Está allí, en el mismo corazón de Cantabria. Valle de Cabuérniga, le dicen, y es aliento verde con motitas de color gris y un borrón de plata discurriendo hacia la mar. Está allí, claro, y late entre nieblas y heladas. Está allí, el Valle.
Sobre hadas buenas y ogros malos
La hoz de Santa Lucía es un sitio raro. Vienes de claridad y vuelves a claridad pero, entre medias, se le pone al mundo un aire de malo maloso decembrino, con sus cristalucos de color blanco en cunetas, sus ramas que parecen retorcerse para buscar calor y sus volutas escapando del suelo. En Santa Lucía huele siempre a petricor, y hace un frío recio, un frío que ves antes de sentir, un frío que es cierta manera de mirar, ciertos matices en las sombras, cierto ángulo particular en que cae el sol.
En Santa Lucía, sí, empieza el Valle de Cabuérniga.
El Valle es un valle, claro, y los valles tienen ríos. Por lo menos uno, aunque aquí hay más, que para eso estamos en Cantabria y llueve mogollón. Al de aquí le dicen río Saja, y es uno de esos que tienen rumores traviesos pero, también, el transitar reposado, casi psicopompo de fantasmas, que dibuja con sus nieblas. Río en tres dimensiones, con fondo, con superficie, vapores gruesos como manos que flotan, aire grave, sobre la corriente. Eso es el Saja.
El Saja es, también, un río antiguo, clásico. Le dicen así porque los romanos lo llamaron Salia, y aun ellos cogieron nombres más vetustos, porque “Salia” retoza con el preindoeuropeo, y viene a decir “río salado”, y allá por Suances, cuando el Saja (el Salia) juguetea a besarse con la mar, hay salinas, y torrenteras subterráneas con sabor a anchoa fuerte…
Pero, dijimos, aquí hay más, porque el Valle es un valle, sí, pero a él desaguan otros muchos valles, cada uno con su río, con sus puentes, con sus leyendas. Guariza, Hitón, Canal del Infierno (lo juro), Costanilla, Cambilla, Argoza, Canal de Valfría, Viaña, Rubial, Barcenillas, Monte Aá, La Fuentona y Bayones, que es el que cruzamos ahora. Todo eso en veinte kilómetros, metruco arriba o abajo. Así está todo de verde, que tienes lomas con el tono más insospechao, y luego piedras blancas como granitos albos en madera mal pulida…
Según vas subiendo dejas el Saja a un lado o a otro. A la derecha en Ruente, por ejemplo, donde hay corvatos montando escandalera cerquita de restaurantes a medio desperezar. En Ruente está la Fuentona, que es un nacimiento mágico, misterioso. Una cueva de profundidad insondable (así me lo contaban de crío) de donde manan borbotones espumosos… hasta que un día dejan de hacerlo. Vamos, que se seca, durante unas horucas, y luego vuelve, como si nada hubiera pasado. Hay varias teorías para explicar esto, pero entre que ninguna se muestra veraz al cien por cien y que nosotros preferimos los relatos… que es una anjanuca, una anjanuca buena, un hada de nuestra mitología que vive allí abajo y, a veces, tiene que limpiarse el palacio de oro y plata, y entonces interrumpe caudales, y después vuelve a abrirlos, porque no puede hacer, no, la anjana cosa malévola.
(A mí esta explicación me gusta mucho. Sobre todo porque por Cabuérniga también vivieron Ojáncanos, Ojáncanos grandes como casas, Ojáncanos furiosos como tasugo acorralao. Los Ojáncanos son ogros malos, con un solo ojo en mitad de la frente y barbas ásperas que les caen hasta los pies. Solo hacen destrucciones y pendencias, así que está bien tener una anjana, creo yo, para compensar).
En las bárcenas hay árboles esnugaos como escobas de tres pelos. Hay avellanos, y salcis, también hay manzanos, higueras con olor a almíbar de otoño, o robles de hojas que se dibujan por niños traviesos. Hay, allá arriba, invernales de piedra, cabañucas donde pasar tempestad y pendencia, recuerdos de un tiempo que ya ni fue, helechos gigantes como lagartos perezosos que se echaron a dormir. El río susurra agua y vientos entre hojas, entre truchas y anguilas haciéndose. Hay también, dicen, lóndrigas, que es como decimos acá a las nutrias, pero siempre se muestran remolonas para dejar verse. Oh, y garzas, dos, enormes, color gris, y blanco, y negro, jugando entre ellas, salpicando, disfrutando de la vida, que no todo va a ser trabajar y buscar pitanza…
(Cerquita está Sopeña, y en Sopeña nació Manuel Llano, escritor de leyendas, de arquetus y hadas bondadosas. Manuel Llano, que es padre de todos nosotros. Ese Manuel Llano).
Nos desviamos hasta Lamiña, donde encontraron hace mucho un sarcófago lleno de símbolos arcanos y misteriosos (en realidad célticos, pero misteriosos suena mejor). Desde allí puedes ver un árbol enorme, en la ladera de enfrente, un abeto que destaca entre brillos y guiños traviesos, porque es un árbol navideño, y está en mitad del monte, y pienso en lo difícil que debió ser adornarlo, y en lo bonitas que son las cosas inútiles… Cruzamos un paso canadiense (un paso canadiense es ese sitio donde el mundo hace “tac, tac”), llegamos hasta la linde del bosque. Aquí bajan a comer hierba (hierba tierna, hierba húmeda) los corzos. Los he visto muchas veces, en el pasado, cuando venía con la bici.
Hoy no hay ninguno, porque los corzos siempre madrugan más que los reporteros…
Krausismo, castaños y Marisol
Valle de Cabuérniga es un pueblo krausista. Sí, sí, muy krausista. En Valle de Cabuérniga (pueblo, que es capital del Valle de Cabuérniga, valle), vivieron los hermanos González Linares. Augusto y Gervasio, sabios los dos, liberalotes decimonónicos con pinta de sabios sin domar. Allí tenían casa, una casona con escudo, muros gruesos y relente hidalgo en mañanas invernales como la de hoy. Sobre su hastial, una placa. “Libertad de enseñanza y libre investigación. La Universidad Internacional Menéndez y Pelayo al encuentro que en esta casona del valle tuvieron Francisco Giner de los Ríos, Augusto González Linares, Manuel Ruíz de Quevedo y Nicolás Salmerón, abriendo camino a la Institución Libre de Enseñanza. Agosto de 1875-agosto de 1992”. Sí, amigos, aquí nació, aquí empezó a nacer, esa realidad que aunaba materialismo e idealismo, que jugaba con nociones krausistas, que quería, por resumirles mucho el tema, sacar a la sociedad de su secular atraso. Y hacerlo con libros y letras, que siempre es más sanote. Acabó el tema regularcillo, pero queda la intención, creo…
No es lo único para contar en Valle. Todo el puebluco huele a chimenea y retumba con el ruido de una desbrozadora algo asmática, añoranza del fiu, fiu que dejaba el dalle los mediodías de sol. Las casas tienen, en Valle, blasón y nombre, y así paseas entre heráldica y tenantes, entre lambrequines y cantón, por sitios que se llaman “La Casuca” o “Vista Alegre”. Aquí y allá encuentras troncos de leña apilada (pátina en musgo verde) que parecen bocas con sorpresas sabor a pueblo. Hay, también, dos o tres apartados esperando gubias y buriles que los hagan dujos de enjambrar.
Y el detalle. Definitivo. Enamorado me encuentro, oigan. Una parada de autobús. Pequeñita, acogedora. Asubiadero les decimos, porque estar a resguardo es “asubiarse”. A la izquierda, según miras, un espacio de libros libres, pequeña biblioteca para que cada cual coja cuanto le plazca. Isabel Allende, Corín Tellado, asesinatos con Agatha Christie, también dos o tres recetarios de comida tradicional. Al otro lado un nido, un nido hecho con ramitas y tierra, un nido que espera abriles. Si no es el bodegón más hermoso del mundo yo ya no sé…
Unos kilómetros más adelante llegamos a Terán. Hasta las antiguas escuelas de Terán, concretamente. Espacio enorme que le dicen La Castañera, uno donde llueven, este mediodía, hojas de color natillas, hojas que caen chocando contra ramas medio desnudas y hacen ruido de perrito que caminase sobre adoquines. Las fincas de alrededor encierran bizarradas de esas que te dejan pensando… cómo… y, sobre todo… por qué. Por qué hay un todoterreno de color marrón intenso totalmente desguazado, con los asientos en despellejo, con plumas en su interior… O por qué hay un maniquí de color blanco sentao sobre una silla, las piernas cruzadas, haciendo como que toma el té. Uno esperaría estas cosas en la gran ciudad, pero aquí somos más serios, ¿no?
Las antiguas escuelas de Terán es un edificio simétrico, de estilo neoclásico, con remembrar a siglo XIX de chistera y báculo, y mejor pasado que presente. Vamos, que ruina absoluta. “Recuperación y rehabilitación ¡Ya!”, te grita el cartel que hay sobre su puerta, pero es que hasta esa humilde sábana está rota y medio borrada. Una enredadera seca se desliza por entre ventanas sin cristales como si fuera tentáculos de pulpo despistao. Me siento en un banco de piedra a mirar el edificio. Melancólico.
“Tenga usted cuidado, que esos bancos son traicioneros. La piedra es fría, y te entra un catarro sin avisar”. Levanto la vista. Él lleva paraguas, sonríe mucho y tiene pelo de color nevada. Asiento, estrecho su mano, pregunto por esto y aquello, porque preguntar por esto y aquello es lo que más me gusta. Que qué hace, pues mire, a dar el paseo, hasta el barrio de allí me llego, y luego vuelta a casa, que ya será la hora de comer. Que si lleva muchos años aquí. Desde que nací, luego me mandaron a estudiar por Santander, que tengo allí hermana, pero prefiero vivir en el Valle, claro. Que si conoció abierta la escuela, y se le ilumina el rostro. Hombre, pues claro. Colegio, fue, y luego incluso cine. ¿Sabe? Hasta rodaron películas. Una con Marisol, seguro que conoce a Marisol. Los días del pasado, se titulaba, con Marisol. Ya era Pepa Flores, entonces, pero, ya sabe, Marisol. Y vaya castaños, estos, ¿eh?, gigantescos, seguro que allá arriba juguetean musgosos y trentis. Él vuelve a sonreír. Los mozucos les poníamos nombres, dice, y señala al más alto, al más grueso. A ese le dicen “El Duende”, concluye, mirándome como si escondiese más secretos…
Seguimos remontando Cabuérniga y pasamos junto a un prao lleno de tudancas. Las tudancas (grises, grandes cuernos mirada de listas, de guapucas, de majas) son las vacas autóctonas de esta zona. Antes había más pero ahora solo quedan éstas. Y de casualidad. Ganado de trabajo y carne. Apenas dan leche, muy poca, así que fueron sustituidas a lo largo del siglo XX por las frisonas, esas blancas y negras con ubres enormes capaces de llenar, cada mañana, calderos con un líquido espumoso y tibio. Más delicadas, menos recias. En 1965 rumiaban más de 78.000 tudancas en toda Cantabria, para el cambio de centuria no llegaban a 10.000. En los últimos tiempos se han puesto de moda (su carne, sobre todo) y el número va aumentando.
En Fresneda, el siguiente pueblo, hay pedresas, una casa con farola de color oscuro que parece gárgola a medio construir y adornos sobre vigas y dinteles. Adornos de inspiración solar, adornos que parecen flores, que parecen estrellas, que parecen pasados. Apenas sales del vecindario y ya caminas por un bosque de otoño, con tus botas que suenan como los cereales cada mañana cuando echas la leche. Hay hojas de roble dentadas cual trozos de plastilina que un niño hubiese aplastado, y también pacas de hierba seca, pacas apiladas en cuatro y cinco alturas, tetris de pasto y forraje para los meses de invierno, que aquí duran más de treinta días…
A lomos de gigantes
El pueblo de Saja huele a madera quemando y trisquidos de infancia. Huele a acebos con drupas de color rojo y muérdago colgado en los alfeizar. El pueblo de Saja es como la aldeuca del Belén, solo que cada día, en todo momento.
Saja es lo último que te encuentras subiendo dirección Palombera. Hay curvas, hayedos, unas cuantas cagigas, hay zonas umbrías y rumores allí abajo, donde salta y salpica el río. Hay todo eso y, después, un mundo que se abre. Tampoco demasiado, no vayan a emocionárseme, que es Saja de esos sitios donde las montañas pintan de escarcha pálida demasiadas horas. Pero nos vale. Espacio llano entre cumbres, tejados de naranja-musgo, algunas lascas, hilillos color gris escapando, entre finos y pausaos, hasta más allá del bosque. Sosiego.
Una de las primeras cosas que ves en Saja, justo al ladito de la senda, es el bar. Perfecto, las cartas por delante, yo siempre a favor. El bar tiene un mastín enorme (un mastín realmente enorme) tumbado junto a la puerta, tendido sobre su costado derecho, cabezota sobre asfalto, el pecho que se hincha y deshincha al ritmo de ronquidos perrunos. Yo le digo hola, porque soy muy educado con los mastines, y él abre un ojo, me observa, hace medio dorsal, así, hop, oreja colgando, los belfos brillantes, olisquea un poco, decide que no soy amenazador, se vuelve a tender, se vuelve a dormir. En resumen: simpatiquísimo. Imposible que no me guste un establecimiento con semejante bienvenida.
Dentro hay humo, aparejos de pesca posados sobre una mesilla, troncos consumiéndose con llama tenue, tímida, en el hogar. También hay dos paisanos hablando sobre la jornada en el río… que si aquella vez que picó una, que si el pozo este es aun mejor, que si mañana volvemos. Ríen mucho. Primero tienen entre ellos una frasca de vino blanco (vino helado, vino que deja perlitas de condensación sobre el cristal) y sendos vasucos. Después llega el chuletón chisporroteante.
La cosa parece museo etnográfico, y es una delicia. Hay campanus, cebillas, hay albarcas, hay copas, hay un queso medio roído, hay olor a patatas fritas y torrezno ahumado que trae promesas de orujos. Hay, también, esnas para el hielo, cachavas nudosas de avellano (talladas y sin tallar), hay fotos antiguas de paisanos que llevan una belorta enorme de hierba sobre sus hombros. Aspiro fuerte, el tinto raspa. Un horno asoma de la pared como si la casa tuviera jorobas con olor a cabrito asado. Dos o tres troncos ahuecados hacen de sillones para bosques traviesos. Fuera no hay nieve, y eso me apena. Si hubiese un manto blanco podríamos tirarnos aquí toda la tarde, al calor de la lumbre, escuchando hablar y que te hablen, mirando, naipes sobre leña, cafetera ruidosa que echa vapor…
Por las calles de Saja hace bastante frío. Frío de ese húmedo, frío que mordisquea huesos. Está muy cerca el cauce y el mismo asfalto brilla de color gris mojao. Hay unas vacucas aquí, una casa recién arreglada a tu derecha, ladran perros, veo tertulia de gatos comentando sus cosas sobre el antiguo lavadero. La iglesia (pequeñita, humilde), tiene buzón para recibir cartas. “Calle F. La Yglesia”. Sonrío. Todo tiene aire a cuento de hadas tranquilo, uno que vas deshilando tarde tras tarde. Saja es uno de esos pueblos que no recorres, sino en los que te acurrucas…
Continuamos. Arriba, siempre arriba. Hacia el puerto de Palombera. El Saja, le dicen a veces los ciclistas, que hay a montones. Camino retorciéndose, saltando como trenti por encima de arroyuelos a medio crecer. Nombres de antojil y escajo. La Jaya Cruzá, el Pozo del Amo, Canal de la Cruz. Hay señales con una ranita negra en el centro. “Paso de anfibios”. Imposible tener prisa acá. Imposible.
Allí, donde empiezan las nubes, están los pastos. Sejos. Una extensión inmensa de hierba esmeralda y brotes tiernos. El sitio perfecto para llevar el ganado. El que es de todos, el que de nadie es, siete mil hectáreas de collados y riqueza. Visto desde arriba parece paloma echando a volar. Le dicen Mancomunidad de pastos Campoo-Cabuérniga, y es el contrato más antiguo del que tenemos noticia en Cantabria. De 1497 nada menos, solo que aquello fue concordia, así que antes hubo discordias. Vamos, que es anterior. Aprovechamiento comunal de predios entre la Hermandad de Campoo de Suso y el antiguo Valle de Cabuérniga. A ambos lados de la Cordillera Cantábrica, para que hagan idea. Y se mantiene a día de hoy, mutatis mutandi.
Sejos es un lugar extraño. Feérico. Hay praos muy verdes, océanos de olas bajas con sus mareas y sus tempestades. Y sorpresas. Menhires, por ejemplo. O los Cantos de la Borrica, piedras enormes que mantienen equilibrio de forma incomprensible. Mágica, sí… mágica. Cómo llegaron allí, quién los llevo. Dice la ciencia que si antiguos glaciares, que si disposición al azar. Nah, cuentos, pero cuentos de los malos, de los de no creer, de los ciertos. Imposible. Ojáncanos, debieron ser ojáncanos. Por mediodía bajan nubes, y al mundo se le pinta textura de sábanas recién puestas.
Es allí, entre algodón que mira y no deja mirar, donde acaba Cabuérniga…
Marcos Pereda
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