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El valle silencioso de Leitzaran, entre Guipúzcoa y Navarra, escondía unas fábricas medievales tan abundantes y bien conservadas como en pocos lugares del mundo. La ignorancia y la dejadez las han ido destruyendo en las últimas décadas. Con la guía del ingeniero Xabier Cabezón, que lleva medio siglo explorando estos parajes, pedaleamos por la vía verde que va de Andoain a Pamplona para entender las ruinas y escuchar las historias de este valle.
El Leitzaran es un valle encajonado, angosto y sinuoso. Se puede recorrer a pie o en bicicleta por la vía verde del Plazaola, el trazado de un antiguo trenecito minero que va atravesando túneles y más túneles. En estos veinte kilómetros solo viven media docena de personas en dos o tres caseríos, algo insólito en la superpoblada Guipúzcoa.
—Despoblado sí pero humanizado a tope —me dice Xabier Cabezón. Este ingeniero donostiarra conoció las ferrerías medievales del Leitzaran en 1976, se sorprendió con los vestigios industriales que iban desapareciendo entre las zarzas y desde entonces ha explorado los rincones más remotos, las vaguadas, los bosques, como un buscador de tesoros. Descubrió minas, fábricas y restos de trenes de los que ya nadie tenía referencias. Y sigue levantando un catálogo minucioso en su página.
—Tú lo ves ahora tan solitario y parece increíble, pero Leitzaran fue uno de los valles más industrializados del País Vasco —dice Cabezón—. Como no está poblado, aquí se conservaron muy bien las fábricas de piedra más antiguas, algunas tenían como mínimo seiscientos años y estaban casi intactas hasta ayer mismo. Pero nadie les hacía ni caso. Y ese es el problema de la ignorancia: se las han ido cargando una a una y a nadie le importa un carajo.
En la Edad Media se les ocurrió aprovechar saltos de agua para mover ruedas de palas que transmitían su movimiento a dos máquinas: a un fuelle que inyectaba aire a la forja, para mantener el hierro candente mientras lo trabajaban, y a un gran mazo o martinete, que golpeaba ese hierro candente sobre el yunque. Así nacieron las ferrerías, así se extendió la industria por los fondos de los valles vascos, donde abundaban las minas de hierro, la madera para alimentar los hornos y el agua para mover las máquinas.
Con Cabezón trepamos por laderas boscosas y gateamos entre zarzas y helechos, para buscar las ruinas de un cargadero y los hierros oxidados de un ferrocarril de sangre (es decir, tirado por animales) que él descubrió tras leer una mención en un polvoriento informe minero de 1907. Ese trenecillo de mulas de Lorditz bajaba el mineral hasta el fondo del valle. Cabezón me enseña los hornos de Mustar y los de Bizkotx, dos torres de ocho metros de altura en las que calcinaban el carbonato para convertirlo en óxido de hierro, más ligero y puro, y descargarlo en los vagones del tren. La mina de Bizkotx abasteció de hierro a las ferrerías de Leitzaran durante siglos y justificó la construcción del tren minero de Plazaola en el siglo XX, incluso vio cómo llegaban alemanes en plena Segunda Guerra Mundial a exprimirle sus últimos filones.
Los restos del desastre
Los ciclistas somos alegres carroñeros que nos alimentamos de las rutas que los demás dan por muertas. Pedaleamos felices por cañadas, carreterillas olvidadas y trazados de ferrocarriles desaparecidos, como este del Plazaola, que une Andoain con Leitza.
Para construir el tren por un valle tan estrecho y revirado como Leitzaran, los obreros de 1902 tuvieron que perforar nada menos que 31 túneles y tender 14 puentes en apenas veinte kilómetros. Ahora es una pista de tierra apisonada que atraviesa una y otra vez las entrañas del monte, de la luz a la oscuridad, de la oscuridad a la luz, remontando suave el Leitzaran. Sin minas, sin trenes, sin pueblos, el río fluye fresco y oxigenado, repleto de truchas y anguilas, protegido por un bosque de alisos que recuerda cómo eran las orillas fluviales cuando aún no las habían colonizado los humanos. Y solo hay un par de caseríos habitados, ya en la muga con Navarra.
Un privilegio real otorgado en 1307 a la villa de Tolosa mencionaba los yacimientos de Leitzaran, así que en esa fecha ya debían de funcionar las ferrerías. Llegó a haber 34, aprovechando la abundancia de hierro, madera y agua. Hasta hace pocos años el valle aún conservaba un magnífico repertorio de fábricas medievales, complejos de talleres, presas, canales, depósitos y puentes magníficamente conservados, un patrimonio extraordinario que se fue deshaciendo en ruinas.
Cuando paso por el paraje de Ollokiegi no veo nada, porque ya no hay nada que ver, pero Cabezón me explica que aquí se encontraba una de las ferrerías que se mencionan en 1415, en un acuerdo entre varios ferrones y los pueblos de Berastegi y Elduain, donde se habla de acuerdos anteriores y se deduce que las fábricas ya llevaban años o décadas funcionando. La de Ollokiegi era, por tanto, una de las fábricas más antiguas del País Vasco, una reliquia industrial. Y se conservaba de maravilla. Un informe de 1980 describe el perfecto estado del canal que tomaba agua del río, las impresionantes anteparas de 29 metros de longitud (los muros de piedra entre los que se acumulaba el agua para soltarla luego con fuerza sobre las ruedas que movían la maquinaria), el edificio rectangular que albergaba los talleres. Durante el siglo XX construyeron unas cuantas centrales hidroeléctricas a lo largo del Leitzaran, a menudo en el mismo emplazamiento de las ferrerías medievales, para aprovechar su infraestructura de presas, túneles y canales. A finales de la década de 1980, los propietarios de la central de Ollokiegi dragaron el fondo de una presa fluvial y no tuvieron mejor idea que descargar la montaña de lodo y piedras sobre la ferrería. Demostraron una eficacia admirable como enterradores de tesoros. Y además inspiraron a otros.
Río arriba, en el meandro de Ameraun conviven una central eléctrica, un caserío en ruinas y un edificio rectangular de piedra apoyado en cuatro arcos. Es otra ferrería mencionada en aquel documento de 1415, otra de las fábricas más antiguas del País Vasco, y como tal recibió los siguientes honores: arrasaron su vieja presa de madera para crear una explanada junto al río en la que apilar los troncos de las explotaciones forestales, taparon las paredes interiores del taller con cemento para convertirlo en depósito de agua, lo reutilizaron como gallinero, usaron sus techos desmoronados para plantar postes eléctricos. Y lo más original: en la década de 1960 los obreros de la central también le dieron una capa de cemento a uno de los muros exteriores, para alisarlo y usarlo como frontón.
—Seguramente este era el frontón con las paredes más viejas del País Vasco —dice Cabezón.
Después de pasar un túnel, una señal indica el desvío al paraje de Mustarzar. Allí se encuentran algunos restos de la ferrería de Mustar, citada en 1468, también deteriorados y amenazados por una presa moderna y una pista para todoterrenos. Pero antes aparece la pequeña sorpresa que guardaba Cabezón.
—Es una de las joyas de Leitzaran.
Entre la penumbra del bosque y las cortinas de sol que lo atraviesan, envuelto en los destellos del río, flota un arco de piedra de apariencia irreal: el puente de Mustar, rebozado de hiedras y musgos. Vuela de una orilla a otra, puro movimiento petrificado, desde hace al menos cinco siglos y medio.
—Es una joya, pero como está un poco apartada de la pista principal, no la conoce casi nadie.
Poco antes de la muga con Navarra, en el paraje de Plazaola, Cabezón me enseña un desastre de 2007. Bajamos a la orilla para descubrir unos muros de piedra con arcos, medio ocultos entre las zarzas, la única parte ya visible de la ferrería de Plazaola, también mencionada en 1415, también conservada en buen estado hasta nuestro siglo. El 8 de marzo de 2007, en una noche lluviosa, el canal de la vecina central eléctrica se rompió en el punto en que se apoyaba sobre la ferrería. La riada destruyó uno de los muros y parte de las anteparas. Para completar la faena, la empresa reparó el canal sin permiso de la Diputación de Guipúzcoa, un trámite obligatorio porque se trataba de una zona de presunción arqueológica, y lo hizo a las bravas:
—Sepultaron casi toda la ferrería con rocas y cemento. Me imagino que los autores de la hazaña no sabían ni lo que estaban haciendo.
Si ellos no lo sabían, a otros nunca les importó. Cabezón informó de esta barbaridad a la sociedad de ciencias Aranzadi, que pasó el aviso al departamento de Cultura de la Diputación. Nunca respondieron.
En Plazaola, destino de muchos excursionistas que caminamos o pedaleamos por el antiguo trazado del tren, instalaron paneles de información turística. De la ferrería ni mu. Casi nadie se da cuenta ni de que existe, semienterrada en la orilla, bajo su ataúd de cemento y zarzas. Para qué vamos a contar que hasta ayer teníamos una colección extraordinaria de fábricas de más de seiscientos años y lo que hicimos con ellas.
En la frontera con Navarra quedan otras ruinas industriales. Una vieja fábrica de carburo para las lámparas de los mineros, una cantina, unas viviendas y una estación de tren, todos destripados, destechados y devorados por la vegetación. No es difícil imaginar el bullicio de este paraje hace cien años, con las explosiones en las minas, el humo negro de los hornos de calcinación, el estruendo de los descargaderos, el ajetreo de las vagonetas cargadas de hierro, el hormiguero de trabajadores que iban y venían, la locomotora silbando en la estación. El tren, con su despliegue de túneles y puentes, lo construyeron en 1904 para sacar el mineral de Bizkotx y Plazaola hasta Andoain, donde empalmaba con la línea Madrid-Irún y seguía hasta el puerto de Pasajes. En 1914 lo extendieron para transportar pasajeros entre Pamplona y San Sebastián. Miro al sur y veo la boca de un túnel derruido: el primero de los treinta más que excavaron hasta la capital navarra.
El túnel del amor
—¡En este pueblo no se oían blasfemias hasta que llegó el tren! —dicen que dijo el cura de Leitza en un sermón dominical.
El tren del Plazaola quebró el aislamiento de algunos pueblos y les llevó un desfile pintoresco de mineros, tratantes de ganado, contrabandistas, esquiadores, turistas, viajantes y forasteros en general, con sus influencias tan perniciosas a ojos de quienes preferían mundos cerrados.
Fue un tren épico, cómico y dramático. Siguiendo su huella, trazo un amplio semicírculo alrededor de Leitza para ganar altura y embocar el tramo más impresionante: el túnel de Uitzi, de 2.630 metros. Me tiro diez minutos pedaleando por la galería abovedada, en una semipenumbra aliviada por focos, mientras me llueven aguas frías que se filtran montaña adentro. El túnel atraviesa las vertientes cantábrica y mediterránea, así que primero pedaleo ligeramente en subida, por donde gotean aguas que podrían fluir hasta Orio, cruzo un umbral, veo al fondo una diminuta boca de luz y pedaleo ligeramente en bajada, por donde gotean aguas que podrían fluir hasta el delta del Ebro.
Las buenas lenguas decían que el Plazaola era el mejor transporte para empezar un viaje de bodas. Si ya de por sí era lento, en el túnel de Uitzi circulaba aún más despacio, a diez kilómetros por hora, lo que suponía un buen cuarto de hora de oscuridad absoluta que los recién casados aprovechaban para sus tareas más apremiantes. La lentitud del Plazaola era proverbial. Quizá no tanto como la del Ghan, el tren que cruza el desierto de Australia, en el que una mujer preguntó al maquinista cuándo iban a llegar al destino, porque estaba a punto de dar a luz.
—A quién se le ocurre viajar en este tren en su estado —le contestó el maquinista.
—Es que cuando salimos aún no estaba embarazada.
Quizá no tan lento como el Ghan, pero algunos pasajeros del Plazaola se apeaban en marcha junto a un viñedo cerca de Irurtzun, robaban uvas y se subían otra vez de un salto. O se bajaban del primer vagón, meaban plácidamente y se subían al último.
Yo también bajo suave hasta la estación de Lekunberri, donde el tren era acontecimiento. Los domingos, en cuanto aparecía la locomotora, la banda municipal sonaba tambores y trompetas para recibir a unos pasajeros, despedir a otros y entretener la tarde a los vecinos que paseaban hasta la estación para contemplar el espectáculo estrepitoso del ferrocarril.
También fue tren de hambre y estraperlo. El donostiarra Jesús Mari Sáez me habló de las expediciones de su infancia en el Plazaola de la posguerra, con su madre, desde San Sebastián hasta Uitzi, donde unos familiares les daban verduras, huevos y patatas de su caserío, incluso carne algunas veces, productos imposibles de encontrar en los racionamientos de las ciudades.
—Una vez estábamos en Uitzi cuando llegó alguien diciendo que el tren había descarrilado dentro del túnel —me contó—. Salimos todos corriendo y encontramos un montón de sacos de regalices desperdigados. Comimos regaliz todo el año.
En esa época se llevaba el abrigo de estraperlista: un tres cuartos de lana cheviot, con cuello de piel de oveja y seis bolsillos interiores de costura reforzada. El navarro Patxi Mikeo explicó en televisión esa moda tan curiosa: “Incluso en verano, muchos pasajeros vestían gabardinas enormes, con forros para camuflar las habas, las alubias, los garbanzos. Parecía que las mujeres que viajaban en el tren estaban todas embarazadas”. Cuando la Guardia Civil aparecía en los andenes, los maquinistas alertaban a los pasajeros para que escondieran las mercancías o las tiraran por la ventana, y cuentan que una mujer apurada arrojó, con los demás paquetes, un niño envuelto en una manta que -¡suspiro!- resultó ileso.
Bajo por el desfiladero del río Larraun, vertiente mediterránea en la que aún resisten los hayedos y robledales atlánticos, y me cuelo entre dos peñascos calizos que se levantan doscientos metros verticales, uno en cada orilla del río, coronados por los vuelos de los buitres. Temo que allá arriba algún centinela descubra que llega un guipuzcoano y me mande una lluvia de flechas, pero los ciclistas somos silenciosos y veloces, y sigo viaje hacia la capital de los navarros. El paso se llama Aizpea, un topónimo obvio que significa “bajo la peña”, pero que fue reinterpretado como ahizpa, es decir, hermana, para rebautizarlo como paso de las Dos Hermanas. Al otro lado aparece un paisaje nuevo: la cuenca ondulada de Pamplona, alfombrada de campos de cereal, bajo un cielo amplio y luminoso.
Por estas colinas viajaron los primeros pasajeros del Plazaola, aquellos ingenieros, técnicos y administradores de las minas que seis meses antes de inaugurar oficialmente la línea viajaron en tren hasta Pamplona para asistir a una corrida de toros en los Sanfermines, en julio de 1913. Un camino de tierra apisonada sigue ahora el trazado de aquel tren que desapareció al cabo de cuatro décadas, porque nunca resultó demasiado rentable. Las minas se agotaron rápido, el transporte de pasajeros sufrió la competencia creciente de las carreteras y escasearon las inversiones para modernizar un transporte tan incómodo y lento. Las inundaciones de 1953, que derruyeron puentes y arrancaron raíles, le dieron la puntilla. El tren murió, los ciclistas seguimos ahora su huella para asomarnos al pasado en ruinas.
Ander Izagirre
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