de Ronda como una promesa de todos los encantos naturales de la serranía de Ronda, parque natural declarado Reserva de la Biosfera y Zona de Especial Protección para las Aves. También funciona al modo de un universo de pequeños pueblos encantadores como Grazalema o Zahara de la Sierra que aguardan con su especial encanto.
José Alejandro Adamuz
Etiquetas
Si te ha gustado, compártelo