La Palma de los pies: caminatas por una isla provisional
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15.03.2022
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La Palma es una acumulación de volcanes que emergieron del mar y siguen entrando en erupción, creciendo, derrumbándose. Para conocer esta tierra recién hecha y la capacidad de los palmeros de adaptarse al apocalipsis, caminamos cuatro jornadas: una por la Caldera de Taburiente, dos por la cresta que divide la isla y otra por los volcanes recientes del sur.
1. Rebañamos el fondo de la caldera
Pisamos el fondo de un circo volcánico, rodeados por montañas que se elevan mil quinientos metros como una progresión de murallas, contrafuertes, crestas, torreones, pináculos, acumulación de catedrales negras.
—Todo esto desaparecerá en un suspiro —nos dice un guarda del parque—. En cinco mil años se habrá derrumbado.
Parece un margen suficiente pero caminamos un poco más rápido que antes.
Recorremos la Caldera de Taburiente, una especie de cráter de diez kilómetros de diámetro y veintiocho de perímetro, forrado de pinares y laurisilvas, que en realidad no es un cráter sino la huella de un derrumbe. Aquí, en el centro de la isla de La Palma, erupciones y más erupciones formaron una montaña de tres mil metros sobre el nivel del mar, siete mil sobre el fondo oceánico, una mole tan grande como inestable. La Caldera es el resultado de un gigantesco deslizamiento de tierras en forma de media luna. Luego las aguas y los vientos tallaron un paisaje de delirio. Y el proceso sigue: asistimos al derrumbe veloz de una montaña descomunal.
El movimiento es casi indetectable para los humanos, cuya esperanza de vida y percepción del tiempo se parecen mucho a las de una mosca en esta escala geológica. Casi indetectable, casi: los guardas del parque cerraron el sendero que subía a un mirador…
—Porque los derrumbes se lo mamaban.
…y levantaron muros de contención en otro sendero por una ladera que se desmigajaba.
—Ocho tíos colocando rocas sin parar, en turnos de ocho de la mañana a ocho de la noche, porque aquello se venía abajo.
Hemos venido caminando con la mochila desde Los Llanos de Aridane, el pueblo principal del oeste de la isla. Nos hemos colado por el barranco de las Angustias (el desagüe de la caldera hacia el mar), hemos subido por la Hacienda del Cura (una antigua colonia de cultivadores de tabaco, hoy vergel de aguacates, mangos, naranjas, limones, higos, albaricoques, ciruelas y plátanos) y tras subir un desnivel de casi mil metros hemos alcanzado el mirador de los Brecitos.
Desde los Brecitos hemos bajado por taludes que se deshacen, hemos visto derrumbes, enormes rocas desprendidas, hemos entendido lo que le va a pasar a esta montaña: lo que le está pasando todo el rato. Y hemos bajado hasta la playa de Taburiente, un paraje amplio en el corazón de la Caldera, atravesado por un arroyo, alfombrado de rocas derrumbadas.
Desde el mar, los vientos alisios rellenan la Caldera con un potaje de nieblas. La humedad y el calor alimentan la laurisilva, el bosque subtropical de laureles, tilos, acebiños, madroños, fayas y brezos, envueltos en hiedras y zarzas trepadoras, un paisaje denso, verde, empapado, saturado de olores leñosos y vegetales. Entre la jungla brotan pitones volcánicos, roques como colmillos, casi parece que en cualquier momento va a aparecer un dinosaurio. No debe de haber ninguno, porque las Canarias emergieron después de que los dinosaurios desaparecieran. Llegaron sus descendientes, las aves, pero ¿cómo vinieron los lagartos, tantos lagartos y lagartijas, antes de que desembarcaran los humanos? Navegaron a bordo de maderas flotantes desde los ríos africanos, arrastrados por las corrientes.
La laurisilva nos maravilla, las chumberas y los bejeques de las zonas áridas nos sorprenden, pero, como caminantes, damos las gracias al pino canario. En la Caldera crecen bien separados, hermosos, tremendos. Sus agujas triples condensan la niebla y la hacen gotear, de modo que un solo pino puede ordeñar hasta dos mil litros anuales de las nubes. Consume una pequeña parte de esa agua y el resto sirve para regar la tierra alrededor. Los pinos resisten bien los incendios, porque su corteza es gruesa y enseguida sacan agujas nuevas. Perfuman el monte y acolchan los senderos con una capa densa de agujas caídas, un placer para el excursionista que baja con los pies molidos de las alturas pedregosas.
En el regreso pasamos a los pies del roque de Idafe, un enorme monolito que se levanta solitario en lo alto de un barranco. Las crónicas de la conquista castellana cuentan que los nativos benahoaritas ofrendaban vísceras de animales a Idafe, el espíritu que habitaba esta gran roca, para impedir que se viniera abajo y dejara de sostener el cielo.
Los geólogos nos informan despiadados de que el roque se acabará desmoronando, nosotros sabemos que algún día el cielo caerá sobre nuestras cabezas, y quizá por eso, para distraer las angustias vitales y olvidar el futuro, nos divertimos con los asombros del presente. Nos desviamos por el barranco de Rivanceras, remontamos un arroyo de color calabaza por un lecho de piedra gris y alcanzamos la cascada de los Colores. En la década de 1960 levantaron un muro de seis metros en el punto más estrecho para retener las aguas del barranco y crear un pequeño embalse. El arroyo ferruginoso, la piedra volcánica y los musgos pintaron el muro con franjas verticales naranjas, negras, ocres, verdes, amarillas, por las que ahora salta la cascada. Esta modesta obra civil acabó creando uno de los cuadros más visitados en este museo involuntario que es la Caldera de Taburiente. Y nos regala, para terminar la jornada, esa inquietante o relajante idea -cada uno sabrá- de que nuestros mejores resultados los obtenemos sin querer.
Este es el trazado de la ruta por la Caldera para GPS. El recorrido es largo y exigente: 28,5 km con 2.260 m de desnivel. Si desde Los Llanos de Aridane nos acercamos en coche hasta el aparcamiento del barranco de Las Angustias, nos ahorramos cuatro kilómetros a la ida y otros cuatro a la vuelta. También podemos subir en taxi al mirador de los Brecitos -está prohibido dejar el coche allí-, para quitarnos los primeros diez kilómetros de la etapa y la subida de casi mil metros de desnivel. (El taxi cuesta más de 50 euros).
2 y 3. Acariciamos la cresta de los volcanes
Para alcanzar la cresta volcánica que divide la isla de norte a sur y ofrece vistas panorámicas, primero tenemos que penar cuesta arriba y atravesar el territorio de las nieblas, por si alguien quiere metáforas sobre el arduo camino a tientas para llegar a la clarividencia.
Desde la villa de Mazo, a 500 metros de altitud, subimos por las rampas empinadas del sendero PR-LP17, uno de los caminos tradicionales de la costa a las cumbres, recuperado y señalizado para excursionistas que nos damos estas palizas por placer: curiosas, privilegiadas criaturas.
Cuando se acaban las casas y las huertas, nos sumergimos en lo que llaman el monte verde, la jungla brumosa de fayas, brezos y acebiños. El camino sube por una galería vegetal, entre muretes de roca empapados, rebozados de musgos, envueltos en helechos. La bruma se condensa en las ramas y nos va regando, llueve sin lluvia, llueve niebla. La tierra suelta un vapor de olores vegetales y dulzones, de orégano, poleo, menta, geranios, una mezcla que parece estimulante, porque en las ramas estalla un festival de trinos. Un conejo cruza el camino a toda velocidad.
El panorama cambia a partir de los 1.300 o 1.400 metros: como las nieblas no suelen subir tanto y el ambiente es más seco, el monte verde deja paso a unos pinares portentosos. Entre altísimos pinos canarios aparece el refugio del Pilar, ya a 1.500 metros, en el lomo de la cresta. Es un área recreativa con zona de acampada, fuentes, cocinas, barbacoas; accesible por carretera, punto de partida para muchos excursionistas, bisagra entre dos zonas de la isla: desde El Pilar hacia el sur se extiende la región de Cumbre Vieja, que curiosamente es la más nueva, una línea dorsal de volcanes y fisuras de las que han brotado las erupciones de los últimos siglos, incluida la de 2021 (un sendero de 24 kilómetros baja por esta ruta de los volcanes hasta la punta de Fuencaliente); desde El Pilar hacia el norte se va elevando la Cumbre Nueva, una arista volcánica más antigua, por la que caminaremos bordeando el extremo superior de la Caldera de Taburiente, hasta el techo de la isla en el Roque de los Muchachos.
Después de recostarnos un rato en la alfombra de agujas de pino en El Pilar, seguimos hacia el norte. Durante un par de horas llaneamos entre los 1.400 y los 1.500 metros, sin sacar la cabeza de la niebla espesa que intenta superar esta divisoria de la isla. A partir del paso del Reventón ya ganamos altura y de repente vemos a nuestros pies el mar de nubes: parece un pastel de nata montada, los pinos asoman como velas de cumpleaños. Y al sureste, en el horizonte, al otro lado del océano, aparece una mole oscura triangular: es el Teide, en la isla de Tenerife, a 125 kilómetros en línea recta.
Nos sigue un cuervo enorme, negro con destellos azulados en las alas, cada vez con menos disimulo. Acarreamos las mochilas por laderas polvorientas y él primero nos acompaña, saltando de pino en pino, casi parece que burlándose de nuestra torpeza. Nos sigue media hora. En el pico de las Ovejas (1.854 metros) paramos a comer un bocadillo y a echar un trago, porque la jornada va larga, y el cuervo se posa entonces a dos pasos, sin mirarnos, esperando obviamente que le demos su parte. Estamos en su territorio, ejerce de guardián y no vamos a pagar nada por dormir en el refugio, así que nos parece razonable dejarle unos pedazos de pan con jamón y tomate sobre una roca. Se los zampa y vuela impaciente, parece que un poco enfadado, esperando que los excursionistas de mañana no le hagan perder tanto tiempo.
A las seis y media de la tarde alcanzamos una repisa sobre la Caldera de Taburiente, a 2.090 metros. Aquí está el refugio libre de la Punta de los Roques, una cabaña de piedra y madera, con luz eléctrica alimentada por placas solares, bien protegida de los vientos en la base de una cresta. Hemos portado las mochilas abultadas con los sacos de dormir, las esterillas, la ropa de abrigo, la comida y el agua para dos días, porque nos dijeron que aquí no había. Al entrar, descubrimos ocho garrafas de ocho litros de agua cada una (dos aún llenas), un cuaderno de visitas en el que unos excursionistas de hace tres semanas avisaban de que unos ratoncitos se les habían comido parte de las provisiones durante la noche (añadían un dibujo de una familia de ratones pizpiretos) y un cartel posterior que deja constancia de una desratización para darle un final dramático a la historia.
Cenamos en el borde de la repisa, con los pies colgando mil quinientos metros desde la bóveda de esta catedral geológica de Taburiente, embobados con su arquitectura aleatoria de roques y barrancos. Los torreones aparecen y desaparecen entre jirones de incienso, de esa niebla que empujan los alisios, cada vez más compacta, hasta que la hoya queda rebosante de espuma al anochecer. Cuando la silueta del Teide se funde ya con la oscuridad, la luna llena rueda por nuestra cresta, se pincha en los picos y derrama su luz blanca por la montaña negra.
Nos dormimos con una leve angustia: podíamos haber compartido el refugio con los ratones sin problemas.
Desayunamos al amanecer, yogur, galletas, almendras, una naranja, unas lonchas de jamón que habíamos ocultado al cuervo, viendo el Roque de los Muchachos allá al noroeste, el techo de la isla tan al alcance, a poco más de trescientos metros de desnivel. Esperamos un paseo suave por la repisa de la Caldera. Pero el camino es traicionero, pierde mucha altura, obliga a remontarla, sube y baja y sube y baja por laderas pedregosas a más de dos mil metros, donde el aire es sutil y exige bocanadas. El suelo cruje bajo nuestros pies -cenizas y gravillas de una montaña cruda, de una montaña provisional: como todas-.
Calculábamos poco más de tres horas, nos ha costado casi cinco.
Pero quién dijo que sería fácil caminar hasta Marte. En este paisaje volcánico, rojizo y negruzco, se despliega una extravagante colección de edificios blancos, como si ensayaran alguna colonia humana en un planeta desierto, con bolas enormes, cúpulas brillantes, platos parabólicos. Es una batería de telescopios. A 2.400 metros de altitud, en medio del océano, los astrónomos encuentran aquí una de las atmósferas más limpias para buscar galaxias, detectar agujeros negros y confirmar que el universo se expande -como ya sospechábamos, cuando caminábamos hacia el Roque de los Muchachos y cada vez estaba más lejos-.
Al principio nos ha fastidiado un poco que el pico más alto de La Palma estuviera tan urbanizado, con sus carreteras, su aparcamiento de coches en la misma cumbre, sus senderos pavimentados, sus miradores con barandillas, sus grupos de turistas que nos veían llegar con las mochilas y nos sacaban fotos (!). Luego hemos apreciado nuestra suerte: los caminantes tenemos toda la cresta de los volcanes para nosotros solos, podemos recorrer durante dos días el espinazo de la isla sin encontrar a nadie más impertinente que un cuervo hambriento, así que no vamos a refunfuñar por encontrarnos aquí con coches y autobuses arrancando motores, maniobrando y dando bocinazos. La cumbre solo es un punto más de la montaña. Cuando disfrutas de la montaña entera, la cumbre es una idea irrelevante.
Y ni siquiera es el final de ninguna hazaña. Como saben los alpinistas, no hemos escalado una montaña hasta que terminamos de bajarla: del Roque de los Muchachos al pueblo de Puntagorda, siguiendo el sendero PR-LP11, bajamos 1.700 metros de desnivel en 17 kilómetros por laderas pedregosas. Es una paliza desde las uñas de los pies hasta la coronilla, pasando por las rodillas castigadas, la espalda cargada y la cabeza atontada de tanto traqueteo.
Al menos, sirve para entender mejor La Palma: de los 2.426 metros del Roque de los Muchachos hasta el mar solo hay nueve kilómetros en línea recta. Esta isla es un volcán empinado, majestuoso y frágil, una acumulación de erupciones que crecieron desde el fondo del mar -cuatro mil metros hasta emerger, otros tres mil en la atmósfera-, un montañón que se sigue sacudiendo, se erosiona, se derrumba, vuelve a escupir fuego y a sepultar pueblos.
Atravesando a pie la isla de La Palma, sentimos las fuerzas colosales de la naturaleza, sus creaciones, sus erosiones, su fugacidad, su atracción, su amenaza, su misterio. Y al final, en el paseo más sencillo, el descenso desde Los Canarios hasta el faro de Fuencaliente, nos asombraremos con la capacidad de los palmeros para adaptarse a la catástrofe, reciclar el desastre, domesticar el infierno.
Estos son los trazados de las dos jornadas por la cresta, para el GPS:
- De Mazo al refugio de la Punta de los Roques son 19 km, con 1.875 m de desnivel positivo. Para acercarnos al punto de partida, tomamos en Santa Cruz de la Palma la guagua 200 que va a Fuencaliente. Al cabo de diez o quince minutos, nos bajamos en la parada La Rosa, poco antes de llegar a la villa de Mazo, en el kilómetro 5 de la carretera LP-206. Por el camino de la Rosa, subimos siguiendo las señales del PR-LP17 hasta el refugio de El Pilar. A partir de El Pilar, seguimos hacia el norte las señales blanquirrojas del sendero GR-131 que atraviesa la isla.
- De la Punta de los Roques al Roque de los Muchachos y a Puntagorda son 28 km, con 1.000 m de desnivel positivo y, ojo, 2.300 de negativo. Desde el refugio hasta el Roque de los Muchachos, seguimos las señales blanquirrojas del GR 131. Desde el Roque de los Muchachos, bajamos por el sendero PR-LP11 hasta Puntagorda.
4. Azuframos viñas en la boca del infierno
Un hombre de unos setenta años camina por el arcén -gorra calada, jersey grueso, pantalones manchados de tierra-. El chófer de la guagua lo ve de espaldas y lo reconoce.
—¡Sube, Manolo! ¡De dónde vienes!
Manolo viene de echar un ojo a su viñedo. Sube ágil, da los buenos días a los pasajeros y al sonreír se le estira el rostro curtido que parece un mapa geológico de la isla. Se sienta en la primera fila y le habla al chófer.
—Ayer algunos del pueblo estuvieron azufrando, pero luego entró la bruma y eso ya no te vale. Ahora los inviernos vienen retrasados. La viña no despierta. Ellos azufraron porque era domingo y no pueden venir entre semana, pero yo prefiero esperar el momento, azufrar cuando ya sé que vienen días buenos. Estas semanas no hay manera, llovizna y llovizna.
Es un lunes fresco de primavera. La guagua nos deja en Los Canarios, capital del municipio de Fuencaliente, en el extremo sur de la isla, ante uno de esos parajes que despiertan una impresión habitual en La Palma: congoja ante los cataclismos de la naturaleza, admiración por la testarudez de los humanos, esos curiosos mamíferos que levantan casas y plantan viñedos en la misma boca del infierno.
—Esto es muy árido, esto es puro volcán —nos dice Manolo—. Por eso se llama Los Canarios, ¿no saben?, porque a los aborígenes los pusieron aquí mientras los castellanos ocupaban las tierras fértiles. Ahora está todo aprovechado, ya verán cómo plantaron parras en los volcanes.
En La Palma, del apocalipsis sacan vino.
Desde Los Canarios, a unos 700 metros de altitud, bajamos ocho kilómetros por un sendero señalizado hasta el faro de Fuencaliente. Caminamos por lo que los geólogos llaman el edificio de Cumbre Vieja, una alineación de volcanes que habían producido siete erupciones en los últimos quinientos años, ocho con la de 2021. La anterior, la de 1971, extendió un nuevo territorio de lava mar adentro. Desde las alturas vemos esa plataforma negra costera, ocupada por inmensos rectángulos de plástico blanco: son invernaderos, son cultivos. Son, quizá, un vistazo a la esperanza.
En La Palma, del apocalipsis también sacan plátanos.
Primero subimos al San Antonio, un volcán como el que dibujaría un niño: un cono de cenizas con un cráter de trescientos metros de diámetro. En su fondo crece un bosque de pino canario, sorpresa verde entre rocas negras, rojas y ocres, otra muestra de la terquedad de la vida. Este volcán nació hace tres milenios pero se extendió con la erupción de 1677, que duró un año y sepultó la legendaria Fuente Santa, un manantial que brotaba en la costa a 42 grados y cuyas aguas se exportaban a las Américas para curar reumatismos, artrosis, sífilis, lepras. Debía de ser buen negocio, porque durante los siguientes tres siglos los palmeros excavaron pozos y galerías para buscar de nuevo el manantial, hasta que unos ingenieros lo encontraron en 2005. Las autoridades lanzaron el proyecto de un balneario, ahora enredado en trámites más densos que una colada de lava.
Seguimos bajando por el paraje de Llanos Negros. La grava cruje bajo nuestras botas y nos parece que así ayudamos a compactar un poco la isla, a darle forma a esta montaña recién hecha, en la que los palmeros enseguida plantaron vides y obtuvieron un milagro: la malvasía, vino dulce de un territorio achicharrado.
Interrumpimos el descenso para trepar por los amontonamientos de rocas rojas de una montaña más nueva todavía. Aquí, en 1971, la tierra tembló durante dos semanas y se abrieron seis bocas que emitieron ríos de fuego y lanzaron explosiones de rocas: así nació el volcán Teneguía, con sus lavas que avanzaron veintinueve hectáreas en el mar y que no sepultaron, por los pelos, el faro y las salinas de la punta de Fuencaliente. Este es el territorio más joven de España, dice un panel de información turística ya caducado.
En la cresta del Teneguía sopla un viento vuelcaburros, como si la atmósfera aún no hubiera aceptado esta nueva intromisión terrestre en sus dominios y soplara con todas sus fuerzas para derribarla. Entendemos el mensaje y bajamos de nuevo a los territorios humanizados: el sendero con señales, la carretera del faro, la parada de la guagua que nos subirá de regreso, las casetas de una playa negra, el restaurante, sus croquetas de almogrote.
El extremo sur es otra exhibición de la audacia palmera: aplanaron una escombrera volcánica para construir unas salinas. Son empleo para sus trabajadores, atracción para los turistas, oasis para las aves migratorias, piscina para los microorganismos que tiñen las aguas. Y en cuanto se abren las nubes y cae un chorro solar, estallan los colores sobre un fondo azul atlántico: en una explanada de roca negra, rebozada de sal blanca, brillan docenas de cuadrículas de agua rosa. Cuando los salineros pasan el rastrillo, parece que están firmando esta obra artística de la geología, la biología y el ingenio humano.
Firman al pie de la isla de La Palma. Dejan, literal, un signo de la vida en el extremo.
Este es el trazado de la ruta para el GPS. De Los Canarios a la punta de Fuencaliente, 9 km.
Ander Izagirre
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