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La segunda jornada de la Vuelta a Ibiza en BTT terminaría en Portinatx según mis planes. Me esperaban, como así fue, 50 kilómetros a través de las zonas más rurales de la isla y las visitas a lugares imprescindibles como la Cova de Can Marçà.
El arrobo que produjo el paisaje y especialmente las tradiciones conservadas en la isla, contra mi pronóstico, me depararon algunas aventuras típicas de los cuentos para niños: perderse en un bosque y buscar la salida antes del anochecer 🙂
El precio de un viaje: una enseñanza
Me levanté frente a la bahía de Sant Antoni de Portmany y después del desayuno comencé a pensar en el peso de mi mochila. De nuevo, digo de nuevo refiriéndome a cuando cocino algún tipo de pasta, me había vuelto a pasar. El peso era un problema. La solución fue sencilla: debía deshacerme para siempre de algunos objetos.
A veces por las buenas y otras por las malas, los viajes me han demostrado que vivo por encima de mi capacidad de almacenaje. Cuando sólo necesitas lo básico para moverte a paso ligero, compruebas la cantidad de objetos que guardas. Ocurre también con las mudanzas, ese otro tipo de viajes. A mí me ocurre una y otra vez.
Dejé, para que nos entendamos, un par de pantalones, algún jersey (¿por qué llevaría un jersey en verano a Ibiza?) y dos libros. Sentí satisfacción y sobre todo ganas de continuar. Llené la barriga, vacié la mochila y puse rumbo a Portinatx siguiendo la costa norte de Ibiza.
La tradición ibicenca sólo olvidada por los visitantes
Constaté a lo largo de la jornada lo que sospechaba antes de llegar a la isla: la tradición de los ibicencos continúa intacta. La causa de que no sepamos nada sobre ello antes de llegar la cargo sobre los hombros del marketing. Aquella isla de fiesta y discoteca y desenfreno se difumina por los caminos tranquilos de interior.
Mientras pedaleaba me fijaba en las construcciones típicas, en la arquitectura de la isla, que luego un camarero pudo explicarme más detalladamente. Ya sabéis qué construcciones: iglesias, pozos, casas. Todas ellas blancas y cubicaleres como los dientes de una presentadora de televisión. No me sorprendió el encalado, sus contrastes con el verde y el marrón de la tierra, sino su adaptación al territorio.
Las casas, por ejemplo, presentan un tejado plano. Pensé que la causa del diseño radicaba en la escasez de lluvias, pero es más bien la tradición de un legado defensivo, la historia constructiva de una necesidad. Los ibicencos no estaban aislados, estaban expuestos. Las iglesias, (¡las iglesias!), conservan ese carácter rígido de las fortalezas.
Había más tradición en las casas: las reuniones entre familiares y vecinos en es porxo (el porche), esa práctica que quizás hemos olvidado en las ciudades, donde parece que realmente nos aislamos unos de otros. Los campos de olivos, las almazaras, los viñedos. Todo en Ibiza parecía desubicado porque yo no llegaba con las coordenadas bien ajustadas. Ibiza ya era otra.
El golpe final a la tradición del día fue el ball de pagès. Es la danza popular de los ibicencos. Cualquier día festivo se llenan las plazas, o los antiguos pozos comunales, de abuelos, hijos y nietos que entonan las canciones populares. Los más pequeños perpetúan la tradición, una música y un baile muy alejados de las luces de neón.
Podréis ver una muestra del ball de pagès todos los domingos de octubre a mayo en el Paseo de Ses Fonts de Sant Antoni, a las 11:45. También tendréis oportunidad durante las fiestas patronales de los pueblos de la isla.
La Cueva de Can Marçà
Después de todo, aún quedaba ruta. Una comida más que estupenda en la pequeña villa de Sant Mateu d’Albarca y tomo ruta hacia el Port de Sant Miquel. Aquí, además de calas, me espera uno de los principales atractivos naturales de la isla: la Cova de Can Marçà.
Llego 10 min antes de la siguiente visita y nada más entrar compruebo que el esfuerzo de subir hasta aquí con la bici ha valido la pena. Bajamos el precipicio por unas escaleras y cerca del nivel del mar inicio la visita a la cueva.
Mi grupo y yo nos hemos internado en un mundo poblado 100.000 años atrás. Es una gruta que acusa la vejez: se está secando. El goteo que fue conformando sus dientes ha cesado. Cuando a principios de siglo XX fue descubierta por contrabandistas, el proceso de desecación ya se estaba produciendo.
Aquellos hombres que traficaban con alcohol, con tabaco y, en fin, con lo que les permitiese vivir, que no enriquecerse, ajenos al valor geológico de la gruta, pintaron señales de huida (rojas y negras) ante la amenaza del peso de la justicia.
Nuestro guía lo sabía todo. Incluso lo que había de artificial en la cueva. Para hacerla más atractiva a los viajeros, se ha dispuesto un juego de aguas, luces y fosforescencias. El resultado convence y salimos de la Cueva frescos e instruidos. Han sido 10€ bien pagados, me digo, y tomo el último tramo de la ruta.
Desorientado, atento, recuperado y agradecido
Antes de que llegase a pensar que la jornada había concluido, descubrí que había tomado la dirección contraria. Tenía fuerzas, pero estaba desorientado sin el GPS activo y el paisaje influía positivamente en mi ánimo.
El tramo de la última bahía de la jornada fue una aventura. Un bosque montañosa repleto de señales desconcertantes. La señalización, francamente mejorable, me supuso algunos rodeos. La noche estaba por echarse encima, en el momento de mayor desorientación, cuando apareció como un milagro Luis, un cordobés que aquella tarde decidió coger la bicicleta y cuyas primeras palabras al verme fueron: «qué, tú también te has perdido».
Luis conocía el camino, llevaba ejerciendo de metre en un restaurante de Portinatx durante 40 años, muy cerca, y era aficionado a las excursiones en BTT. Gracias a Luis salí del bosque y me hice una idea muy aproximada del carácter de las personas del lugar. Charlamos durante unos 20 min, hasta que me indicó por dónde debía seguir mi camino, el descanso de una habitación.
Agradecidos ambos por el buen rato y la buena charla, nos despedimos. Luis aprovechó para invitarme, más tarde, «cuando estés ya descansado», a su restaurante a continuar la conversación. Acepté.
Antes de acostarme reconocí el valor de perderse a cambio de compartir aventuras y estrechar lazos con personas hasta el momento desconocidas. A partir de esta jornada lo mejor de Ibiza no era el paisaje, sino sus habitantes.
Escapada Rural
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